Archivo por meses: julio 2006

Irracionalidad periódica

Se trata de un plan para combatir la inseguridad, dice La Nación.
….el número de emergencia *31416 – que ya está funcionando a modo de prueba y que el denunciante puede asociar con el número periódico Pi.
Y los que no podemos asociarlo con ningún número periódico, ¿podremos llamar igual?

Bloy y la Verónica – IV

(viene de acá)

—Mire, Sr. Bloy: usted crea lo que quiera y haga lo que quiera. Yo sólo lo estoy asesorando, como experto en marketing, medios e imagen. Usted quiere hacer carrera como escritor, ¿no? Y quiere ser leido, admirado y seguido, ¿no?, si no por la multitud, por alguna elite de gente inteligente; no se conformaría con ser admirado sólo por las formas, como un «hacedor de frases», dice por ahí. Bien, entonces… debe cuidar su imagen como pensador. Algunas de sus opiniones… escandalizadoras pueden servir para llamar la atención, para hacer ruido; pero a la larga eso no paga. No puede esperar ganarse el respecto intelectual de un lector que encuentra sus afirmaciones ridículas. La autoridad de un pensador se edifica con aciertos, no con errores de juicio. Por eso, hágame caso: todo ese episodio de la Verónica… guárdeselo, no lo publicite. Tendrá su interés novelesco, no digo que no, pero usted no sale nada favorecido; al contrario, queda muy mal parado. Usted llenó de locuras —literalmente— la cabeza de esa pobre muchacha, imaginó y anunció un apocalipsis inminente, se creyó llamado —¡qué soberbia, qué impaciencia y qué ingenuidad!— a tener un papel protagónico en ese fin del mundo… y vea cómo terminó todo. ¡Es un papelón enorme!, ¿no se da cuenta? Archívelo, hombre, archívelo. Y si no, al menos interponga un mea culpa, muéstrenos que aprendió algo. Caramba.

Y, no; Bloy no siguió el consejo -imaginario, pero imaginable.
Es raro, se dirá.

Pero entonces habrá que decir que -más raro aún- Bloy parece haber tenido razón, contra el razonable asesor de imagen. Por poner un ejemplo (y perdón por la irrelevancia; pero si no fuera por este ejemplo no habría escrito yo todo esto[*]) : yo mismo. Yo conocí a Bloy por mis librescos medios, y —allanado el camino por otros precursores, sí— me convenció. (Y como ya he contado alguna vez, fue por él, en buena medida, que me decidí a hacerme católico, con perdón de la expresión). Le creí; con todas sus evidentes arbitrariedades, injusticias e ingenuidades, en lo esencial tuvo —y tiene— alguna especie de autoridad a mis ojos. Y no a pesar del episodio de la Verónica, sino, en buena parte, por eso mismo. Un punto a favor, en lugar del aparente gol en contra. No me animaría a justificar esta manera de verlo, y me costaría explicar los motivos; aunque entreveo —confusamente, y con limitada conviccion— dos aspectos del asunto que pudieron tener algo que ver:

Primero: fe probada. La adversidad sufrida siempre impone algún respeto. En cierta manera, puede ser indicio de una vocación, o garantía de autenticidad personal (algo así sugiere Castellani a propósito del mismo Bloy, aunque en sentido levemente distinto). Y en el caso de este episodio, en que el desastre pega hasta los cimientos de la fe… uno puede creer que una religiosidad que ha sobrevivido a eso está bien templada, está limpia de autoindulgencias y vacunada contra las decepciones. Yo, en parte, lo creí. Curioso, y algo paradójico, que la historia de una ilusión tal me haya convencido de que el tipo no era un iluso (bien que se trata de ilusiones en planos diferentes), pero así fue.

Segundo: la belleza de la tragedia. A mí todo el episodio, así fijado, me impresiona no sólo como triste sino como hermoso. ¿Y qué tiene de hermoso? No estoy seguro, diría que algo afín a una tragedia griega (diría… si supiera algo de tragedias griegas, de catarsis y etc). Me parece que, cuando de las desgracias de Edipo se trata, las cuestiones de si tal o cual «tiene razón», o «tiene la culpa», resultan impertinentes; con tales preguntas, con esas ansias de opinar y juzgar, uno se distrae de la esencia del asunto, se pierde la belleza, la armonía e incluso la enseñanza (inexpresable de otro modo que no sea el artístico) de los puros hechos.
Y bueno, un poco así es como yo veo el episodio. Una obra artística bien concebida y bien representada (y acaso todo pasado humano pueda o deba ser contemplado así). Bloy mismo decía (en ocasión de la muerte de sus hijos, por ejemplo) que «todo lo que sucede es adorable»; es decir, concebido y querido por Dios (en algún sentido) y por lo tanto (en ese sentido) digno de aprecio y aun adoración. Y en ese sentido, creo, puedo admirar y aplaudir la actuación del pobre Bloy; y aun, oscuramente, sospechar que la asignación de semejante papel tiene alguna razón de mérito.
Unos peregrinos enamorados de mis libros vienen a verme. Dicen que están de acuerdo conmigo en todos los puntos, pero que, pese a eso, no pueden comprender mi admiración por Napoleón. Nada saco con decirles que admiro en éste una de las más hermosas obras de Dios; no pueden concebir esto, lo que resulta extraño. Es como si se me dijese: «Vemos en usted los más nobles sentimientos, pero no podemos concebir que tenga us­ted verdaderamente alma»

Diario de León Bloy, 22 de mayo de 1915


[*] «Esto» es esta serie de posts, sí. Pero acaso también el blog en su totalidad.

Pa que no me falten flores

Dos tanguitos más de Gardel en youtube:
Mano a mano (recuerdo que me gustaba de chico; aunque no hace mucho que terminé de entender la letra…). Y La gayola.
Recién ahora, leyendo la letra de ésta, descubro que mi oído había malentendido el final:
Hoy ya no me queda nada,
ni un refugio, estoy tan pobre;
solamente vine a verte
pa’ dejarte mi perdón.
Te lo juro, estoy contento
que la dicha a vos te sobre.
Voy al campo a laburarla,
a juntar algunos cobres,
pa’ que no me falten flores
cuando esté dentro’ el cajón.
Yo entendía «pa’que no me falten flores / cuando estés dentro’el cajón», y me hacía gracia el remate… un poco absurdo (veo ahora), pero también mucho más ambiguo y sugerente, no me digan que no…

Bloy y la Verónica – III

(viene de acá – sigue acá )

Ni moralejas, ni juicios, ni opiniones.
Eh… pero ¿cómo dejar de preguntar y preguntarse?… Dos cuestiones, sobre todo, reclaman opinión a gritos:
  • ¿Habrá habido algo de real en las visiones y revelaciones de la Verónica? ¿Fue una experiencia mística verdadera -en algún grado, con alguna intervención de lo divino-sobrenatural, o fue un puro delirio, pura imaginación de sugestionada que devino en demente?
  • ¿Qué mea culpa cabe pedirle a León Bloy? ¿Qué lección se espera que alguien saque de semejante experiencia?

    Es fácil prever el dictamen de un incrédulo; y acaso también el un católico [*]. Y lo digo sin ninguna sorna. Pero el caso es que yo, de verdad, no tengo respuestas formadas para esas preguntas, ni mucho interés en formármelas.

    —Y entonces ¿para qué contás todo esto? ¿Te parece que tiene algo de edificante?

    Mmmm…. No sé. Y no es que me moleste la palabra, ni que deje de importarme la edificación (de hecho, me importa), pero… trataremos de responder otro día.

    Por hoy, y a modo de epílogo histórico, resumamos cómo siguió la vida de Bloy.

    Cuando internan a Verónica en el asilo de dementes, él tiene 36 años. Empieza una nueva época en su vida, que se cerraría a los 43.
    En ese intervalo, si no pierde la fe ni el interés religioso, su vida espiritual parece menguada; tiempos desordenados, en los que busca refugio en el ambiente literario-periodístico… y en las mujeres. De lo primero, no sacará gran cosa: amistades fundadas sobre lo estético, con pocas raíces; algún progreso técnico y una fama de libelista zafado que terminará por jugarle en contra; y muchos enemigos, claro. De lo segundo… unas cuantas experiencias, algunas casi tan tristes como la pasada, dos amantes muertas, y un hijo «no reconocido» (bueno… aportó dinero para su crianza, hasta su muerte a los 11 años; pero de entrada se negó a casarse con la madre, y jamás menciona el asunto en su diario). Sus pocos amigos fieles del mundo literario mueren: primero Hello, después Barbey y Villiers.
    A los 41 años publica «El desesperado», novela, su primer obra de cierta importancia. Y podría haberse creído que era la última. En las ventas: es un fracaso. En el resultado: es un pastiche ampuloso, recargado, brillante por momentos, insufrible por otros; una «liquidación de stock» en la que mete sin importarle nada «todo lo que encuentra de bueno en sus cajones» (Stanislas Fumet dixit), también todo el episodio de la Verónica (novelado… como si hiciera falta), y cerca del final un ataque de una minuciosidad y una ferocidad increíbles contra casi todos los escritores franceses de moda, apenas ocultados bajo seudónimos, un «degüello en regla, del cual no se encontrará equivalente en la literatura de ninguna lengua» (ibid). Nace así la «conspiración del silencio» del establishment literario, de la que Bloy pasará su vida quejándose; y que será (y cómo no!) deliberada, y a muerte.
    A los 43, conoce a Jeanne Molbech, danesa protestante, la que (tras pocos meses de noviazgo y la conversión de ella) sería su esposa; recién entonces logra poner algún orden en su vida, en lo interior y en lo exterior; recupera sus prácticas religiosas, para ya nunca abandonarlas.
    Hasta su muerte, a los 71, su vida será ya bastante uniforme, aunque no sin miseria -incluida la muerte de dos hijos. Escribirá con regularidad libros «que vivirán pero que no lo hacen vivir», y logrará al fin algunos amigos fieles, provenientes de la escasas pero devotas filas de sus lectores. Intelectualmente, parece que después de «El desesperado» no tendrá grandes cosas nuevas que aprender, sólo afinar algo los medios de expresión.

    A los efectos de esta serie, conviene hacer constar que Bloy nunca respondió explícitamente a las cuestiones planteadas arriba, que sepamos. Usó, sí, el episodio de la Verónica en la novela, como dijimos. Y las «ideas» que recibió de la vidente alimentarán siempre su pensamiento; sobre todo en «La salvación por los judíos», pero no solamente. Por ejemplo: uno de los textos de «En las tinieblas», su último libro —a los 70 años— se titulará «El inimaginable advenimiento»….
    Alguno dirá que eso es una manera de responder… ; y una chocante manera. Será.


    [* … lo cual, claro, no implica suponer unanimidad. Digamos de paso que Maritain opina que, a pesar de todo, algo de sobrenatural debe de haber habido en las iluminaciones de Ana María]
  • Bloy y la Verónica – II

    (viene de acá – sigue acá)

    Y bien, todos saben lo que sucedió aquel día de 1880 en que León Bloy terminó su novena pidiendo «la Gloria de Dios o la muerte», la fecha en que Verónica había prometido el signo, el acontecimiento inaudito.
    Absolutamente nada.

    Yo he pedido constantemente la Gloria de Dios o la muerte. Llega la muerte. Bendita sea. Es posible que la gloria llegue tras ella, y que mi dilema no haya tenido sentido.
    La cita es de la novela, de El desesperado [*]. En la realidad, no llegó la gloria de Dios pero tampoco la muerte —que acaso hubiera preferido.
    Bloy queda destrozado. Puede uno hacerse una idea de su estado de ánimo con la carta que envía a Hello, que adjunto abajo («Estoy sin pan, sin porvenir, sin esperanza, con una horrible herida en el corazón…Hoy lunes, por primera vez después de mucho tiempo, no he comulgado ni he articulado una sola oración. No experimento sino el más amargo y más feroz resentimiento contra un Dios tan duro y tan ingrato….»).
    La pobre Ana María queda como atontada, horriblemente escandalizada; no puede aceptar haberse engañado. Sus oraciones se vuelven reproches. Llega a dirigirse a Dios «como habla un amo a un siervo infiel, como un verdugo cruel hablaría a su víctima».
    Tras intentar emborracharse con la blasfemia y la desesperación, él después alcanzará a rejuntar los pedazos de su alma…
    Ella, no.
    Durante largos meses, Bloy asiste al derrumbe de su enamorada (no hay que olvidar, además, el ingrediente de presión sexual —por llamarlo de alguna manera—, por demás evidente en la novela). Las crisis de frenesí son cada vez más frecuentes, ya la locura de Verónica no es sólo «ante los ojos del mundo»…
    Recién en julio de 1882 Bloy se decide a llamar a un médico.

    Ana María, completamente demente, es internada de imediato. Morirá 25 años después, en el mismo asilo, sin haber recuperado nunca la razón.

    Y esta es la verídica y triste historia de León Bloy y la Verónica.

    ¿Moralejas? No.

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    Si Dios quisiera

    Lectura de algunas páginas de Ana Catalina Emmerich.
    ¡Ah! ¡Qué hermosa, qué santa podría ser nuestra vida si Dios lo quisiera!
    Una entrada del diario de León Bloy, 23/Feb/1901. La última frase es una de las varias suyas que se me han quedado prendidas en el alma (¡y hace tantos años!), como una de esas melodías pegadizas.
    Casi una jaculatoria.
    Bien veo que en cierto sentido es absurda —¡cómo Dios no va a quererlo!— pero… así es la cosa.

    Celo fatuo

    De cuaderno de notas de Jacques Maritain («Recuerdos post-baustismo»), 13 de febrero de 1911.
    [Releo algún tiempo más tarde las diatribas a que me entregaba en este cuaderno contra el «apostolado moderno», contra los católicos modernos, las consoladoras «manifestaciones» religiosas a que convida la Semana Religiosa de Versalles, el envilecimiento del pensamiento cristiano, etc., y anoto al margen]: Cuánta fatuidad en mi celo.
    Es verdad, me digo, espontáneamente. Y me lo digo, pensando no en él sino en «nosotros» … ¿y quiénes son «nosotros»? Algunos católicos, conversos en su mayoría, sospecho; con demasiado sentido del ridículo, de desprecio fácil y paciencia difícil…
    Caracterización imprecisa y algo oscura, pero por ahora lo prefiero así. Al que le pueda servir, lo entenderá, creo yo.

    Carta a Verónica

    (anterior siguiente )

    A modo de intermezzo (y no me hablen de «suspenso»… si todos saben el final), adjuntemos dos cositas: primero, una carta de León Bloy a Ana María, de las varias que fueron publicadas -póstumamente- bajo el título de «Cartas a Verónica», con prólogo de Maritain. Son notables (conmovedoras, abyectas, ridículas o sublimes, al gusto de cada cual) por la ternura, la sencillez y la insignificancia… cualidades que pueden resultar inpensadas en el libelista feroz, suntuoso y grandilocuente que era Bloy.
    Esta es de los primeros tiempos, antes del retiro de él en La Trapa, y de la conversión de ella. El «sacrificio» -que ella estima imposible- es, claro, el de vivir en castidad.
    Mi querida niña: te suplico que tengas valor. Me ha causado gran aflicción esta mañana el verte llorar. Si bastase sufrir para que tú fueses dichosa y prudente, me ofrecería de buena gana al sufrimiento por amor tuyo. ¿Crees acaso que yo soy feliz y que el sacrificio que te pido no me cuesta a mí tanto como a ti?
    ¡Ah! pobre querida mía, si tú supieses lo que sufro, tendrías gran piedad de mí. Llorarías de compasión por tu pobre amigo que quiere salvarte y que para ello está dispuesto a imponerse todos los sacrificios. ¿Por qué, pues, no has de ser valerosa? ¿Por qué no has de tomar una enérgica resolución? Me decías esta mañana que considerabas la cosa imposible. Pero, pobre niña querida, la cosa no es de ninguna manera imposible, sino solamente difícil. Con coraje, llegarás a conseguirlo. Si te descorazonas, pobrecita, ¿qué te ocurrirá?
    ¿Acaso tendrás valor, ahora, para volver sobre tus pasos, y comenzar nuevamente tu antigua vida? Si así lo hicieras me desesperarías. Puesto que dices que me amas, haz lo que te digo, por mi amor. Te lo suplico en nombre de lo más sagrado. Piensa en la buena Virgen que te quiere y te llama, como se llama a una pobre oveja extraviada; piensa también en tu madre que se alegra en este momento de tus buenas resoluciones. ¿Acaso es tan difícil lo que debes hacer? No se te prohibe que vuelvas a verme. Nos veremos con frecuencia, todos los días, si sientes necesidad de ello. Ten confianza en mí y ten también por mí un poco de piedad, puesto que soy tan desgraciado y tanta necesidad tengo de ser socorrido y consolado. Todo lo que se exige de nosotros es que no nos veamos en tu casa.
    Obedezcamos, de buena gana, aun cuando esto pueda sernos costoso. La Santísima Virgen nos recompensará.
    Te aseguro, querida mía, que esta Madre no te abandonará y te concederá paz y valor, si se los pides de todo corazón. Esta noche, al salir de la oficina, iré a Nuestra Señora de las Victorias y le pediré que te ayude. Le ofreceré por ti las lágrimas, el corazón, la felicidad y hasta la vida, si quiere tomarla. Me espera en el mundo un hermoso porvenir. Hago con gusto sacrificio de él para que tú te salves, para que no vuelvas a caer en el mal del que he tratado de sacarte. Si Dios me llama a la vida del claustro, iré gozoso con la esperanza de sostenerte desde lejos con mis oraciones. Lloro mientras te escribo, mi pequeña querida. ¿Qué quieres que haga yo, qué quieres que me ocurra si no me ayudas? Vamos, pues, te lo suplico, toma valor una vez más en la plegaria, pide y te será concedido más de lo que crees, y por añadidura, la alegría.
    Hasta mañana, querida mía. Si llueve no te esperaré sentado en un banco, sino bajo una puerta cochera del bulevar St-Germain, de ocho y media a nueve. Te veré cuando pases por allí.
    Tu desdichado amigo, León Bloy.
    Segundo: otra carta de Bloy, a su amigo Ernest Hello. Anotemos que el anuncio de las grandes cosas a producirse esos días vino provocado, en buena medida, por la ansiedad de Bloy y Hello. Pero también porque un confesor, probablemente harto de las pretensiones proféticas de Ana María, le ordenó pedir a Jesús «un signo visible y evidente» de la verdad de sus visiones. Un clásico en estos asuntos, puede decirse (recuérdese el caso de Guadalupe, por poner un ejemplo). En la carta, escrita el miércoles santo de 1880, cerca del climax del asunto, Bloy alude a este pedido. Y Hello, ansioso como el que más, estuvo de acuerdo: había que pedir un signo.
    La carta además es una pintura impresionante de las cosas que decía Verónica, del clima espiritual frenético (pueden usar un adjetivo menos benévolo, si prefieren) en que vivían. También son visibles los temas que marcarán la obra de Bloy (muchos motivos de «La salvación por los judíos», sobre todo), lo que muestra que sus afirmaciones sobre todo lo que debía intelectualmente a la ignorante ex prostituta no eran exagerados.
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    Clima de misa

    Tengo uno de esos libritos de letras de tangos con acordes, titulado «Tangos que pueden ser boleros». En la introducción, el autor explica que, siendo el tango y el bolero géneros musicales con compases binarios (2 o 4 tiempos) sus ritmos pueden —en principio— intercambiarse… En principio, decimos, porque hay factores adicionales, de temáticas, de climas, que, claro está, también deben ser tenidos en cuenta. Hay tangos que pueden interpretarse abolerados, pero sólo los románticos, no los canyengues.
    «… en tangos como «Muñeca brava» o «El bulín de la calle Ayacucho» el cambio no tendría sentido», dice el bueno de don Arnoldo Pintos.

    Claro; es obvio. El ritmo marca un clima, y la música debe armonizar, no solo consigo misma sino también con la letra. Obvio.

    Pero… no sé si es tan obvio para todos.
    Lo pensaba hace un ratito, mientras escuchaba a los entusiastas (y muy binarios) guitarristas de mi parroquia cantando el Agnus Dei[*]


    [* Letra: Cordero de Dios / que quitas el pecado del mundo / ten piedad de nosotros….. Etc.]

    Mito y teología

    Abel escribe sobre los mitos y la historia sagrada, en ETF.

    (Ese foro necesita -merece- una lavada de cara, en lo que a «usabilidad web» respecta; con perdón de la expresión. Pero bueno, cada uno habla de lo que sabe; unos de mitos y teología, otros de usabilidad web).

    Bloy y la Verónica – I

    Un episodio de la vida de León Bloy. Protagonistas: él y una mujer, Ana María —Verónica en la ficción (pues el episodio lo recreó después en su novela «El desesperado»; en verdad, no hacía falta novelarlo, y creo que me quedo con la versiòn real).

    Año 1877, Bloy tiene 30 años. Provinciano, llegado a París a los 18; ha tenido una conversión fulminante al catolicismo a los 23, seguida de unos años de enorme fervor religioso, entusiasmo de escritor en pañales y berretines de militancia en los medios católicos. Ahora, con algo menos de ingenuidad y los imaginables desengaños sobre la calidad (espiritual, estética, moral… cristiana) de aquel catolicismo militante francés (Veuillot…), sin mayores logros literarios en su haber —ni en repercusión ni en calidad— y con mucho problema para parar la olla, cruza a Ana María en esas calles de París.
    Ella, de su misma edad, de origen humilde, ex costurera, postulante a monja rechazada, sin familia, se dedica ocasionalmente a la prostitución. Así se conocen; y se terminan enamorando. Si Bloy trata de enderezar lo que empezó mal, ni sus intentos evangelizadores ni sus propósitos de castidad tienen mayor éxito. Trata al menos de subvencionarla, para sacarla de su oficio , mientras se pregunta si hacerse monje, si casarse o qué… Ese año mueren sus padres, con meses de diferencia.

    Un día del año siguiente quema las naves, renuncia a su empleo en una oficina -confiando ingenuamente en una promesa de un puesto de «editor católico» en Canadá (?)- y, se mete en un monasterio trapense durante unos meses, para decidir su futuro. Escribe mientras tanto a su Verónica (desesperada porque él «se escapó» sin avisar) para darle ánimos. El retiro no le es de mucha ayuda: adivina que la vida religiosa no es para él, pero tampoco el matrimonio parece muy viable. Cuando sale, pues, todo está igual, y encima sin trabajo.

    Aunque, no; no todo está igual. Verónica se ha convertido al fin. Bloy encuentra ahora a una cristiana ferviente, decidida a dejar su vida pecadora, y aparentemente olvidada de la carne. Quiere volver a la costura, pero su vista se ha estropeado. Bloy trata de mantenerla, haciendo «changuitas» y mendigando a sus amigos para poder pagar dos alquileres… y ocultando esta relación —casta ahora, pero problemática de todas maneras— a sus amistades. Vida imposible.

    Como si todo esto fuera poco, Bloy había conocido (en el mismo año clave, 1877) a un abate Tardiff, que le había hecho devoto de la aparición de La Salette y —sobre todo— le había enseñado un modo —simbólico, místico— de leer la Escritura y la historia. Es toda una renovación religiosa e intelectual para Bloy, una llave que le abre una puerta; imagina haber encontrado su misión en la literatura católica -con el abate Tardiff como guía … y mecenas. Por fin. Pero éste muere sorpresivamente en 1879.
    Ana María comparte esta época, vive ese entusiasmo y esos fervores de una exégesis henchida de magnificencias. Y la ignorante costurera ex-prostituta empieza a asombrar a Bloy con sus propias lecturas, con sus meditaciones y sus visiones. Bloy tiene la certeza de estar asistiendo a un hecho místico de primera magnitud, y lo comparte con su amigo Hello. Los tres se reúnen a hablar de Dios, y sobre todo a escuchar -con alguna especie de gula mística- las deslumbrantes revelaciones de Ana María.
    Un día, ella revela a Bloy un terrible «secreto» que sólo le concierne a él, presumiblemente algún papel que cumplir en el apocalipsis que se avecina. El nunca lo revelará, aunque treinta años después dirá que su solo recuerdo aún lo hacía «revolcarse con sudores de muerte».
    Porque, al parecer, se viene algo inaudito, algo comparable a la Encarnación, algo inexpresable. Es Jesús que al fin -después de diecinueve siglos- es desclavado de la Cruz; es el Advenimiento inimaginable del Espíritu Santo, es la Gloria de Dios, es el fin del mundo -de este mundo, al menos; de este mundo horrible que desprecia al Dios crucificado.
    Son los primeros meses de 1880; y Ana María asegura que antes de esa Semana Santa algo terrible ocurrirá. Como última fecha posible, fija la fiesta del patrocinio de San José; no puede pasar de ahí, asegura la vidente, de lo contrario habría «sido engañada como jamás haya podido serlo nunguna criatura de Dios». Bloy quiere creerlo (¡con cuánta ansiedad, con cuánto entusiasmo y cuánto terror! ¿puede uno imaginarlo? yo creo imaginarlo, pero tal vez me engaño) y lo cree; y como quien pone un ultimátum a Dios, empieza a rezar una novena, a terminar ese día señalado, pidiendo -exigiendo- «la Gloria de Dios, ya, o la muerte«.

    (continuará) (sigue acá)

    El sol del mediodía

    Venía un tipo leyendo en el colectivo, sentado; y yo, parado al lado, pispeé (es más fuerte que yo). Era «El hombre que fue Jueves«, de Chesterton. Y cacé al vuelo estas líneas, en las que no me había fijado antes:
    — Y usted, Gogol —dijo Syme—, ¿que piensa de Domingo?
    —Yo, en principio —dijo Gogol con sencillez— nada pienso de Domingo, como nada pienso del sol del mediodía.
    Y pensé que podía ser una buena ilustración de aquello que decíamos hace un tiempo, sobre ese prurito deplorable -alentado por las encuestas y los medios en general- de tener opiniones formadas sobre las cosas; como si las cosas nos fueran dadas para eso. Y como si ese pretendido patrimonio -nuestro stock de opiniones- no tendiera más bien a empobrecernos, haciéndonos perder contacto con las cosas.

    Yendo al original, sin embargo, veo que la traducción (la de Alfonso Reyes, al parecer) no es muy fiel. Sería más bien: «Yo, en principio, nada pienso de Domingo, como tampoco miro el sol al mediodía.». Un matiz bastante diferente, aunque la aplicación pueda -acaso, penosamente- sobrevivir. No sé.

    Eliade y Bloy

    Hoy no compré el «Diario portugués» de Mircea Eliade (estaba caro). pero lo hojeé en la librería. Encontré algunas menciones a León Bloy. Entre otras citas de «El mendigo ingrato», anota esta:
    Los adoradores del Padre me parecen adscriptos a los pecados del Orgullo, la Envidia, la Cólera y la Pereza. Los del Hijo, a los pecados de la Avaricia y la Gula. Los del Espíritu Santo, al pecado de Lujuria.
    Es entre los lujuriosos donde el Paráclito juntará su rebaño.
    Eliade dice sentirse muy identificado con los últimos de la lista. No estoy seguro de entender -ni la clasificación de Bloy, ni la «identificación» de Eliade-, pero no deja de impresionarme.
    Otra: ve en Bloy un hermano de Kierkegaard, en su afirmación enfática -y vivencial- de la total incompatibilidad del cristianismo con el mundo moderno (con la «cristiandad», diría K.). Y por esto, le parece lógico -o providencial- … que su esposa fuera danesa!
    Qué tipo raro, este Eliade…

    Engancharse

    «Me enganché con el blog»…. «No me enganché con tal libro»…
    Se usa bastante esa expresión coloquial; veo que yo mismo la he usado. Cosa local y efímera, supongo. Y, sin ser muy linda que digamos, me cuesta en este momento encontrar otra que diga lo mismo.

    No la registra el DRAE en esta acepción. Es verdad que se parece mucho a una de ellas: «9. tr. coloq. Captar intensamente la atención de alguien. La novela me enganchó.«. La diferencia reside en poner el objeto directo como sujeto activo: «(Yo) me enganché con la novela».
    Si esta nueva forma es menos justificable (la analogía con el «gancho» se diluye), y por eso mismo -sospecho- no tiene derecho a la supervivencia, por otro lado agrega un matiz importante, denotado por la misma gramática: cuando digo «me enganché con la novela», no soy un mero sujeto pasivo («la novela me enganchó» = «yo fui enganchado por la novela»); en cambio, estoy sugiriendo que el enganche no es responsabilidad exclusiva de la novela, que el lector tiene un papel activo, incluso que yo «debo» -acaso, si la novela lo merece- hacer un esfuerzo que no es sólo receptividad pasiva.
    Un esfuerzo de atención, que implica una especie de entusiasmo y de buena voluntad… estética, si quieren, para dejarse seducir, para percibir y disfrutar lo bello, en cualquiera de sus grados.

    No iré tan lejos como para decir que esa obligación es general, y que toda falta de seducción artística es -en parte al menos- culpa del receptor. No diré que hay que tratar de engancharse con todo. Pero no lo diré por una especie de pereza; y porque me resisto visceralmente a tener que admitir una obligación de intentar engancharme con «El regreso del Jedi» o «El quinto elemento» o …

    Y ya se verán venir (uno es tan predecible…) la generalización: del arte al mundo, de la subcreación a la creación. Imagino, por ejemplo, que allá en el Juicio nos preguntaran cómo nos impresionaron las cosas creadas, y uno respondiera algo como… «¿La creación? ¿El mundo? Sí, qué se yo… tenía sus cosas lindas, no digo que no… pero, no sé, no llegué a engancharme con todo eso, viste…».
    Se me hace que, digan lo que digan (y con toda razón) los ascéticos, eso no sería un punto a nuestro favor.

    Ridículo

    De una carta de León Bloy —tenía entonces 70 años— a una mujer:
    … Es necesario que conteste, aunque sea brevemente, acerca de ciertas prácticas religiosas que le parecen a usted ridículas. ¿Por qué mirar a su alrededor? Ciertamente, nadie ha reprochado más que yo a nuestros católicos su menosprecio o su odio a la Belleza, consecuencia de la horrenda mediocridad de sus almas. Pero es fácil incurrir en error si se sale de la generalidad para caer en la observación particular. En cuanto a mí, tengo por principio no mirar a nadie en la iglesia, harto ocupado como estoy en humillarme para rogar por los otros y por mí mismo. Puede que un día vea usted, Margarita, a un anciano de mísero aspecto, desgranando su rosario ante el Santo Sacramento, como podría hacerlo una pobre mujer, y acaso lo mire usted con un poco de desprecio, ignorando que ese personaje que le parecía grotesco no era otro que León Bloy en trance de orar por usted con todo su corazón, de orar de la única manera que concibe: hasta ofrecer su vida, si fuera necesario.
    Regla absoluta: un acto de amor jamás puede ser ridículo.

    Los buenos y el mandarín

    Salió en unos mails el eterno tema del Bien: qué significa tender al Bien, o luchar por el Bien, o hacer el Bien, o ser bueno. Y si todo es lo mismo o no. Y qué determina que un acto sea bueno, y cuánto importa la norma (o la ley, o la moral «objetiva», o la clasificación de los actos según su «especie») y cuánto importa la intención; y cuál es el verdadero sentido de que «el fin no justifica los medios», y el árbol malo y los frutos buenos, y cosas así.
    Cosas que me vienen rondando hace tiempo. Anoto acá una punta de tantas.

    Es muy conocido aquel dilema —de Rousseau, creo… ¿o Voltaire?— del mandarín rico:
    Digamos que en algún lugar remoto de la China (cuando todavía había lugares verdaderamente remotos) existe un mandarín muy rico. Se da la circunstancia de que puedo matarlo con sólo apretar un botón, y en ese caso su enorme fortuna será mía. Tengo la completa certeza de que nadie sospechará nada, y de que nunca habrá consecuencias, ni siquiera afectivas —no tengo nada que ver con el mandarín, está lejos, los respectivos entornos humanos no se tocan ni nunca se tocarán—.
    ¿Mataré al mandarín?

    Es fácil contestarse que uno no lo haría. No es tan fácll estar seguro; sobre todo si uno no es joven.

    Pero, de todas maneras, acá no habría muchas dudas sobre qué está bien y qué está mal. No es esto lo que me interesa ahora. Pensemos en todo caso en algunas variaciones.
    Podríamos empezar limpiando el ejemplo de egoísmos materialistas: suponiendo, por ejemplo, que queremos su fortuna para dedicarla a una causa buena y urgente. Quiero, necesito la fortuna del mandarín para salvar vidas inocentes; o más: la necesito para salvar almas. ¿No ves? Si no mato al mandarín ocurrirá una serie de desgracias —materiales y espirituales— que desespera el solo pensarlo. ¿Porque el mandarín es malo? Bueno, podría ser… pero esto nos llevaría a los trillados dilemas sobre si —de tener la oportunidad, la presciencia y/o la posibilidad de un viaje en el tiempo— sería moralmente aceptable matar a Hitler en 1930 (o antes). Y no es que por trillados estos dilemas dejen de valer la pena. Es que también se aparta de adonde voy.
    Prefiero suponer al mandarín ajeno a todo. Porque no se trata tanto de decidir si mi acto está bien o está mal.
    ¿Y de qué cuernos se trata?, ¿adónde vas?, dirá el lector impaciente.

    Se trata de algo más radical, algo que cuesta expresar. Imagino una posición moral y desesperada, algo que podría llegar a encarnar algún personaje de novela, uno de esos medio patológicos o exaltados de Dostoyevsky… Digamos, a modo de esbozo:

    «Yo sé que el acto está mal, pero no puedo resignarme a no hacerlo. Y eso (acá lo paradójico) no por irreflexión ni por egoísmo, sino por una exigencia moral, por odio al mal. Es que el bien que causa el asesinato del mandarín (el mal que cura o previene, mejor dicho) me pesa demasiado. Y digo «me pesa» porque no pretendo justificarme, ni ante los hombres, ni ante Dios, ni ante mí. Yo no diré que el fin justifique los medios, no me defenderé ante el tribunal de la moral pesando males y bienes en ninguna balanza. No. que mi acción «está mal», pura y simplemente, aun considerando sus consencuencias, veo, —no sólo en abstracto sino también y sobre todo en concreto— que no hay que hacerla, y que es justamente condenable (aun considerando sus consecuencias, repito); no se trata de normas o leyes; está mal y punto. No pretendo salvarme; sé que me condeno, en cualquier sentido de la expresión y ante todos los tribunales dichos. Con todo eso, y por amor al bien, porque no puedo aceptar el mal, —por esas vidas salvadas, por esos suicidios no consumados, por esas inocencias rescatadas, por esos niños no abortados, por esas humillaciones evitadas, por esas opresiones rotas, por la felicidad de todas esas gentes que no me conocerán —elijo condenarme. Mañana mataré al mandarín.»

    Dirá alguno que es una locura, que es absurdo, y de hecho imposible; que nunca ningún hombre pensó así. Otro dirá que todo el que comete un mal, en cierta manera, piensa así. Y otro dirá que, puesto que todos somos malos… etc.
    Y aun si así fuera, nos quedaría por aclarar qué quiere decir «en cierta manera», y cuáles serían los medios y remedios (supuesto que descartamos la sordera moral, la tibieza o el nirvana) para preservarse de esta especie de locura. Todo lo cual es, por cierto, mucho más difícil que imaginar monólogos de personajes patológicos de novela.

    ¿Qué hay de nuevo?

    Vengo escribiendo poco, por varios motivos; pereza, uno de ellos. Otro, que estoy trabajando en el diario de Leon Bloy.
    Descubrí que además del diario publicado -ocho volúmenes-, se conserva su «Diario íntimo» completo, que los franceses piensan publicar (tras la autorización de su hija más joven, muerta en 1990), y del cual el diario publicado es un extracto reelaborado. Y otros datos interesantes más -bueno, interesantes para mí- sobre los que volveremos acaso otro día.

    La entrada del 5 de enero de 1904 es de las más elocuentes, aunque ocupa una sola línea:
    Sin noticias de Dios.