… Así pues, conforme a su finalidad, la Iglesia sólo tiene una existencia dinámica, está en camino; pero, considerada teológicamente, esta misión no es, ante todo, un hecho abarcable desde una perspectiva intramundana y sociológica (sólo en segundo término puede tener algo de esto), sino un acontecimiento eucarístico, que se desarrolla según la ley de la vida y de la autodonación de Cristo. Por consiguiente, la Iglesia renunciará a su propia forma, y tanto más cuanto más puramente viva a partir de su origen y, por lo tanto, cuanto menos piense en conservarla; su meta no es, pues, la imposición de su forma, sino la salvación del mundo; y la forma en la que Dios la hará brotar nuevamente a partir de su muerte por el mundo es algo que depende del Espíritu Santo.
… en la Iglesia no hay nada que sea inmortal o que no esté sujeto al destino, es decir, no hay ninguna «estructura» que esté fuera del acontecimiento de Cristo; cuando Pablo sufre y está en peligro, también sufre y está en peligro el ministerio que él desempeña; es Dios mismo el que guía a su Iglesia en todos los aspectos a través de la tempestades de la historia, y, en los momentos de gran peligro, no permite que las puertas del infierno prevalezcan contra ella. A este respecto, sería interesante comentar con detenimiento el relato del naufragio con el que se cierra aquella parte de la historia de la Iglesia que aparece reflejada en el N.T. (Hech. 27). Pero lo que allí naufraga de un modo tan fructífero no puede ser una realidad mundana cualquiera, una posibilidad, una ideología, un proyecto entre mil; a partir de Cristo (su origen), ha de llegar a ser plenamente lo que desde siempre es y debe ser: el fermento de la unificación definitiva del mundo en su totalidad, el organismo de la salvación escatológica que se ha manifestado en Cristo.
La reivindicación interior de la Iglesia según la cual su unidad ha de servir de ejemplo a la unidad del mundo no es osadía, sino obediencia a Cristo en la fe. El hecho de que esta reivindicación, al ser proclamada, provoque un encogimiento de hombros despreciativo, ya que la forma exterior de la Iglesia oculta de alguna manera su catolicidad, haciéndola aparecer más bien como una «Iglesia confesional» entre otras, y quizá pronto, como una secta insignificante compuesta de unos pocos miembros, no puede desposeerla de su legitimidad.
Es misión de la Iglesia reunir al mundo en la unidad bajo Cristo, que es la cabeza, a fin de ofrecer al mundo aquella unidad a la que conscientemente aspira, aunque, según todas las apariencias, de un modo estéril.
El movimiento de unificación del mundo, que hoy adquiere carácter planetario, adolece de una doble y flagrante contradicción. La primera es la progresiva fragmentación de la humanidad en dos bloques heterogéneos: el más pequeño, constituido por las naciones explotadoras, con elevado nivel de vida; el más grande, formado por los pueblos oprimidos, pobres y hambrientos. Sociológicamente, la Iglesia está ligada en su mayor parte al primero. Pero, por otro lado, vivimos en éste un rápido desmoronamiento del ethos: la acumulación de bienes engendra hastío, aburrimiento, necesidad de evadirse de este mundo artificial, ya sea a través de la embriaguez y del éxtasis, ya sea mediante la subversión anarquista de lo establecido (lo que pueda venir a continuación es indiferente).
Por lo que respecta a la problemática primera, la Iglesia ha de solidarizarse con los pobres y los oprimidos, no sólo haciéndolos conscientes de la dignidad personal del hombre, sino también combatiendo y atacando públicamente a los sistemas económicos basados en la explotación allí donde sea posible. Lo que hasta ahora habían hecho siempre algunas élites de la Iglesia, a saber, interesarse por los pobres, los débiles, los desamparados, los niños y los ancianos, los enfermos y los moribundos, se plantea en este momento como la auténtica tarea cristiana (teórica y práctica) a un nivel que ya no es particular, sino planetario, y se plantea a partir de la conciencia católica de la unidad de la humanidad en Cristo.
La segunda tarea es aún más difícil (Teilhard de Chardin ha presentido acertadamente su actualidad): se trata justamente de que la historia moderna de la libertad de la humanidad conduce a un punto en el que esta humanidad ya no ve ningún motivo suficiente para seguir adelante, y cae en la tentación de destruir el mundo y de autodestruirse. En esta situación, sólo los cristianos pueden tener motivo y ánimos suficientes para seguir recorriendo el camino de la historia. Ahora bien, ¿cómo exponer claramente a sus perplejos y desalentados contemporáneos este motivo, que sólo se hace patente en la fe? Primeramente, a través del ejemplo, a través de una solidaridad con aquéllos que se rebelan contra el establishment, la cual, partiendo de una crítica justificada y apelando a la buena voluntad, les demuestre que el cristianismo es algo más que una moral (es decir: amor espontáneo) y que un orden impuesto (es decir: un amor que crea un orden interior y va acompañado de una libertad plena).
No obstante, en modo alguno pueden esperarse sin más éxitos infalibles; suprimir las causas del problema —sobre todo, la acumulación de bienes técnicos de consumo— sin provocar la catástrofe total, es algo que no está al alcance de los cristianos y supera sus propias fuerzas. Al interior de la creciente cuestionabilidad del «único mundo», ellos han de representar la idea de la única salvación e intentar hacerla creíble. ¿En dónde está escrito que la evolución en la que se hallan inmersos los cristianos y que pone en manos del hombre un creciente poder sobre las cosas, deba y pueda conducir al mejor de los mundos posibles? Pero los cristianos son los únicos que pueden oponer a esta evolución que crece desmesuradamente un plan salvífico divino, siempre coextensivo y siempre anticipador, en cuanto escatológico; un plan en el que esta explosión apocalíptica está incluida, se da por descontada y adquiere el sentido de un presagio. Por eso no tienen miedo a lo apocalíptico, pues se les ha hecho familiar a través de la sagrada Escritura, en donde se dice que los hombres «mueren de terror», pero no por ello enmudece el júbilo en el cielo por la «cosecha realizada en el mundo». Y si la Iglesia ha de desaparecer eucarísticamente en el mundo, hasta perder la forma que le es propia, puede reconocer en el naufragio del mundo, cuya «forma» también «pasa», un destino que les es común a ambos y dar una esperanza a un mundo en ruinas.
Hans Urs von Balthasar (1972)