«Memorias de una joven católica» de Mary McCarthy, sin ser un libro memorable, tiene varios puntos interesantes, sobre todo -previsiblemente- para los que nos preocupamos por la vida del catolicismo. Se trata, en este caso (y, hay que tener en cuenta, es un caso; ni más ni menos) de la infancia y adolescencia de una norteamericana en un colegio católico y familia idem (también protestante y judía). Característico, por ejemplo, el diálogo de la adolescente que está «perdiendo la fe» con el sacerdote; esa apologética autosuficiente y miope que algunos todavía añoran.
El padre Heeney parecía convencido de que yo había leído libros ateos; y bromeando me amenazó con el confesonario cuando negué haber leído tales libros. Pensé, con amargura, que aquellos sacerdotes suponían inimaginable que una fuera capaz de pensar algo por sí misma, que todo procedía de la herencia y la lectura… de la misma manera que suponían inimaginable que Cristo pudiera ser «meramente hombre». Y seguían repitiéndome que «debía tener fe», palabra que se fue tornando más y más irritante para mí en el curso de aquellos días. «En nuestros días, Mary» -me explicó el padre- «la razón natural no te lo explicará todo. Hay una pequeña laguna que debemos llenar con la fe».
Sobre este «Dios de los agujeros» (todavía vigente, lamentablemente, aunque menos; estos recuerdos datan de 1925, mientras que el libro es de 1957) la autora anota que, años después, «un día, al llegar a casa, mi hijo Reuel repitió esta frase dicha por su profesor de religión. Me reí (mis curas hablaban exactamente así) y la puse en el diálogo».
Pero lo que más recuerdo es algo del prólogo, citado aquí. Agrego algunos párrafos omitidos que me importan.
A menudo me preguntan si conservo mis tradiciones católicas. Es difícil dar una contestación, debido, en parte, a que estas tradiciones católicas me fueron transmitidas por distintos canales.
Por una parte, estaba el catolicismo que aprendí de mi madre y de los sencillos sacerdotes y monjas de mi parroquia en Minneapolis que, en términos generales, era una religión de belleza y bondad, pese a que no se practicara con la debida perfección.
Pero, por otra parte, estaba el catolicismo del salón de mi abuela McCarthy y del hogar que nos dieron, que era una doctrina amarga y siniestra, en la que viejos odios y rencores se habían cocido en su propio jugo durante generaciones, mientras la ignorancia revolvía orgullosamente el contenido de la olla.
La diferencia entre uno y otro catolicismo quedará de relieve mediante el relato de cierto incidente que ocurrió cuando, a los 17 años, yendo a la Universidad de Vassar, hice un alto en Minneapolis. Para celebrar la ocasión, mi abuela McCarthy invitó al párroco del barrio a su casa con la idea de que apoyara su opinión de que Vassar era un antro de iniquidad. El viejo sacerdote, el padre Cullen, se negó a cumplir los deseos de mi abuela, y sin hacer caso de las airadas interrupciones de su feligresa, me habló de las raras oportunidades intelectuales que Vassar me ofrecería. Es posible que el padre Cullen se limitara a comportarse con tacto, pero nunca olvidaré la gratitud que sentí. No sólo le bajó los humos a mi abuela, sino que demostró grandeza de espíritu, rara cualidad entre los católicos, al menos en mi experiencia… pese a que la falsa magnanimidad es moneda común entre ellos.
A veces he pensado que el catolicismo no es religión conveniente para los seglares, o, al menos, para los seglares norteamericanos, en quienes saca a la superficie los peores rasgos de la naturaleza humana y los inviste de una especie de falsa santidad. En el curso de la publicación de estos recuerdos en revistas, he recibido muchas cartas de seglares y también de sacerdotes y monjas. Las cartas de los seglares –principalmente de las mujeres– son todas parecidas y las tengo archivadas bajo el título de “Correspondencia soez”. A menudo, estas cartas están repletas de faltas de ortografía, a pesar de que los autores aseguran que son gente educada. Y todas ellas, sin excepción, son amenazadoras. “Falsedad”, “deformación”, “mentira”, “hipocresía”, “odio”, “veneno”, “inmundicia”, “basura”, “vulgaridad”, son palabras del vocabulario común a todas estas cartas. Las autoras amenazan con cancelar la suscripción a las revistas que publicaban mis recuerdos, hablan de “muchas otras personas que usted sabe que piensan igual que yo”, es decir, intentan constituirse en grupo de presión. Algunas exigen respuesta. Una señora escribió: “Tengo la impresión de que esto está prohibido por la ley”.
Contrariamente, los sacerdotes y las monjas que me han escrito acerca de los mismos recuerdos dan una nota que casi parece herética. Muchos dicen que mi “sinceridad” los ha conmovido; algunas monjas rezan por mí y los sacerdotes celebran misa a la misma intención. Un joven jesuita me dice que ha pensado en mí, en ocasión de visitar el convento de Forest Ridge, en Seattle, y mirar las filas de muchachas: “Y he caído en la cuenta de que la sorprendente brillantez de aquella esbelta huérfana corría pareja con su altiva resolución e impetuoso empuje. Y no era fácil la vida para ella, en aquellos tiempos. Supongo que tengo el deber de pensar que, técnicamente, es usted una apóstata, que se encuentra fuera de recinto…” Un sacerdote de más edad escribe que estoy salvada, tanto si lo sé como si no: “No le digo dónde encontrará usted su hogar espiritual, sino que lo encontrará, y de esto estoy seguro, puesto que el Espíritu lo llevará a él, incluso diré que, desde mi punto de vista, ya lo ha encontrado, aun cuando debe seguir buscando”. Una monja de Maryknoll me invita a visitar su misión. Ninguno de estos corresponsales se siente obligado a convertirme; todos parecen dejar este trabajo en manos de Dios. Algunos han pasado también por un período de dudas y me lo dicen para demostrarme su comprensión y simpatía. Cada carta tiene su propia individualidad. Lo único que tienen en común es que todas ellas comienzan así “Querida Mary”.
(A mí, la verdad, no me cuesta absolutamente nada creer en todo esto…)
Estoy agradecida a estos sacerdotes y monjas, agradecida de que existan. Seguramente forman una minoría, pese a que lo más probable es lo nieguen, incluso entre el clero. La idea de que la religión debe llevar a uno a ser bueno, idea que tienen los niños, parece informar sus cartas y les confiere un tono amable. Pareciera que son pocos los que albergan tal creencia, creencia totalmente dejada de lado entre los neoprotestantes en boga, en tanto que el católico medio establece muy poca relación entre religiosidad y moral, salvo que se trate de la moral del otro, o sea, de las supuestas influencias perniciosas de los libros, las películas y las ideas en la conducta del otro.
Por lo que he visto, me siento inducida a concluir que la religión sólo es buena para la gente buena, y no lo digo a modo de paradoja sino, sencillamente, como hecho empírico. Como si sólo la buena gente pudiera darse el lujo de ser religiosa, como si para los demás fuera una tentación demasiado fuerte, una tentación a los pecados de orgullo y de ira, sobre todo – también podríamos añadir la pereza. Estoy segura de que mi abuela McCarthy habría sido más buena de haber sido atea o agnóstica. Creo que la religión católica es, en este sentido moral, la más peligrosa (dejo fuera al Islam, del que no sé nada), debido a que, al afirmar que es la única religión verdadera, da pábulo a esa sensación de privilegio al que ya me he referido, la noción que ser católicos es una fortuna que no todos tienen.