La parábola del fariseo y el publicano, lectura del domingo pasado: es de esas que, en cuanto uno pretende aplicarla, indefectiblemente se vuelve contra uno. El fariseo vendría a ser … X; aquel, aquellos. Yo, al menos, no me creo gran cosa, no me creo nada, yo reconozco que lo poquito que tengo lo tengo porque Dios me lo dio, y no me jacto, y soy humilde… Y dos segundos después me encuentro dando gracias a Dios por no ser como X. El fariseo es siempre el otro.
Pero hay más: el otro también puede ser mi yo pasado. Mi yo de hace años atrás (el yo que mi yo actual evoca) no es propiamente este yo, el que está escuchando la parábola este domingo, o escribiendo en el blog. Y así, cuando recuerdo mis pecados, tonterías y vergüenzas antiguas, y agradezco a Dios no ser el de entonces, quizás estoy cayendo en lo mismo del fariseo. Porque no es cuestión de mirar lo que hace o hizo el otro (y si lo vemos, hay que mirarlo con misericordia); la cuestión es lo que hace uno hoy.
Leo en BALF varios escolios (aforismos) de Nicolás Gómez Dávila. Entre ellos, este:
Y me parece bien el aforismo, por más que del otro lado, siguiendo esa dirección, se pueda caer en el conservadurismo o el conformismo. (A un aforismo uno puede pedirle eso, un chorrito concentrado de luz; no matizaciones o panorámicas. Para esto podríamos apelar a Simone Weil: estar atentos, saber percibir el mal, pero también separar cuidadosamente el mal que está en nuestras manos remediar del que no. En lo primero —que es muy pequeño— poner toda nuestra energía activa. En lo segundo, aprender a contemplar la voluntad de Dios.)
Pero, ya que de neófitos (o conversos recientes, que es más o menos lo mismo) estamos hablando, atengámosnos al escolio-aforismo. Que también los cristianos necesitamos madurez, para entender que no estamos encargados del mundo. Ni de sanarlo, ni de abrirle los ojos.