Y no, ya se sabe, no tenía yo muy buen concepto de Bergoglio. No era precisamente cuestión de desacuerdos, más bien de total falta de sintonía. ¿Ideas o actos? ¿Forma o fondo? Digamos que las formas me resultaban indigeribles, y el fondo inescrutable – al punto de sospecharlo vacío. No soportaba el estilo de sus sermones; me disgustaba cómo, al parecer, se dedicaba a proveer al periodismo de titulares banales y presuntamente impactantes… un impacto que se reducía, a mi ver, a la inclusión forzada de algun giro informal, cuando no chabacano, como calculado para romper con la retórica eclesiástica pomposa. Y no es que uno esté encariñado con esta retórica, ni que se oponga a los giros informales; es que esas expresiones me sonaban afectadas, como una campechanía artificial, sin llaneza y sin habilidad; otra forma de pomposidad. Esto parecerá mero reproche de estilo, pero en mí pesaba bastante – en parte, por reacción contra los aplausos ineptos. Y más allá de este cuestión estilística… no veía mucho más; dudaba si había algo más (Bergoglio no era de escribir ni dar entrevistas; y uno es de leer). No era tampoco cosa de derechas o izquierdas. Era cosa de… nada. Lo conocía poco, y lo poco que conocía no me atraía nada. Cuando se daba la ocasión de asistir a un sermón suyo (alguna Semana Santa, alguna peregrinación a Luján… y los 15 de agosto que solía decir misa en mi parroquia) yo solía huir.
¿Cómo recibí la noticia de la elección? Sorpresa mayúscula, como todos. O mayor que todos. No diré que alegre. No diré que comulgué, entonces y los días inmediatos, con el palpable contento (también sorprendente, para mí) de la mayoría de los compatriotas. Y sin embargo… cómo explicarlo… (trato de no maquillar nada)… además de la sorpresa del resultado, me sorprendían mis sentimientos. Debería estar agarrándome la cabeza, me decía (estaba solo) al momento que salió al balcón … debería sentirme un poco triste, desolado, decepcionado… y no. Explicable en parte por la intensidad emotiva del momento, con toda la excitación previa; y no descarto explicaciones menos benévolas (el automatismo cobarde de poner buena cara al mal tiempo; el optimismo irracional motivado por la ansiedad de no quedar mal parado; alguna de las varias formas de «papolatría»; la maligna satisfacción de imaginar el horror en las huestes tradis; etc). De todo puede haber. Pero creo también que contribuyó mi estado de ánimo de entonces, la espera de algo nuevo, (junto con lo que decía unos días antes) ; porque… claro, es fácil criticar a los conservas por su apego a esto y aquello y decirles que lo que necesitan este o aquel sacudón; es fácil cuando esos sacudones esperados e imaginados (esas conversiones, en suma) son para los otros. Tomá; ahí tenés.
Pero si me sorprendió mi reacción de entonces, mucho más me sorprendió lo del año que siguió. Trato de escatimar los juicios, aprobatorios o condenatorios; ni siquiera opiniones; queda dicho que cada vez tengo menos confianza en su valía, en general y en (mi) particular. Pero puesto que, por esta vez, de eso se trata, y puesto que exhibir estas… opiniones mías me acerca más al ridículo que a la jactancia, lo digo con candidez: estoy muy contento con el papa Francisco. Diré más: estoy encantado.
Pero ¿con qué? (decime que te gusta esto, pero no me digas que te gusta aquello; un poco de sentido crítico, por favor… distingamos, hombre, distingamos). Un cuerno. Ese distinguir (la del examinador que pone calificaciones) me parece impertinente esta vez. Si estoy contento, es con todo. Y todo no significa una enumeración de items, sino el conjunto. El papa Francisco y su papado. El fenómeno, si quieren. El conjunto de los escritos (la E.G. me parece hermosa), los dichos, las actitudes, las reacciones de los de aquí, los de allí y los de más allá. Me encanta, por ejemplo, eso que suele hacer de tirarse a la pileta en entrevistas y charlas, de romper con esos miedos enfermizos de los católicos de trinchera a que «los otros entiendan mal», «que lleven agua para su molino» – de animarse (sabiendo de la humana falibilidad, y a pesar de las propias falencia retóricas y acaso intelectuales) a tratar de hablar, con libertad y, si me perdonan la expresión, «kerigmáticamente».
Pero (me dice una vocecita interior) pará un poco; ¿no te da algo de vergüenza, no te humilla escribir esto? ¿no sentís que te expone a cierto ridículo? (Y sí, un poquito, puede ser, cómo no…) ¿No deberías dar explicaciones? ¿No criticabas a los católicos demasiado pendientes de Roma y demasiado poco cercanos -cuando no enemigos- de su obispo y su párroco? ¿Y de Bergoglio, tu ex obispo, no te acordás? ¿Qué? ¿Nadie es profeta en su tierra? ¿Es eso? Pero en tal caso, el juicio del coterráneo también tiene su valor (es un conocer) y su parte de razón debería ser integrada al juicio global; no se ve en tu caso. ¿Es que los periodistas vieron cosas que vos te habías perdido? Vaya clarividencia la tuya, si así fuera… y ¿qué ves ahora y por qué ahora? (de paso ¿te acordás del lector español que te escribió tras la elección medio reprochándote que por tu culpa ya tenía un mala opinión formada de Bergoglio?) ¿O diremos que Bergoglio papa es «otra persona»? (de hecho, todos reconocen que se ve diferente…) ¿Habrá que postular que ha cambiado totalmente, sea por algún factor sobrenatural, sea por algún mecanismo psicológico (sano… o no), y que uno tenía razón en desdeñarlo o ignorarlo antes, y encomiarlo ahora? Pero eso, en tal grado, sería poco creíble; y tampoco podés negar que varios rasgos individuales suyos que te molestaban (ciertos modos dialogados de dirigirse al pueblo en los sermones) siguen ahí, y que tampoco te gustan ahora. Y, ahora como entonces, estás convencido de que Bergoglio ni de cerca tiene la elegancia intelectual (y literaria) de un Benedicto XVI, ni -si a eso vamos- el garbo y la simpatía natural de un Juan Pablo II. ¿Y entonces? ¿Cúal es tu defensa?
No sé muy bien. No me importa.
Queda dicho: tengo en muy poco aprecio mis opiniones, no son mi tesoro -o no quisiera que lo sean. Y es perfectamente posible que, por añadidura a todo lo anterior, dentro de un par de años tenga que avergonzarme de haber confesado mi entusiasmo con el papa Francisco. Ningún problema. En cierta manera, mejor así. Lo que necesito del mundo (que es decir, de la vida; y que también es decir, del papa de turno) no es precisamente que confirme la calidad de mis opiniones. Si yo no estoy contento con mi cristianismo, lo que necesito en primer lugar es convertirme; preocuparme en primer lugar (y peor, angustiarme o deprimirme) por «el cristianismo» y el mundo, por el «estado de la Iglesia», y medir todo, como desde afuera, con la vara de… mis opiniones, es la receta para no convertirme y no sanarme. El problema más grave y urgente que tiene el catolicismo, en lo que a mí atañe, soy yo.
Mi satisfacción, mi sensación de que era esto lo que andábamos necesitando, se ve confirmada cuando caigo a leer, por mis pecados, las reacciones que el papa -y lo que con él viene- provoca en los super católicos (de aquí o de allá) a contrapelo de los católicos de a pie. No es por malevolencia hacia aquellos católicos, a los que quisiera poder ayudar (y si no a ellos, a sus hijos, cuyas cargas probablemente pesarán el triple). Sino porque en sus exhibiciones de católicos saberes, desolaciones y ansiedades, y en el eco que despiertan en mí, percibo con nitidez lo pueril de mis propias prevenciones, la buena ley de aquella alegría católica de a pie, y, sobre todo, la necesidad que ellos como yo tenemos de que el cristianismo nos de, más que una sorpresa, una completa paliza; la necesidad de convertirnos. Después, si quieren, podemos sentarnos a discutir si la Iglesia debería hacer esto o lo otro, si tal o cual escrito, dicho o gesto del papa fue oportuno o no; y lo discutiremos a conciencia y acaso con pasión, pero no antes de poner en claro que, en lo que seguir a Cristo se refiere, todo eso tiene no mucha más relevancia que evaluar la formación de la selección argentina para el mundial de fútbol.
A pocos días de la elección, un conocido intelectual argentino kirchnerista, mientras todos estaban tratando de acomodarse al nuevo escenario, habló en contra:
… El estilo de Bergoglio lo conocemos bien, son estilos demagógicos … No puede ser que compañeros nuestros entren en esa superchería … Yo no me voy a dejar engañar por una persona, ¿cuántas han pasado por tu vida que eran flor de crápulas y hablaban lunfardo?… Ratzinger es de derecha, pero es más interesante porque tenía una idea spinozista del mundo: Cristo era una estructura del mundo. Era un tipo intelectual. Ratzinger era alemán, y no iba a decir «Y la cosa así no va».
Me gustó la honestidad del tipo, y me pareció atinada la comparación. Estábamos de acuerdo en añorar la intelectualidad ratzingeriana, y su discreta elegancia. Él era uno de los nuestros, podríamos decir. Y me gustaba eso, que fuera no sólo «uno de los míos», sino «uno de los suyos», es decir, alguien capaz de despertar algún respeto y aprecio entre los intelectuales -incluso, y en especial, los de afuera. No por una cuestión de status ni de marketing, sino porque el catolicismo nunca fue antiintelectual, y porque ese diálogo «en las alturas» es necesario para las dos partes. Y, efectivamente, la diferencia de fondo es inseparable de la diferencia de formas: Ratzinger no iba a decir nunca: «Y la cosa así no va».
Esta expresión la tiró Bergoglio ya en su primer homilía papal… (y en obstinato, por duplicado; la traducción oficial decide -lógica o absurdamente, según se mire- borrar la informalidad: «algo no funciona») y es un típico ejemplo de esos giros que decía al principio, sospechosos para mí de llaneza afectada, aptos para titulares… No me costaría nada, pues, acompañar en el sentimiento a este intelectual. Pero resulta que no quiero, no pienso acompañarlo. Y no por ser él quien es, o por tener tales ideas políticas o religiosas. Tampoco porque mis gustos hayan cambiado (por lo menos no tanto). Sino porque… es así, es verdad tal cual: «la cosa así no va». No va que me quede en eso, en sintonías intelectuales y teorías católicas. Y me gusta (casi me parece un signo) que esta frase tan típicamente bergogliana me aparezca aquí, en esta primera homilía papal (en la que además nombra a Leon Bloy), que sea citada por este intelectual como motivo de desprecio, que yo me sienta tentado a estar de acuerdo… y que me resulte tan fácil rechazar esta tentación. Porque la frase resume lo más importante que tengo que decirme a mí mismo – ya la adopto como lema. Y porque de alguna manera, esforzarse en ver esto precisamente en esta frase (y no a pesar de la objeción estética, sino en ella misma) es para mí algo así como ver el dedo de Dios que mueve al mundo – y que elige a los papas.
Caminar. «Casa de Jacob, venid; caminemos a la luz del Señor» (Is 2,5). Ésta es la primera cosa que Dios ha dicho a Abrahán: Camina en mi presencia y sé irreprochable. Caminar: nuestra vida es un camino y cuando nos paramos, la cosa no va. Caminar siempre, en presencia del Señor, a la luz del Señor, intentando vivir con aquella honradez que Dios pedía a Abrahán, en su promesa.