Es una pequeña escena de Samaria (Kim Ki Duk – Corea – 2004).
El padre, viudo, católico, acostumbra a contar historias a su única hija adolescente, mientras la lleva al colegio; relatos devotos de la lejana y católica Europa, sobre apariciones y milagros. Pero esta mañana no dice una palabra. Ayer ha descubierto que su hija se prostituye. Desconoce las circunstancias, retorcidas y singulares; y no lo consolaría mucho conocerlas. Ella no sabe que él sabe; quizás empieza a sospecharlo, quizás no.
—¿Para qué? Si tú no escuchas.
—Yo siempre escucho.
No queda muy claro si ella de veras escuchaba, o si le fue de algún provecho. Quizás era su manera de decirle: «Aunque te parezca que no escucho, aunque a mí misma me parezca inútil, igual aprecio -y necesito- que me cuentes tus historias». Y que no hay por qué pretender que la semilla germine muy pronto -ni siquiera que germine al modo que imaginábamos.
Como una forma de esperanza. De los dos lados, del padre y de la hija. Y conviene mirarse en los dos lados, creo. Confiar en que —a pesar de todas las apariencias— nos escuchan, si es que hablamos con amor. Y confiar en que nosotros escuchamos —a pesar de todas las apariencias, de lo que a nosotros mismos nos parece—, puesto que se nos habla con amor.
En la película, el padre al fin accede a contar su historia: «En un pueblito de Italia, tres niñas fueron a jugar al bosque y entonces […]» Al terminar, ella pregunta: «Papá… ¿tú crees en los milagros?»
«Ya quisiera yo un milagro…»