Si acaso no creemos ser «dueños de la verdad» (¿y no?), por ahí sí nos creemos dueños del bien. No individualmente, tal vez, pero sí sectariamente. No seremos buenos, pero somos del club de los buenos.
Antiguamente, en las reuniones sociales (creo que hoy no tanto, pero no sé, salgo tan poco) las mujeres solían prohibir a los hombres «discutir de política o religión». Muchos (Chesterton y chestertonianos, para empezar) repudiamos esta prohibición como una frivolidad («¿de qué otra cosa vale la pena hablar?»), pero, en la medida en que olvidamos el otro lado de la cuestión también nuestro repudio puede pecar de frívolo. Se trata, obviamente, de que tales discusiones, en principio muy interesantes y humanas y varoniles y todo lo que quieran, suelen violentar y envenenar la convivencia. Dos personas disienten en sus opiniones… y esa disensión llega a causar irritación, disgusto y resentimiento. ¿Por qué? Sería comprensible que yo odie a alguien que se me revela como enemigo personal, que quiere hacerme daño; pero ¿por qué sulfurarme contra alguien por sus opiniones políticas o religiosas? ¿Será que es un precio a pagar? Pero ¿precio… de qué?
Decíamos ayer que el hombre malo a secas, el que -como aquel de Solzhenitsyn– simplemente obra mal, naturalmente inspira rechazo, acaso horror. Pero este sentimiento es débil e inofensivo, es muy poca cosa, en comparación con el otro, el que inspira el que está del lado malo, y que por lo tanto es nuestro enemigo, no personal, sino de partido – es el odium theologicum. (Latinajo este que los católicos militantes amantes del latín… litúrgico suelen esgrimir para refererirse casi exclusivamente al «odio contra la religión»… o sea, contra nosotros, los católicos.)
Tales odios son naturales, y hasta cierto punto, supongo, inevitables. Xenofobia y racismo eran sus formas antiguas, demasiado humanas y hoy, por lo mismo, demasiado reprimidas (tenemos otras categorías – como los «fachos», o los «progres»)… Claro, cualquiera es capaz de admitir lo obvio: que ellos-los-malos tienen gente buena, y que nosotros-los-buenos tenemos gente mala. Sí, por supuesto. Pero… más allá de esa moral de vuelo bajo, está lo que importa, la pertenencia a la tribu, la fe o la ideología correcta; si estás del lado bueno, entonces, a pesar de tus faltas, en lo fundamental tenés el corazón en su sitio; y si no, a pesar de tus virtudes, tenés algo irremediablemente sucio, como una impureza de sangre. Por ejemplo… expresar admiración por Videla (en ciertos ambientes), o ser militante abortista (en otros ambientes) … son pecados que están en un plano completamente distinto, un plano inconmesurable con los pecados comunes: robar, mentir, violar, matar. Te pone aparte. Nunca podremos sentarnos a la misma mesa, nunca podremos comulgar.
Y es comprensible la tentación… Después de todo ¿cómo aceptar que lo que importa es la simple existencia nuestra, esa retahíla de acciones y pensamientos banales en que los hombres gastamos los minutos de este día, los días de este año? Nuestra mediocridad es tan notoria y tan común, ese campo de acción es tan chato, nuestras maldades y bondades cotidianas son tan insignificantes, es tan penoso contarlas y pesarlas, tan humillante… No, no puede ser que debamos ser juzgados -no puede ser que juzguemos- por esas trivialidades; lo que debe pesar en la balanza es otra cosa, algo que está en otro plano superior. La piedra de toque debe ser una posición — y con ella, una pertenencia. ¿Estás a favor o en contra de Macri, de Kirchner? ¿de la comunión en la mano? ¿del aborto? ¿de la Iglesia católica? ¿De Dios?
Dije una vez de mi pequeña desilusión de cuasi neófito cuando me enteré de que, según los teólogos católicos, Dios no estaba «por encima del Bien». Es que, pienso ahora, estar del lado de un Dios tal, me habría hecho partícipe de ese bien superior (incluso sin práctica ni conocimiento de tal bien, simplemente por adhesión); y, en consecuencia, los no creyentes quedarían poco menos que condenados a un bien meramente humano; «vicios espléndidos» en el mejor de los casos (tal como, a los ojos de un marxista, la caridad de un cristiano que ayuda a los pobres, pero no ayuda a la revolución).
Y me temo que la atracción que algunos católicos sienten por algunas afirmaciones luteranas o kierkegordianas (como la de «la suspensión religiosa de lo ético») está fundanda en gran medida en aquellos sentimientos. Pero de esto también he dicho algo.
Lo que yo más temo, por mí y por mi entorno, es la deformación religiosa. Leo blogs católicos que se dedican casi exclusivamente a aquello: a exacerbar el sentimiento de que «el bien está de nuestro lado», casi siempre señalando con indignación qué malos son «los otros». Más y más leña para alimentar el fuego; y no veo que sea el fuego del celo cristiano, ni siquiera (menos) ese «fuego» que Jesucristo vino a traer al mundo. Se trata, simplemente, de incitar al odio. Religiosidad irreal.
La militancia pro-vida es un ejemplo. La indecencia (exhibición de fetos) elevada al rango de virtud («nosotros no nos andamos con eufemismos a la hora de defender la vida»), las deshonestidades (Lying for Jesus), las injusticia y el desprecio por la inteligencia y la caridad. Todo vale. ¿Por qué? Porque estamos defendiendo el bien, estamos del lado bueno, y es esa pertenencia lo que cuenta, por encima de todas las otras presuntas faltas. Somos imperfectos pero… defendemos el bien, ergo somos buenos.
Ahora bien: cuando el punto que separa los grupos pasa a ser el bien primordial, y cuando el resto, el bien a secas, el que cualquiera puede reconocer por solo pertenecer a la familia humana, pasa a ser relativo y desdeñable, entonces la familia (los hermanos) no pueden entenderse. Y yo no quiero aceptar esto, no creo que un cristiano (y con más razón, un católico) pueda aceptarlo; no quiero imaginar que un pro-aborto y un pro-vida viven en mundos morales diferentes y que deben ser juzgados (por Dios y, en lo que nos toca, por los hombres) según el bando al que pertenecen y por el enemigo que odian, en lugar de por el bien que hacen y el hermano que aman.
Y mientras prometo terminar con un ejemplo extra (y deplorable), vuelvo a referenciar el discurso de Benedicto XVI en Ratisbona.
PS: y esto también viene a propósito