Partir es morir un poco, decían.
Partir; irse uno, de a poco, lejos. Irse yendo, igual que se va(n) yendo lo(s) que uno quiere. Irse al desierto, para morir al mundo, como aquellos monjes de antaño (pero, ¿estás seguro de lo que hacés? -le susurra el diablo a san Antonio – ¿no ves que el mundo y su historia siguen fluyendo, no ves cuánta potencia y belleza mueve la civilización, no ves que hay tanta gente necesitada de luz, que hay tanto que vivir, juzgar y enderezar, no ves que podrías participar de la empresa y dejar tu huella?). Concupiscencia de la vida. Desgajarse, relegarse. Perder contactos y perder contacto. Irse de la fiesta, temprano y solo (y desear que la pasen bien; que el mundo siga andando). Salirse de foco. No leer los diarios, no opinar, no despotricar, no aplaudir. No entender bien qué piensan, o de qué hablan. No adaptarse, no formar parte (tampoco -sobre todo!- de los inadaptados). Perderse el tren. Ir perdiendo la mano, el pulso. No figurar, no estar. Jubilarse, entrar al geriátrico. Niebla y ruido; sordera, ceguera, Alzheimer. Non plus ultra.
Todo es un poco como partir, que es un poco como morir. Bien mirado, no debe ser triste. Cuesta mirarlo bien, sin embargo. Se ve demasiado duro cuando se trata de uno, demasiado fácil cuando se trata de los otros.
(Por ejemplo: darse de baja en Facebook, hoy, puede ser como irse al desierto, como morir un poco. Y puede hacer bien, espero; aunque más no sea a modo de leve —levísimo— entrenamiento.)
H. F. Amiel – Diario – octubre 1856