Uno de las miniaturas de «Shalacos» (Jorge W. Ábalos), recuerdos de un maestro rural en Santiago del Estero.
Ha caído una helada de esas que pelan. El frío de anoche y el cielo despejado lo anunciaban. Los chicos van llegando a la escuela en esta mañana, con sus narices enrojecidas, encogiditos de frío. Muchos de ellos tosen. Se acercan a la fogata del patio en las que las ramas de jume arden juguetonas. Los chicos se acurrucan alrededor del fuego. Algunos de ellos meten los pies desnudos en la ceniza tibia. Pronto comenzará a hervir el agua para el mate cocido.
En un balde que permaneció a la intemperie la noche anterior se ha formado una gruesa costra de hielo. La saco para mostrarles la intensidad de la helada. Es un disco que debe de tener más de dos centímetros de espesor. Luego de explicarles cómo es que el agua se solidifica, hago ademán de arrojar el trozo de escarcha. Ansha me detiene:
—No rompas la ckaza, señor. Si lo haces, se levantará un viento frío.
Coloco cuidadosamente la escarcha cerca de la pared del rancho para que nadie la pise. Vuelvo a la rueda. Ili, que está sentado a mi lado, me comenta:
—Dios ha estado muy contento anoche.
—¿Cómo lo sabes?
—¿No has visto, señor, cuántas estrellas había en el cielo?
—¿Vos te alegras, Ili, cuando Dios está contento?
—¡Es claro, señor!
—Entonces… ¿te portas bien para que él esté contento?Ili me mira sin comprender.