A veces ocurre que hemos leído demasiadas recomendaciones de —por ejemplo— tal película, y suponemos que su buena fama es merecida. Al fin nos sentamos a verla, con la mejor predisposición y con ganas de sumarnos al disfrute de los entusiastas (y ya, aun antes de apagarse las luces, nos imaginamos compartiendo el entusiasmo)… y entonces nos llevamos una decepción, más o menos confesada. No hablo aquí de las decepciones que podemos imputar a la calidad de la obra, y que nos autorizan a mandar al diablo aquellas recomendaciones; sino de cuando sentimos que nos hemos perdido algo, que ha habido algún malentendido. Quizás más adelante lleguemos a apreciar la película; quizás mucho, y quizás enseguida, al salir del cine nomás; pero… en cualquier caso, no fue lo que esperábamos; nuestra ilusión anticipada de comulgar con el disfrute de los admiradores quedó frustrada.
Suele decirse en estos casos que uno se había hecho «demasiadas expectativas». O que uno tenía «expectativas muy altas». Pero no. Eso significaría que la obra real estuvo por debajo de la obra que habíamos imaginado, y no es eso. O que habíamos esperado una película de nueve puntos, resultó ser una de siete; y tampoco es eso. Nuestra decepción, bien mirada, no dice nada en menoscabo de la obra, sino de nosotros; no se trata de la calidad de la película sino de la calidad de nuestra expectativa. No es que «imaginábamos más», si no que imáginabamos otra cosa; y ese equívoco nos estorbó para apreciar la calidad de la cosa real. Si algo estuvo por debajo de nuestras expectativas habrá sido nuestro disfrute — pero, precisamente, el disfrute real se vio estorbado por el imaginado. La anticipación perjudicó la experiencia.
Además, el impacto de una obra de arte opera en profundidad, y bien puede no sernos evidente en el primer momento; quizás el gusto por la obra, —incluso la conciencia que tenemos de ese gusto— se vaya desplegando en el tiempo. En tal caso, la ansiedad por el disfrute inmediato, el impulso de juzgar, de auscultar en uno mismo si el impacto recibido se correspondió al esperado («funcionó» o «no funcionó»), debe ser contraproducente.
Mejor que hablar de expectativas altas, entonces, sería hablar de «falsas expectativas» – si la falsedad se entiende así.
Lo pensaba ayer, a cuento de La tumba de las luciérnagas (Ghibli), cuyas recomendaciones suelen ir acompañadas de la advertencia-promesa: «Te va a hacer llorar». Y así ocurre que muchos —jóvenes, sobre todo— la encaran con esa expectación (así como se sientan a ver películas de terror «para asustarse», y miden la calidad según ese criterio de efectividad: si nos asustó poco, valió poco). Y viene la decepción, y la protesta: «No me hizo llorar!»; un equívoco que también ocurre del otro lado, con los que se dan por satisfechos porque sí lloraron.
Y recordé también algunos antiguos equívocos propios… A ver… «Close to the edge», de Yes, el primer disco que escuché del llamado «rock sinfónico»; un género que, según había leído, conjugaba de alguna manera la música clásica con el rock… No sé muy bien qué esperaba escuchar, pero sí que tenía poco que ver con aquello; sólo más tarde supe que lo encontrado era mejor que lo imaginado (¿qué imaginaba? ¿algo tipo Atom heart mother quizás? probablemente algo mucho más banal, un Beethoven con batería, vaya a saber). Y mejor no sigo rebuscando recuerdos.
Es por todo esto que muchas veces me asaltan dudas sobre la conveniencia de recomendar cualquier cosa. Trátese de Miyazaki o de Wodehouse, cualquier encomio, cualquier descripción de sus virtudes, de por dónde va la calidad y el disfrute, todo propicia el equívoco y la decepción. Uno trata de difundir el entusiasmo y de despertar el interés… pero cuando llega momento en que el interesado se sienta a ver la película, uno querría poder decirle: olvidate de todo, no imagines nada, no esperes nada.
En ese sentido, aquella frasecita del BAFICI («Esperamos ver lo que no esperamos ver») tampoco viene mal.
Y a estas alturas el sufrido lector estará esperando (con más resignación que ansiedad) la aplicación de todo esto a otros ámbitos, la referencia a otras falsas expectativas humanas, y el riesgo de perdernos cosas más altas que películas o novelas, por esperarlas (anticipando en la imaginación su disfrute) equivocadamente. Cada cual verá lo que le toque: amor humano, matrimonio, paternidad, religiosidad, vida afectiva, intelectual o espiritual — vida, a secas.
Trasponiendo apenas una sentencia de Simone Weil, podríamos decir que el hecho de que nuestras expectativas falsas nos terminen decepcionando es justo — y saludable.