… Ya sé que apenas lograrás convencer a nadie… como apenas lo he logrado yo. Una de las mayores desgracias que pesa sobre el común de los pobres mortales, es su falta de imaginación, y carecen más de ella los que más presumen de tenerla, confundiéndola lastimosamente con cierta memoria que nos trae a las mientes las imágenes que por ahí corren y pertenecen al común acervo. Es la falta de imaginación lo que impide a las más de las gentes imaginarse lo que sería una sociedad con otra base moral o económica que la nuestra. Observa que cuando las gentes hablan de lo que sería la sociedad si desapareciese de ella la institución de la propiedad privada del suelo, pongo por caso —y esta es observación que la han hecho varios—, discurren como, si borrada tal institución, siguiese lo demás como hoy está constituido, y se dicen: «si desaparece la propiedad privada del suelo, desaparecerá la herencia; y si mis hijos no han de heredarme, ¿para qué habría de trabajar yo?», con otros razonamientos por la misma línea. Y así en todo. Que es como si al decirle a uno que le iban a dotar de alas empezase a calcular lo que él sería hoy con alas, sin advertir que dejaría entonces de ser el que hoy es para ser otro.
Fíjate y estudia a todos los sectarios, a todos los dogmáticos, a todos los que dicen y sostienen que si se borrase de la conciencia de los hombres tal o cual principio ético o religioso, que ellos creen el quicio de la vida social, la sociedad se destruiría; fíjate en ellos y estudíalos, y verás que de lo que carecen los pobrecillos es de imaginación. Un día le oí a uno de tales decir que sería imposible una sociedad bien ordenada si desapareciese por completo de todos y de cada uno de sus miembros el temor a las penas eternas del infierno y la creencia en ellas, el miedo al diablo y a la muerte. Y me dio lástima de tanta falta de imaginación y de sentido humano. El pobrecillo no se imaginaba que pudiesen obrar los demás el bien por motivos muy distintos de aquellos por lo que él cree obrarlo. Y digo cree, porque estoy seguro de que él mismo no se refrena de hacer el mal por los motivos por los que él cree refrenarse, sino que estos motivos los inventa a posteriori para explicarse a sí mismo su conducta. Porque sentimos una furiosa necesidad de explicarnos a nosotros mismos nuestra conducta y de darnos cuenta de por qué hacemos el bien o el mal.
Y de esto mismo nos cura también la soledad ensenándonos a resignarnos a nosotros mismos y a aceptarnos tal y como somos y a perdonarnos nuestras propias faltas, sin intentar penetrar en su razón. Porque eso de tratar de explicarnos a nosotros mismos nuestra propia conducta viene de la necesidad en que a menudo nos vemos de tener que explicársela a los demás; y si nos empeñamos en buscar un fundamento a nuestras buenas acciones, es porque el prójimo desconfía de toda bondad que no se parezca a la suya, y no cree en que uno pueda ser bueno porque sí. Es también esta miserable vida social en que nos juntamos para huir cada uno de sí mismo lo que nos hace buscar fuera de nosotros mismos, en una norma social y colectiva, el fundamento de nuestras buenas acciones. Y por eso es por lo que la soledad nos enseña a ser buenos de verdad, y nos lo enseña la verdadera soledad, esa soledad que podemos conservar aun en medio del bullicio de las muchedumbres, y no recojiéndonos y encerrándonos en nosotros mismos, sino derramándonos en ellas…
Miguel de Unamuno – Agosto de 1905