Bloy y la Verónica – I

Un episodio de la vida de León Bloy. Protagonistas: él y una mujer, Ana María —Verónica en la ficción (pues el episodio lo recreó después en su novela «El desesperado»; en verdad, no hacía falta novelarlo, y creo que me quedo con la versiòn real).

Año 1877, Bloy tiene 30 años. Provinciano, llegado a París a los 18; ha tenido una conversión fulminante al catolicismo a los 23, seguida de unos años de enorme fervor religioso, entusiasmo de escritor en pañales y berretines de militancia en los medios católicos. Ahora, con algo menos de ingenuidad y los imaginables desengaños sobre la calidad (espiritual, estética, moral… cristiana) de aquel catolicismo militante francés (Veuillot…), sin mayores logros literarios en su haber —ni en repercusión ni en calidad— y con mucho problema para parar la olla, cruza a Ana María en esas calles de París.
Ella, de su misma edad, de origen humilde, ex costurera, postulante a monja rechazada, sin familia, se dedica ocasionalmente a la prostitución. Así se conocen; y se terminan enamorando. Si Bloy trata de enderezar lo que empezó mal, ni sus intentos evangelizadores ni sus propósitos de castidad tienen mayor éxito. Trata al menos de subvencionarla, para sacarla de su oficio , mientras se pregunta si hacerse monje, si casarse o qué… Ese año mueren sus padres, con meses de diferencia.

Un día del año siguiente quema las naves, renuncia a su empleo en una oficina -confiando ingenuamente en una promesa de un puesto de «editor católico» en Canadá (?)- y, se mete en un monasterio trapense durante unos meses, para decidir su futuro. Escribe mientras tanto a su Verónica (desesperada porque él «se escapó» sin avisar) para darle ánimos. El retiro no le es de mucha ayuda: adivina que la vida religiosa no es para él, pero tampoco el matrimonio parece muy viable. Cuando sale, pues, todo está igual, y encima sin trabajo.

Aunque, no; no todo está igual. Verónica se ha convertido al fin. Bloy encuentra ahora a una cristiana ferviente, decidida a dejar su vida pecadora, y aparentemente olvidada de la carne. Quiere volver a la costura, pero su vista se ha estropeado. Bloy trata de mantenerla, haciendo «changuitas» y mendigando a sus amigos para poder pagar dos alquileres… y ocultando esta relación —casta ahora, pero problemática de todas maneras— a sus amistades. Vida imposible.

Como si todo esto fuera poco, Bloy había conocido (en el mismo año clave, 1877) a un abate Tardiff, que le había hecho devoto de la aparición de La Salette y —sobre todo— le había enseñado un modo —simbólico, místico— de leer la Escritura y la historia. Es toda una renovación religiosa e intelectual para Bloy, una llave que le abre una puerta; imagina haber encontrado su misión en la literatura católica -con el abate Tardiff como guía … y mecenas. Por fin. Pero éste muere sorpresivamente en 1879.
Ana María comparte esta época, vive ese entusiasmo y esos fervores de una exégesis henchida de magnificencias. Y la ignorante costurera ex-prostituta empieza a asombrar a Bloy con sus propias lecturas, con sus meditaciones y sus visiones. Bloy tiene la certeza de estar asistiendo a un hecho místico de primera magnitud, y lo comparte con su amigo Hello. Los tres se reúnen a hablar de Dios, y sobre todo a escuchar -con alguna especie de gula mística- las deslumbrantes revelaciones de Ana María.
Un día, ella revela a Bloy un terrible «secreto» que sólo le concierne a él, presumiblemente algún papel que cumplir en el apocalipsis que se avecina. El nunca lo revelará, aunque treinta años después dirá que su solo recuerdo aún lo hacía «revolcarse con sudores de muerte».
Porque, al parecer, se viene algo inaudito, algo comparable a la Encarnación, algo inexpresable. Es Jesús que al fin -después de diecinueve siglos- es desclavado de la Cruz; es el Advenimiento inimaginable del Espíritu Santo, es la Gloria de Dios, es el fin del mundo -de este mundo, al menos; de este mundo horrible que desprecia al Dios crucificado.
Son los primeros meses de 1880; y Ana María asegura que antes de esa Semana Santa algo terrible ocurrirá. Como última fecha posible, fija la fiesta del patrocinio de San José; no puede pasar de ahí, asegura la vidente, de lo contrario habría «sido engañada como jamás haya podido serlo nunguna criatura de Dios». Bloy quiere creerlo (¡con cuánta ansiedad, con cuánto entusiasmo y cuánto terror! ¿puede uno imaginarlo? yo creo imaginarlo, pero tal vez me engaño) y lo cree; y como quien pone un ultimátum a Dios, empieza a rezar una novena, a terminar ese día señalado, pidiendo -exigiendo- «la Gloria de Dios, ya, o la muerte«.

(continuará) (sigue acá)
# | hernan | 11-julio-2006