El post pasado molestó a un lector conserva (de esos del norte, de los que tienen a George Weigel y Ann Coulter entre sus favoritos, que ponen al liberalismo —el de izquierda; progresismo diríamos acá— como la suprema encarnación moderna del mal, y consideran que los Estados de América están unidos «by the conviction that God has endowed all men with certain inalienable rights: life, liberty and the pursuit of happiness»), y el mismo día mi blog desapareció del listado de su portal católico. Yo sabía que esto de señalar incoherencias tenía sus riesgos. Este, definitivamente, no era uno de ellos.
Riesgos… hay unos cuantos; como siempre que uno hace o dice algo. Pero, diría Sócrates, el peligro mayor no es que te sobrevenga un mal, sino que tu acción haga mal. Sea porque uno no acertó; sea porque no se hizo entender; o sea porque incluso una verdad (parcial, siempre; qué otra nos queda) puede ser uno de esos remedios que empeoran la enfermedad.
Yo, por lo pronto, sigo pensando que la analogía que traje (tiempo y espacio) para señalar una cierta incoherencia es relativamente válida y útil: continuará. Pero aquí me detengo en esta cuestión general: cuál es la utilidad de señalar una incoherencia, y por dónde van los riesgos.
¿Para qué puede servir? Para mover al prójimo, claro está. Pero, ¿mover…. cómo?
Se me ocurre que podemos distinguir dos casos: a veces se trata de mover en un sentido, empujando dentro de la dirección trazada por los términos de la incoherencia —hacia uno de ellos. Otras veces se trata de mover fuera de esa dirección, de replantear las coordenadas.
Primer caso —el más frecuente: Le señalamos a un prójimo una contradicción (en sus teorías o en sus acciones) porque lo vemos parado con un pie de cada lado: un pie en la verdad y el otro en el error. Para nosotros es claro cuál es cuál. Y queremos advertirlo de la contradicción para empujarlo en una determinada dirección, para que termine haciendo pie del lado correcto (nuestro lado ¡ por supuesto!).
Algunos ejemplos, extraídos de polémicas católicas: El abortista X dice creer que todos los seres humanos (sujetos de los «derechos») son iguales, sin graduaciones: es inaceptable poner que algunos son menos humanos (ej: demencia) que otros; por otro lado, pone en duda que un feto sea un humano con derecho a la vida… al menos en sus primeros meses; contradicción. El progresista Y sostiene su moral sexual moderna en el postulado de que todo vale mientras las partes involucradas consientan; por otro lado, se resiste a aprobar el incesto: incoherencia. El filo-lefevbrista Z pretende tener un pie dentro del catolicismo y otro dentro del sedevacantismo: por un lado cree que la nota esencial de la jerarquía católica legítima es su autoridad magisterial; por otro lado, descree que los últimos papas y obispos (en su inmensa mayoría) tengan de hecho tal autoridad (a él no le enseñan nada), y sin embargo los considera legítimos; contradicción. El protestante W admira a san Francisco de Asís -en cuanto cristiano; y sabe que aquel rezaba a la Virgen, aceptaba la autoridad del papa y montones de otras creencias y prácticas «católicas», que un cristiano de verdad no puede aceptar; contradicción. Etcétera.
No importa ahora la calidad de los ejemplos (muy revisables), o en qué medida estamos de acuerdo. Se ve lo que tienen en común. Y se ve un peligro, el más elemental: el de mover en el sentido indeseado. Supongamos (mucho suponer) que nuestra denuncia es justa, que acertamos con los términos (verdad/error), que la incoherencia es tan real y concluyente que que el otro se ve apurado a reconocerla y resolverla: ¿cómo estar seguros de que moverá el pie correcto, y que no perderá la porción de verdad que tenía? Quizás nuestro oponente termine por concluir que, en efecto, un mogólico es humano sólo hasta cierto punto; que el incesto no tiene nada de malo; que Pío XII fue el último papa legítimo; y que san Francisco de Asís no es de imitar. ¿Hemos ganado algo? ¿No era preferible la incoherencia?
Cuestión prudencial, me dirán; si se trata de arrancar a alguien de una posición inestable, hay que intentar prever por cuál lado caerá: está claro. ¿Está claro? No sé. Lo que yo veo es mucha acusación de este tipo (el insulto «hipócrita» tiene una popularidad impresionante: desde intelectuales que polemizan con suficiencia sobre política o religión, hasta las adolescentes que deploran en facebook las minúsculas traiciones de sus amigas, ayer genias super amadas: «si hay algo que no soporto…»), y en todo esto no veo mucho genuino interés por el bien del otro. Marcar una incoherencia sirve más que nada para anotarse un punto, para hacernos sentir que pisamos en firme. No se trata del provecho del otro, sino del mío – del nuestro. Yo. Nosotros. Para variar.
(Nótese además que estas polémicas puede tener efectos retardados, sobre todo cuando se inscriben dentro de disputas «ideológicas», que exceden lo personal o circunstancial. Tal vez yo puedo estimar que mi contrincante nunca llegará a aprobar el incesto; pero quizás su hijo sí; y quizás, en parte, porque yo lo empujé. Y recuérdese también aquella tentación de suponer incoherencia ajena en lo que bien puede ser una especie de equilibrio.)
Es así que la denuncia de una incoherencia o hipocresía ajena, cuando no está verdaderamente —y delicadamente— orientada al bien de un prójimo, puede ir contra la caridad. Y, en tanto pretende ser un acto meritorio, orientado al bien, puede terminar por ser lo que precisamente quiere denunciar: una forma de hipocresía.