No he encontrado jamás en un ser humano semejante familiaridad con los misterios religiosos. Jamás la palabra sobrenatural me ha parecido tan llena de sentido como a su contacto.
Lo dice G. Thibon, recordando a Simone Weil – lo leí hace tiempo, creo que ya lo había citado. No recuerdo otro elogio que me haya causado tanta impresión.
Cuando ella le fue presentada (1941), Thibon no se había sentido muy atraído:
No quiero hablar de su aspecto físico (no era fea, como se ha dicho, sino prematuramente encorvada por el ascetismo y la enfermedad; sólo sus admirables ojos emergían de ese naufragio de la belleza); ni de su vestimenta y maleta, inverosímiles (no sólo ignoraba absolutamente los cánones de la elegancia, sino incluso esos usos elementales que permiten a uno no hacerse notar); me limitaré a decir que ese primer contacto suscitó en mí sentimientos acaso muy distintos de la antipatía, pero no menos penosos. Sentí que me encontraba ante un ser radicalmente ajeno a todas mis maneras de pensar y de sentir, a todo lo que para mí constituye el sentido y el sabor de la vida.
[…] Nuestros primeros contactos fueron cordiales pero díficiles. Yo tenía que armarme de paciencia y cortesía. En realidad, no coincidíamos practicamente en nada. Ella discutía al infinito, con voz inflexible y monótona, y esas conversaciones sin salida literalmente me desgastaban…
Pero enseguida se hicieron muy amigos. Años después, él será uno de sus principales defensores:
He asistido demasiadas veces al despliegue cotidiano de su existencia como para conservar alguna duda sobre la autenticidad de su vocación espiritual: su fe, su desinterés, se encarnaban en todos sus actos, a veces con un irrealismo desconcertante, pero siempre con absoluta generosidad. […] Nunca he dejado de creer en ella.
Y lo que cito al principio – eso, sobre todo.
Digo que aquel elogio en su momento me pareció superlativo; y hoy más que nunca. Una joya preciosa y rarísima.
Porque… de chillonas religiosidades de cartón (sea por el lado fantástico-sentimental o por el racionalista-manualístico) no andamos escasos, digan lo que digan. Pero alguien cuyo contacto te haga sentir nítidamente eso, que en su boca la palabra sobrenatural suene rotunda, llena de sentido – natural. ¿Uds se lo imaginan? Yo, apenas. Y, sin pensarlo mucho, diría que no conozco a nadie (pero conozco muy poca gente, eso también verdad). Y de mí, ni hablemos.
Alguno podrá objetarme que para un cristiano debería haber elogios más preciados. Que lo que dice Thibon de Simone, incluso dándolo por justo, no es más que una especie de brillantez, un tipo de talento, sea congénito o adquirido. Pero que lo que importa no es eso, lo que importa es ser santo. Y quizás salga citándome a Castellani (y a Kierkegaard) con aquello de que el genio no tiene nada que ver con la santidad…
Sí, está bien, pero
1) Castellani es, con toda probabilidad, eso… solamente: un genio; ni es un santo, ni es una autoridad (y sobre eso volveré pronto)
2) «santo» tiene varios significados; está el significado bajo, devocional-moralista, que ya nos ha hecho demasiado mal; está el significado alto, el del evangelio, que bien entendido prácticamente se identifica con el de cristiano; está el significado eclesial institucional, el de los canonizados por la Iglesia; y está finalmente el eclesial no institucional (estrechamente relacionado con todos los anteriores, sobre todo con el anterior), que se aplica a cristianos notorios que con su existencia han mostrado que se puede vivir el evangelio con plenitud, naturalidad y grandeza, y por eso sirven de modelo y de estímulo a sus hermanos -sobre todo a los contemporáneos. Según este último sentido se entiende que los santos deben tener cierta originalidad; y que a, tiempos nuevos, santos nuevos.
3) Y el mismo Castellani reconocía que a él los santos antiguos no le servían de mucho (se entiende que en el último sentido dicho); y que la mayoría de los santos canonizados en nuestros tiempos le parecían, en ese sentido, santos antiguos. (En esto como en todo, repito, Castellani está lejos de parecerme infalible; pero mucho más lejos está de parecerme inservible). Y él citaba a dos que tenía por «santos modernos»: Kierkegaard y Simone Weil.
De acuerdo, pues, en que lo que necesitamos son santos. Santos nuevos. Pero para mí van juntas las dos cosas, casi son lo mismo: sentir esta necesidad, y admirar con Thibon esa religiosidad natural de Simone, esa capacidad de tomar en los labios lo sobrenatural y que suene -hoy, siglo XXI- tan o más real que la otra realidad. Si no me engaño, es la misma sed.