El deber, entonces, es amar lo cercano; lo real; la realidad mía. La trampa (la tentación) es la de amar lo lejano, lo imaginario. Pero, al hilo de lo dicho, parecería que también está mal odiar lo lejano —casi simétricamente. Podríamos pues concluir que el odio, como el amor, hay que ejercerlo especialmente sobre lo vecino: amarás a tu prójimo… y odiarás a tu prójimo. ¿Puede ser?
Para empezar: está claro que esto del odio sólo puede entenderse en un sentido impropio. Así como no decimos (a menos que seamos maniqueos) que bien y mal, el ser y la nada, sean términos simétricos, lo mismo hay que decir de amar y odiar: no son simétricos. El deber de amar es absoluto, el de odiar es relativo. Hablando con propiedad, no hay que odiar — a nadie, nada, niente. ¿Y entonces? ¿Usaremos mejor otra palabra?
Cristo la usó, sin embargo: «Quien no odia a su padre, a su madre[…] no puede ser mi discípulo». Palabras incómodas, si las hay, que los comentaristas tratan de suavizar. Y no sin justificación – si parece que el mismo Mateo lo hizo… Ríos de tinta han corrido sobre este versículo, como sobre todos. Recuerdo que Bloy lo conectaba con lo de Juan 8.44 («Vosotros sois de vuestro padre el diablo…»)… y que Unamuno se irritaba ante los suavizadores, y lo relacionaba con lo de «traer fuego a la tierra». Pero ni Bloy ni Unamuno son autoridades en exégesis, claro está. La interpretación común viene a coincidir básicamente con Mateo («Quien ama a su padre o a su madre más que a mí…»); y más o menos todos sentimos que por ahí viene la cosa, aunque no nos llene, y a veces, según el caso, nos suene a falso. En todo caso, parece que conviene resistir la tentación de deshacerse de la molesta palabrita —odiar— aunque no nos quede muy claro de por qué Jesús la usó (pero ¿la habrá usado? respuesta afirmativa y explicación posible acá).
Y no es necesario tener una explicación redonda del dicho de Jesús para intuir a lo que apunta, y en qué sentido conecta con lo anterior. Entiéndase como se quiera o se pueda este odiar, en algunos puntos podemos estar de acuerdo. Que se trata de un mandato, es decir una tarea —no es un indicio o un criterio. Que nunca puede ser un mandamiento opuesto al del amor, como si debiera aplicarse a quien ha llegado a amar demasiado al prójimo, y tuviera que recortar o buscar un justo medio. Que es una tarea a ejercer específicamente sobre lo más cercano. Que por lo mismo, por oponerse a cierta tendencia natural, es un sacrificio: hay que hacerse violencia.
La explicación de manual dice que hay que odiar al prójimo «sólo en cuanto (nos) aleja de Dios». O, parecidamente, que hay que odiar al hombre pecador «en cuanto pecador», no en cuanto hombre; o más brevemente, que hay que «odiar el pecado y no al pecador». Está bien. Pero… esos «en cuanto» pueden tranquilizarnos demasiado, y escamotearnos la esencia del asunto, con su dificultad y su gravedad; sobre todo, los dos últimos puntos antes mencionados.
Acaso nos creemos capaces de hacer la distinción; si aborrecemos a fulano (y lo hacemos nuestro enemigo, aunque no lo nombremos así) es porque lo percibimos como malo (porque promueve el aborto, por ejemplo)… ergo, lo odiamos «en cuanto pecador», «en cuanto aleja de Dios». Y terminamos haciendo igual que los paganos (amando a los amigos y odiando a los enemigos), en nombre de nuestro celo cristiano. Peor todavía es hacernos la ilusión de que lo odiamos, no porque nos ofende a nosotros sino porque «ofende a Dios». No es así la cosa.
Tampoco es cuestión de delimitar sectores de las personas «en cuanto pecadoras», para enfocar ahí nuestro rechazo. Tengo, pongamos, un amigo querido (quizá un padre o una madre) que quiere eliminar toda imagen religiosa del «espacio público» (nueva consigna del progresismo vernáculo) o que admira a Dawkins, o a Tinelli, o a Victoria Donda; esto me entristece… naturalmente. Puedo decirme que amo a este prójimo y al mismo tiempo odio «esa parte mala» suya. Y puedo llegar a creer que esto tiene que ver con aquel dicho de Jesús -y con lo del evangelio de hoy («…he venido a traer la división…el padre contra el hijo y el hijo contra el padre…»). ¿Será así? ¿tiene que ver? No mucho, me parece.
Yo diría que ese mandato del odio (palabra impropia, repito; y mandato cualificado: «no puede ser mi discípulo») va más bien dirigido contra la relación (filial, marital, civil), contra el lazo, el reclamo, contra la exigencia natural de las relaciones humanas, las que nos religan -al mundo. Cosas sin duda buenas y necesarias (la familia, los amigos, la patria), y que sin embargo hay que odiar, en lo que tienen de ídolos que exigen un servicio absorbente y una lealtad absoluta. Tendemos, naturalmente, a dar por legítima la exigencia (esa es «la Ley»), y el servicio no nos da poco a cambio, casi nos da el aire para respirar; y debemos hacernos violencia para cortar y endurecernos – como ante un hijo malcriado que ya no podemos dejar de consentir. Simone Weil decía algo similar a propósito de esos animales interiores, ricos en astucias y exigencias: «No escucharse. Hacer callar a esos animales que gritan en mí e impiden que Dios me escuche y me hable […] lo que en mí, con diversos acentos de tristeza, exultación, triunfo, miedo, angustia, dolor, y cualquier otro matiz de emoción, grita sin descanso: Yo, yo, yo, yo, yo». Me parece que es lo mismo. De hecho, aquel dicho de Jesús incluye «la propia vida» entre las cosas odiables.
En este sentido hay que «odiar al yo», y en mismo sentido hay que «odiar» al prójimo. Por acá puede verse que la palabra es, en efecto, impropia… pero apta: a tareas duras, palabras duras. Y se ve también que es una tarea, no un sentimiento -ni un juicio. Sobre todo, y para lo que nos ocupa: tal odio nunca puede ser un sentimiento de partido (puesto que debe estar dirigido contra lo más cercano) y nunca puede venir mezclado de concupiscencia.