— ¿Y sus hijos?
— Francamente, siempre he deseado que mis hijos reciban un educación religiosa…
— ¿Y por qué deseó usted que sus hijos recibieran lo que no recibió usted misma? ¿No implica esa actitud un juicio de valor? ¿Considera usted que es preferible una educación religiosa, que la otra implica una carencia?
— Me costaría analizar los motivos de mi preferencia. Algo elevado, bueno… supongo… para mí era valioso, aunque tuviesen que volver luego a las mismas opciones que yo, era preferible que el camino se hiciese así. Aunque más tarde se volvieran ateos, lo serían después de haber pasado en su infancia con el contacto espiritual con la religión católica. […] Mi hijo mayor ha pasado por todas las etapas… primera comunión privada, confirmación, profesión de fe, un poquito de «perseverancia», llevada a cabo en condiciones bastante simpáticas. Ahora, para mi hijo… usted ya sabrá cuál es el problema de fe en los adolescentes, no podría definir su actitud, el fondo de su pensamiento y sus creencias… Le fastidia ir a misa, es comprensible… […] Con él, mi forma de pensar no creó conflictos. Pero con mi hija es diferente […] Durante sus cursos de catecismo, han debido describirle lo que era ser cristiano, y acaso así llegó a decirse: papá es cristiano, mamá no lo es. Pues bien, esa clasificación me chocó.
— ¿No era inevitable?
— Quizás. Pero, naturalmente, esa conclusión lleva a reacciones prácticas. «A mí me fastidia ir a misa. ¡Y tú no vas! Es claro que te molesta todo eso. Pues entonces a mí también.» Y yo trato de contestarle: «Escucha, hija mía… si te interesa lo que pienso, debes saber que sinceramente quise que fueras al catecismo, que tengas educación religiosa…»… Pero resulta muy difícil explicarlo. Me darían ganas de decirle, sencillamente, no te preocupes…
Sabía que mi hija iba a ser bautizada, costara lo que costara. Que no la iba a tener sin saber qué hacer durante años, como yo misma había hecho, dudeando y titubeando, indisciplinada y amoral. Comprendí que eso era lo más grande que podía hacer por mi hija. Pedí para mí la gracia de la fe. Estaba segura, aunque no completamente. Pospuse la fecha de la decisión.
Una mujer no quiere estar sola en ese momento. Incluso la persona más dura y más irreverente se ablanda ante el hecho estupendo de la creación. Hacerse católica significaría afrontar la vida en solitario, y yo me aferraba a la vida familiar. Resultaba duro pensar en renunciar a un marido para que mi hija y yo pudiéramos convertirnos en miembros de la Iglesia. Si yo abrazaba la religión católica, Forster no tendría nada que ver con ella ni conmigo. Por ese motivo esperé. Aquellos meses de espera fui demasiado feliz para conocer el desasosiego de la indecisión…