Hace poco, mirando libros por Av. Corrientes, me detuve ante una mesita de saldos con libros de segunda selección;  varios de filosofía, veo un par que me interesan… Un hombre mayor que también está mirando advierte mi duda, y me señala las Meditaciones (o Soliloquios) de Marco Aurelio: 
«Disculpe que me entrometa, pero soy filósofo, y le recomiendo este». 
Gracias, le digo, pero casualmente lo he leido, hace poco -y con gusto.
 «Ah, qué bien. Es un estoico, sabe. De esos, también puede leer a Séneca…» 
Le comento que -más casualmente- he leído sus «cartas morales» de joven, muy joven (18 años?); le digo que me impactó y me hizo interesar por la filosofía. El tipo parece sorprendido (no tengo aspecto filosófico, se ve) – gratamente sorprendido. 
«¿Las cartas a Lucilio?» 
Sí, esas. 
«¿En dos tomos? Creo que no se están editando»
 «Yo los leí de prestado, de una biblioteca municipal».
 «¡Mire usted!»
 Y si el tipo supiera lo que era aquella biblioteca («Olegario V. Andrade», Junín), y el background del lector, tendría más motivos para sorprenderse; yo mismo,  a tantos años de distancia, me sorprendo y no consigo recordar qué azares me llevaron a semejantes lecturas. 
Como sea, y aunque nuestro diálogo terminó allí (con eso cubrí mi cuota mensual de sociabilidad), me gusta creer que el filósofo se llevó a su casa una módica alegría. 
Semana pasada, en el subte: un vendedor ambulante ofrecía una de esas revistas… Yo iba abstraído, parado y leyendo,
pero algunas frases que alcancé a oir me llamaron la atención: 
«… y como nota de tapa tenemos: una entrevista con Leticia Brédice, nada menos, qué les parece… sí, una estupidez total… y, sí, macho, casi toda la revista es así, una porquería, pero qué vamos a hacerle …». 
Un vendedor simpático. Bien. 
Pero al pasar ante mí: 
«¿Ningún interesado por acá?… ¿Qué estás leyendo, che?… (mira la tapa, con interés) ¿Rosas…? ¿Qué es?» 
Le informo, un poco avergonzado (el tipo habla muy alto y siento que todo el vagón nos mira) que es una biografía de Rosas. 
«¡Ah, mirá! ¿Autor?» 
«Gálvez. Manuel Gálvez».  
«Ahhh … uuuhh… pero Gálvez… es un mentiroso!» 
«Sí… algo así me está pareciendo…» 
«¿Sabés a quién tenés que leer? ¡A Saldías! ¡Leé a Saldías, papá!»
 «Bueno, gracias, lo tengo en cuenta». 
Y termina de recorrer el vagón, con exhortaciones a la felicidad («Hay que ser felices, gente. Arriba los corazones. Y abajo los pantalones, como decía mi abuela.») Antes de bajarse, pasa a mi lado, y me dice: 
«Y sí, medio loco estoy. Pero… hay que vivir, si no… ¡chau!» 
Lo saludo, y me queda un regusto agridulce. Y el remordimiento de no haberle comprado una mísera revista.