De entre los «profetas menores», que estuve leyendo estos días, el libro de Amós (hacia el año 760AC, reino israelita del norte) corresponde a un tiempo de prosperidad que no duraría mucho: cuarenta años después será la invasión asiria y el destierro.
Amós arranca tirando palos a los vecinos, las naciones enemigas del pueblo elegido: Damasco, Filistea, Fenicia… Pero en seguida, medio sorpresivamente, se vuelve contra los suyos. De hecho, casi todo el libro, (de estilo «apasionado e incisivo», como dice el comentarista) son reproches y amenazas contra Israel. Reproches por su infidelidad, por sus injusticias, su falta de caridad, su culto… y hasta por su espera confiada del día del Yahveh. Yo, al menos, no olvidaré este versículo:
En otras lecturas recientes también topé, en la línea de esta serie, con algunas referencias a aquel otro versículo: «Cuando el Hijo del Hombre vuelva, ¿hallará la fe sobre la tierra?».
En este rincón, un libro de Urs von Balthasar contiene una página al respecto. Volveré tal vez sobre ella, pero por ahora baste su respuesta categórica sobre aquella cuestión: «El Señor nada afirma, sólo pregunta», dice.
En el otro rincón… bueno, tengo bastante, pero… para no enlazar blogs, me quedo con un libro de mi biblioteca, que releí parcialmente: «El fin de los tiempos y seis autores modernos» (Dostoievsky, Soloviev, Benson, Thibon, Pieper y Castellani) del P. Alfredo Sáenz, con prólogo de Federico Mihura Seeber.
Literatura de partido, naturalmente, con los modos del conferencista que se dirige a un público adicto. Los autores reseñados comparecen con el uniforme y el maquillaje del partido, y nos dicen las cosas que todos ya sabíamos – pero que nos gusta volver a escuchar una y otra vez, para reasegurarnos que estamos en el lado correcto. Todo cierra. Y no falta ni uno solo de los versículos predilectos, los manoseados de siempre. El que nos ocupa, entre ellos:
Ahora bien, si un libro de estos viene a ser como una conferencia, quizá su principal utilidad sea, no la de ilustrar a su público, sino la de ilustrarnos sobre su público.
Y yo pertenecí a ese público, en buena medida, no hace mucho; en alguna pequeña medida debo pertenecer todavía; y en no pequeña medida (me temo) pertenece gran parte del catolicismo latino actual. Y en este sentido (no me interesa pegarle al libro; casi tan irrelevante como este blog) extraigo algunos textos del prólogo. Su autor dice que todo cristiano que sepa leer los signos de los tiempos que corren debe alegrarse (como él) al evocar el apocalipsis. Porque…
… cuando «los tiempos» se presentan con la gravedad tremenda de los tiempos parusíacos, [la profecía sirve] para consolar a los fieles abocados a la constatación empírico-sensible de la derrota y la persecución.
Muchos de los que lean este libro encontrarán en él, estoy seguro, la misma intensa alegría que me produjo. Porque el descubrimiento de notables y profundos sentidos en la profecía es gozo inefable, cuando la visión de la historia contemporánea es turbadora y amedrentadora…
[…] Porque los signos de la historia contemporánea… creo que hay que ser ciegos para no saber interpretar lo que significan. Hay que ser ciegos, o no querer ver […] se puede creer, y creerse uno mismo, que «la Iglesia está hoy mejor que nunca», que los tiempos, si acaso son malos, no son en realidad tan malos… y que siempre ha habido agoreros…. etc.» Y como el Apocalipsis está llamado a cumplirse en tiempos malísimos: «…no hay temor, hermanos, a que sea, por ahora…» Pero es que los tiempos son malísimos, para el cristiano. El hecho de que nos cueste verlos así a primera vista no les quita nada de su maldad.
Estilo característico, algo menos soportable que el promedio («abocados a la constatación empírico-sensible» es un tremendo botón de muestra…), pero ilustra el tema que nos ocupa, visto desde ese bando: el tradicionalismo católico con su concupiscencia apocalíptica, que da por válido aquel gráfico del apogeo medieval y retroceso moderno de la cristiandad, y no cesa de lamentar que los buenos, últimamente… siempre pierdan.
Por ahí salta una cita interesante, atribuida a Bossuet, que me pareció tan oportuna como desperdiciada:
Lamentablemente la cita viene con una aplicación muy restringida, y por eso pierde su fuerza: solo se trae para disculpar las antiguas previsiones de los apocalípticos del palo que resultaron erradas (y por extensión, las actuales nuestras), arguyendo que solamente se quedaron cortos. Como si toda la luz que pudiéramos esperar del tiempo en que se van desenvolviendo y consumando las profecías fuera esa: las cosas son así (y serán así) efectivamente… así, sólo que peor. Como si sólo hubiera lugar para correcciones cuantitativas, y no para plantearnos si nuestras previsiones no vendrán erradas en un sentido más radical. Lo de «un modo que nunca habríamos previsto» de Bossuet, pues, se entiende como «peor de lo que nunca habríamos previsto». Y es para eso, para medir ese empeoramiento, que observamos los signos de los tiempos.
[…] Benson, por ejemplo, prevé la difusión universal del Humanitarismo como molde religioso del triunfo del Anticristo y de la adoración del hombre; no «ve», sin embargo, la tremenda destrucción moral de la naturaleza humana a la que dicha doctrina daría lugar, y que hoyvemos. Ve al Humanitarismo dotado de las virtudes que aún retenía, en su época, el «modelo» masónico: cierta «honestidad victoriana», la valoración de la familia y la maternidad (!)
[…] Benson y Soloviev prevén la apostasía y la caída en ella de vastos sectores de la Iglesia. Y tal apostasía se ha dado, en efecto. Pero ninguno de ambos [sic] pudo prever el modo: el modo, infinitamente más grave que el previsto, de su ocurrencia real. Así, ambos «ven», solamente, apóstatas «separados» del tronco visible de la Iglesia de Roma; y a Roma misma como «incontaminada» por el virus humanitarista…
Uno pensaría que semejante abuso de la advertencia de Bossuet se vería estorbada por la simple consideración del caso judío en los tiempos de Jesús; con sólo preguntarse si la espera mesiánica apoyada en las profecías erró por una cuestión de grado… o si en verdad los actos de Dios profetizadas «toman siempren senda muy distinta de la que pensamos». Pero no; una vez más, las analogías sólo sirven para llevar agua a nuestro molino:
Análogamente a como ocurriera en la Primera Venida con los judíos fieles, aquí también entenderán el signo realizado sólo aquellos que, fieles a la tradición esjatológica, hayan seguido las etapas de su manifestación, se mantengan atentos al texto inpirado y anhelen su cumplimiento. Por el contrario, para quienes lo ignoren, para quienes hayan sustituido la esperanza esjatológica por la esperanza intra-histórica y «progresista», los signos, por más patentes que sean, se mantendrán mudos. No serán entendidos.
Así es la cosa; cada garrote que el cosmos nos pone a mano resulta a medida de las espaldas progresistas, y a nosotros el viento no nos despeina. Llevados de esta retórica, casi podríamos creer a Cristo lo crucificaron los judíos que no esperaban al Mesías y que adoraban los progresos del mundo greco-romano, mientras que los discípulos fieles eran los sufridos defensores de la tradición esjatológica.
A mí se me hace que la cuestión es más ambigua, que la línea divisoria no pasa exactamente por ahí. Es muy cierto que Jesús es el cumplimiento de las profecías y la consumación de la espera mesiánica, y es cierto que el mismo Jesús invocó el testimonio de la Escritura al respecto y exhortó a leerlas con atención. Pero también es cierto que Cristo viene a negar y aun a frustrar escandalosamente las esperanzas mesiánicas de muchos judíos. Y más: en buena medida, por eso mismo es crucificado. La intensidad del celo esjatológico ( igual que el celo religioso en general) no es garantía de nada; y en lugar de pretender separar fieles e infieles usando semejante metro, mejor sería pedir a Dios que purifique nuestros celos… como seguramente habrá purificado (en Pentecostés?) el celo de los discípulos que no podían concebir el derrumbe del templo y la crucifixión del Mesías, y que aun después de la resurrección le preguntaban si ahora, por fin, iba a «restaurar el reino de Israel».
… Cuando los apóstoles hubieron oído, horrorizados, el anuncio de la ruina del Templo, se acercaron a su maestro en secreto, para pedirle explicaciones: «-Dinos, ¿cuándo será eso, y cuál la señal de tu venida y del fin del tiempo?-«. Para ellos y sin duda para muchos judíos de la época […] era imposible que el Templo fuera profanado sin que la creación entera se derrumbara y el mundo llegara a su fin. […]
Los israelitas fervientes estaban vueltos por entero hacia el porvenir, hacia el juicio de Dios, al que siempre habían llamado «el gran día de Yahveh»; presentían, e incluso sabían, que su patria terrena, sus tesoros, su historia, su Templo y su Gloria eran el arranque y el presagio de grandes cosas futuras, dignas de Dios y sus promesas. Como Proust se fue «en busca del tiempo perdido», el pueblo de Israel se había movilizado en busca del mundo futuro, del siglo por venir que había que ganar a toda costa, en que todo sería más bello, más feliz, más puro, pues solo Dios reinaría entero en todos y enjugaría las lágrimas en nuestros rostros. El Diablo sería definitivamente vencido y relegado al abismo. Entrando decididamente en esa tradición y en esa perspectiva, Jesús proclamaba que Israel no era mas que la sombra de lo que iba a venir, sombra proyectada por una realidad radiante erigida delante de él, casi al alcance de la mano. Así son los planetas, mitad día, mitad noche, y la mitad de noche sueña que mañana será de luz.
¿Y nosotros no tenemos nada que aprender por acá? ¿No será, por ejemplo, una ceguera simétrica a la otra —y, para nosotros, más tentadora y peligrosa— la que se permite juzgar que «la Iglesia está hoy peor que nunca»? ¿Es tan claro que nuestros pensamientos (incluso cuando leemos el apocalipsis) no son pensamientos de hombres? ¿No hay acaso una manera ciega, carnal y gravemente culpable de «odiar el Mundo» y hasta de «ansiar el día de Yahveh»? Y sigue -en sus trece- aquel prologador:
Los que amamos el Apocalipsis no amamos a este Mundo. Reconozcámoslo pues, aunque sea «duro»: amamos el castigo de este Mundo. No de sus «individuos», sin duda -sabemos lo que queremos decir-. Pero si no lo amamos y queremos su castigo, no es por una voluntad negativa, maléfica y destructiva. Si anhelamos el castigo de este Mundo (de este Mundo insolentemente triunfante) no queremos el castigo por sí mismo, sino porque él es -«eo ipso» el triunfo y la «vindicta» de todo lo que el mundo asola, degrada y destruye.
Ya se ve que no, estos no parecen tener inquietudes por este lado. Sus «preferencias afectivas» se presumen inmaculadas. Saben lo que quieren decir. Y si quieren la derrota de este Mundo es sólo porque el Mundo (este mundo, el moderno, especialmente) triunfa contra Dios y contra sus fieles. Perfecto.
El libro incluye a Castellani entre los apocalípticos autores reseñados. Y el prólogo lo cita, aunque sólo para atajar sus advertencias contra el fariseísmo, darlas vuelta como un guante y tirarlas al campo enemigo (El fariseísmo es el mal. El mal está allá afuera. Ergo, el fariseísmo está allá afuera.) Ni la reseña ni el prólogo traen esta otra cita, así que la traigo yo:
El engreimiento religioso trajo el mesianismo político, podemos colegir. Los fariseos necesitaban ser vengados de sus quemantes humillaciones, de sus revolcones y sus derrotas. La religión era humillada en ellos y el Mesías debía vindicar la religión.
L. Castellani – Cristo y los fariseos
También incluye el libro una cita de Simone Weil, de la mano de G. Thibon: «El infierno es creerse en el paraíso por error». Y viene a propósito… si ponemos que «estar del lado de Dios» es algo así como estar en el paraíso.
Podría aparejarse, pienso, con la consideración de otra frase, de Bloy: «Hay gente que cree amarme, y me odia»… pero no en boca de Bloy, claro.