Leo un librito «Orar, hacer compañía a Dios» de un tal Simon Tugwell. Autor desconocido, para mí al menos. Ni siquiera recuerdo por qué referencia lo compré. Pero, sorprendentemente, me está pareciendo bueno y me está resultando útil.
… Otra imagen que al Señor le gusta usar es la del pastor que ha salido a buscar la oveja perdida. Mientras imaginemos que somos nosotros los que debemos buscar a Dios, seguiremos desanimándonos. Pero es al revés, él nos busca a nosotros. […] Esto debería librarnos de aquella ansiedad que mutila e impide todo crecimiento real; debería dejarnos espacio para hacer lo que esté a nuestro alcance, para aceptar las responsabilidades -pequeñas pero genuinas- que nos tocan. Nuestra parte no es cargar con el peso de nuestra salvación, ni la iniciativa ni el programa están en nuestras manos; nuestra parte es disponernos a aprender a amar a quel cuyo amor vino a nosotros tan gratuitamente, cuando nosotros estábamos muy poco interesados en él.
También podemos desprendernos de aquellas desesperadas interrogaciones: «¿Estoy en el lugar que me corresponde?» «¿He hecho bien?». En ocasiones debemos reconocer pecados y errores, e intentar aprender de ellos; pero nunca debemos fomentar ese agobio por nuestras faltas que lleva a la desesperación. La providencia de Dios nos asegura que lo que tenemos que hacer, tanto como lo que ya hemos hecho, es el lugar donde comienza el camino al cielo. Lo que menos importa es cuántas pistas hemos perdido, cuántos desvíos innecesarios hemos seguido en nuestro viaje; el camino aún nos llama, y el Señor todavía «espera para apiadarse de nosotros» (Is 30, 18).
[…] La imagen del éxito suele impresionarnos demasiado, y nos medimos con ese criterio. Uno quizás incluso tiende a dramatizarse a si mismo como el héroe de su propia vida. […] Debemos aprender a ser lo que somos; y eso quiere decir: reconocer nuestras limitaciones, nuestra ceguera, nuestra confusión acerca de nuestras propias motivaciones, nuestra frecuente inseguridad sobre si nuestras acciones pasadas han sido buenas o malas, útiles o inútiles; y, aceptando todo eso, ofrecérselo a Dios y dejarle hacer lo que quiera con ello.