Atardecer, misa de día de semana por empezar. Poca gente, mayoría de viejas. La que comparte mi banco me pide que le cuide un bolso mientras (me explica en un murmullo confuso) va hacia a la entrada a repartir no sé qué. Vuelve al rato, ya empezada la misa, me da las gracias y me comenta, satisfecha, que logró vender (¿o regalar?) todos (¿qué? no sé).
Trato de asentir con expresión neutra y así dar por terminado mi intercambio social del mes… y ahí nomás (¿habré puesto cara de interesado?) me dice «¡Mirá!» y me muestra una cartulina colorida con un Jesús horrible que saca a medias de la cartera. De nuevo, trato de que los músculos de mi cara dibujen la sonrisa adecuada, que combine en justas dosis: apreciación cortés, amable respeto y distante altivez (y sospecho que no me sale… ¡seguro que no me sale! es una de mis típicas ineptitudes nerds —todo lo humano me es ajeno— si no me salen bien las expresiones comunes, menos me va salir esta, que es muy difícil), y fijo -ostensiblemente, creo- la mirada en el altar.
Pasan unos pocos segundos y la viejita vuelve a susurrame: «¡Mirá, tocá, tocá!». Obligado a mirar, veo espantado (oh, Bertie Wooster, ven en mi auxilio) que tiene en sus manos unos… no sé qué son, ni cómo describirlos, unos cosos de acrílico trasparente, como medallones o prendendores o… cosos, con imágenes devotas incrustadas. Quedo paralizado (por suerte estamos sentados). «¡Pero tocá! ¡Es san Expedito!!!». Atino a negar con la cabeza, y trato de dibujar una sonrisa aun más difícil que la anterior, que incluya la disculpa por rehusar el tocamiento, y que disimule mi conmoción interior. No quiero ni imaginar cómo me salió.
Me recupero lentamente, al correr de la misa. Llega el momento del saludo de la paz y entonces, con virtuosa magnanimidad y llana benevolencia, le tiendo la mano (y ahora la sonrisa debe ser más fácil…) Y hete aquí que, al estrechársela, siento que en la palma esconde uno de sus cosos devotos. Cuestión que se salió con la suya, nomás, la vieja pilla: toqué al san Expedito. Y tampoco quiero ni imaginar qué cara puse entonces.