Llueve… bueno, llovía cuando empecé a pensar esto. A mí la lluvia siempre me recuerda aquella poesía de Machado:
…
¡Llueve, llueve; tu neblina
que se torne en aguanieve,
y otra vez en agua fina!
¡Llueve, Señor, llueve, llueve!
[…]
Señor, ¿no es tu lluvia ley,
en los campos que ara el buey,
y en los palacios del rey?
¡Oh, agua buena, deja vida
en tu huida!
¡Oh, tú, que vas gota a gota,
fuente a fuente y río a río,
como este tiempo de hastío
corriendo a la mar remota,
con cuanto quiere nacer,
cuanto espera
florecer
al sol de la primavera,
sé piadosa,
que mañana
serás espiga temprana,
prado verde, carne rosa,
y más: razón y locura
y amargura
de querer y no poder
creer, creer y creer!
…
Y también el repiqueteo de las gotas sobre la marquesina metálica que mi padre tenía al frente de su negocio, en un tiempo… Y sobre el techo de chapa en el garage de casa… Y —especialmente— sobre la chapa de plástico (o fibra de vidrio, o policarbonato, no sé) que techaba la cocina de mi departamento de estudiante.
Disfrutaba mucho de ese sonido, aun a pesar de las goteras… Mi departamento de entonces (disculpen que me ponga autobiográfico, por una vez…) tenía buena ubicación para un estudiante (cerca de Santa Fe y Callao), aunque era pequeño (3 x 7m), interno (la luz siempre encendida), y un edificio de dudosa categoría… Con todo, y mayormente en soledad, la pasé muy bien allí. Tanto, que demoré más de quince años en mudarme. Gran parte de esos años transcurrieron, no sólo sin internet y celular (eran los tiempos prehistóricos en que estas cosas no existían), sino sin teléfono y TV. Radio, guitarra y libros, nomás. Poca vida social (mis amigos de Junín se volvieron al pago al terminar los estudios). Mi diversión habitual de los fines de semana consistía en tomarme el 132 hasta la feria de libros usados de Parque Rivadavia, los domingos después de comer, y volver a tomarme unos mates y hojear los libros recién comprados. Allá por los 25 años tenía la rutina de ir a misa de 8 de la mañana en la iglesia del Patrocinio, en la semana, día por medio más o menos; a la salida compraba las facturas (4 por $1) para acompañar el mate… Y (si los recuerdos no me engañan) era feliz así.
Me pregunto hoy: ¿me habría venido bien entonces que alguien me sermoneara, que me dijera que aquella vida era demasido cómoda, egoísta y apocada, (¡sangre de pato!), que debía someterme a examen, plantearme ambiciones, objetivos y metas (sociales, para empezar), que vivir con plenitud es una especie de misión a cumplir con alegría y coraje, que los años pasan rápido y son un don que es un pecado malgastar, que mis renuncias (o deserciones) eran a costa de atrofias afectivas que más tarde me podrían llegar a pesar? No lo sé, supongo que no mucho, sospecho que no lo habría comprendido o aceptado (ni antes ni después de mi conversión religiosa). Mi caparazón defensiva -la obstinación estólida de los tímidos- era parte del cuadro, difícil que un sermón le hiciera mella. Y, mire usted, ni siquiera estoy seguro de que me convenza del todo hoy; ni respecto de aquel pasado, ni de este presente – que no ha variado mucho. En teoría, sí, básicamente le doy la razón; pero de ahí a convencer realmente, hay un trecho.
En fin, nos pasa a la mayoría, creo, que el yo pasado nos parece no muy lúcido pero bastante feliz. Claro que esto es lo que nos sugiere el yo presente, y este es un fabulador. Y sin embargo, en mi caso y con respecto al egoísmo apocado, creo que no fabula mucho…
Decía del ruido de la lluvia sobre el techo de la cocina… Este había sido idea y obra de mi padre. Allá por el invierno de 1985, con la ayuda de mi abuelo materno, convirtió lo que era un balcón interno (de un monoambiente con kitchenette) en una cocina improvisada (y antireglamentaria, claro). Mis oídos y mis músculos todavia recuerdan nítidamente cómo se abría la puerta (ex ventanal) corrediza de vidrio, con cierto esfuerzo, sobre aquellos rieles oxidados. Creo que estuvimos trabajando, los tres, durante dos semanas. Yo tenía 18 años, era mi primer año de estudiante en Buenos Aires. El caso es que el recuerdo de aquellos días (muy difuso, tengo pésima memoria) ha llegado a torturarme un poco, en cierto aspecto. Porque me cuesta admitir algo que, al parecer, es verdad indiscutible – y encima, trivial: que yo encontrara aquello (que mi padre y mi abuelo, por iniciativa propia, pasaran dos semanas trabajando para mi solo beneficio) perfectamente natural, que no sintiera el menor asomo de gratitud, como si me fuera algo debido. Más: el enero siguiente hubo una segunda etapa de reformas, vinieron mi padre y mi madre y otra vez pasamos más de tres semanas (creo) calurosas y agotadoras, trabajando en pisos (alfombra y cerámica), paredes (azulejos), y arreglos varios. Lo mismo. ¿Qué tenía yo en la cabeza? Lo único que recuerdo claramente es que esos días descubrí el programa de Dolina en la radio («Demasiado tarde para lágrimas«, radio El Mundo, 1:00 a 3:00 AM) y tenía que contener la risa, en el colchón sobre el piso… Recuerdo eso, sí; pero, de nuevo, no recuerdo haberme planteado ni remotamente la cuestión de si debía sentirme agradecido (ni hablar de agradecer explicitamente), por el sacrificio que mis padres hacían por mi, y del cual este trabajo era solo una muestra. Nunca. No es que yo fuera exigente o demandante; era (según me parece ahora) un egoísmo apático: si no me dan, no me enojo; si me dan, no agradezco. Me veo hoy, a la distancia, y, francamente, y con todo… me da horror; me dan ganas de zamarrearme, de infundirme una pizca de lucidez y empatía humana, aunque sea a las patadas. ¿Es normal esta especie de insensibilidad, de embotamiento e ingratitud, en un joven de 18 años? Quizás, no estoy seguro. Adivino que, sin ser totalmente atípico, estoy un poco por encima de la media; caso empeorado por esa especie de semi-autismo mío…
Tampoco es que los años me hayan mejorado mucho, es sólo que tomé algo de conciencia (y hasta por ahí; retrospectivamente, a la distancia) de mi egoísmo. Se me ocurre preguntarme ahora cuándo fue esa toma de conciencia – y no encuentro respuesta clara. Tiendo a creer que fue cosa gradual -nada de revelaciones súbitas-, y más bien tardía. Y sin embargo, buscando en mi memoria libresca ejemplos literarios de estas revelaciones, recuerdo que “La condena”, de Kafka me impresionó… y creo que tenía unos 20 años, y que mi lectura (probablemente superficial) del cuento fue en esta vena… digamos, reveladora-moralista (aunque no estoy seguro de haber hecho la conexión con mi caso… me parece probable). Se me antojaba que el veredicto del padre (si no la sentencia) daba en el clavo:
—¡Cuánto tiempo has tardado en madurar! Tuvo que morir tu madre, sin llegar a ver el día feliz. Tu amigo agoniza en su Rusia -ya hace tres años estaba amarillo como un cadáver- y yo, ya ves cómo me encuentro, para eso tienes ojos.
—¡Entonces, me has estado acechando! — gritó Georg.
El padre, en tono compasivo y como al pasar, dijo:
—Eso hubieras querido decirlo antes, seguramente; ahora ya no viene a cuento —y en voz más alta: — Ahora ya sabes lo que hay en el mundo exterior, antes no supiste más que de ti mismo. Es cierto que eras como un niño inocente, pero aún más cierto es que fuiste un hombre diabólico. Por lo tanto, atiende: yo te condeno a morir ahogado.
¿Es un tema convencional, un tópico literario o moral, esto de revelársele a uno el yo pasado como fatalmente egocéntrico y obtuso? ¿Descubrir con vergüenza que nuestra vida pasada, con todas sus justificaciones trabajosamente construidas, sus protestas y sus logros son una pura miseria, berrinches y vanidades de un niño necio y egoísta? Debería serlo, pienso, pero no encuentro muchos ejemplos – y no estoy seguro de que «La Condena» cuente. “El adolescente”, de Dostoyevsky, tiene quizás algo de esto, pero con mucha más ambigüedad, y apuntando más a la falta de lucidez de la juventud en general (de la cual el egoísmo sería solo una parte). El ejemplo más explícito que recuerdo es “Mientras no tengamos rostro”, de C. S. Lewis. Este, quizás ya demasiado explícito… Debe haber más, supongo.
(PS: Recuerdo ahora también «Revelación«, un cuento estupendo de Flannery O’Connor; pero también es dudoso que valga).
Un par de aporías mínimas para terminar.
«Ahora ya sabes lo que hay en el mundo exterior, antes no supiste más que de ti mismo», dice el padre. Pero, esa forma de egoísmo ¿peca solamente de ceguera respecto del mundo exterior? Creo que no; al cerrar los ojos al prójimo por centrarse en uno, el egoísta tampoco se conoce a sí mismo (sólo conoce al ego, el falso yo; el intérprete, digamos) Por eso, el veredicto es una revelación sobre sí mismo.
Por otro lado: si este egoísmo, con su falta de lucidez, es típico de la juventud, si los años normalmente aportan algo de clarividencia en este sentido, y hacen más fácil la gratitud… ¿no contradice esto lo que decía Noriko, que los años nos tornan más egoístas? Es que creo yo, son distintos tipos de egoísmo. La lucidez que aportan los años provienen, fundamentalmente, de experimentar la dureza de la lucha por la vida,y de nuestra fragilidad; esto, por un lado, hace apreciar mejor el esfuerzo ajeno, y la necesidad que tenemos de ayuda – y por lo tanto, hace más fácil la comprensión y la gratitud; en este aspecto, la juventud es más egoísta. Pero, al mismo tiempo, la lucha agota nuestras fuerzas, nos quita disponibilidad y nos hace más avarientos de nuestros bienes (nos costaron demasiado) y nuestro tiempo (tenemos poco); en este aspecto, la adultez es más egoísta. (En Noriko el segundo aspecto ha tenido menos peso, por el tipo de vida que lleva).
Les digo y les recomiendo en nombre del Señor: no procedan como los paganos, que se dejan llevar por la frivolidad de sus pensamientos. Pero no es eso lo que ustedes aprendieron de Cristo, si es que de veras oyeron predicar de él y fueron enseñados según la verdad que reside en Jesús. De él aprendieron que es preciso renunciar a la vida que llevaban, despojándose del hombre viejo, que se va corrompiendo por la seducción de la concupiscencia, para renovarse en lo más íntimo de su espíritu y revestirse del hombre nuevo, creado a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad.
Hermoso post, pero tan introspectivo que casi mejor no tocarlo, es muy delicado.
Algunas cuestiones colaterales: El asunto de la «narración justificadora» (de la que habla el artículo del País) fue de las primeras cosas que llamaron la atención de Freud cuando asistía a los experimentos de hipnosis de Charcot (fin del XIX), y que lo fueron llevando al descubrimiento del inconsciente. Qué interesante que tenga un correlato y un encaudre neurológico.
Me imagino que estás impuesto del «yo narrado» de Ricoeur (y trabajado también por otros, en particular por un autor francés que no consigo recordar (ni ahora ni desde hace tiempo), pero que en cuanto pueda te lo diré.
Qué rara me suena la traducción de Efesios, es la versión litúrgica que se está usando en Argentina? No digo que esté mal, pero la verdad que empobrece bastante la fuerza de ese texto. Sin que sea tampoco ultraliteral, pero mira la de A. Shökel: http://www.eltestigofiel.org/oracion/liturgia.php?id_fecha=2-8-2015&idu=lecturas