Efectivamente, como varios lectores (menos de tres) me apuntan, vale completar simétricamente la consigna: Odiarás a tu prójimo… como a ti mismo. Por ahí va Gregorio, y también Cirilo:
Odiar «la vida» en sentido amplio, a la par del dicho «el que quiera salvar su vida la perderá». Desapego. Sólo en ese sentido es justo y necesario odiarse a uno mismo; como así también al prójimo. No sólo personas: también cosas, ámbitos, lugares, tiempos. Despreciar la vida y sus cosas, y no especialmente las despreciables:
Todo es basura -o estiércol; pero solo en ese sentido. Y en ese sentido debe serlo todo: la televisión argentina del siglo XXI como el canto gregoriano del siglo XI, Zapatero como Carlos V. Que no son cosas despreciables, las que desprecia San Pablo: celo, linaje, Ley; la propia vida.
Tener presente que uno mismo está entre esas «cosas a odiar» —más aún, que este es el modelo— hace todo más claro; y más difícil. Impide olvidar que «odio» es palabra impropia; que se trata de una tarea, subordinada al amor, y que se rige por el critero de lo real.
Un cristiano, cuando se le dice que debe odiar su propia vida, difícilmente se confunde; lo entienda como lo entienda, ve claro que eso no puede anular ni menoscabar la natural obligación de amar la propia vida (como dice Gregorio), sabe que no se lo está empujando a ningún suicidio, literal o metafórico. Y lo mismo con lo de odiar a los padres y a los hijos; está claro, siempre (o casi) que el amor es lo incondicionado, lo absoluto; y que nunca puede uno apoyarse en aquellas de palabras de Jesús para odiar en el sentido propio de la palabra -el que excluye el amor, la crítica que acaba en puro repudio: «mejor sería que no existiera».
Acaso está menos claro con otros objetos; los que suele odiar, por ejemplo, el tradicionalismo católico. Digamos: el Mundo Moderno (mayúsculas caras a Meinvielle y afines), y sus acompañantes – hasta el Hombre Moderno. No me parece, en la mayoría de los casos, que este odio cumpla aquellos requisitos: no me parece que venga fundado en un amor real (no cuenta el amor imaginario: el mundo como me gustaría a mí que fuera, o como imagino que fue en otro tiempo), no veo ni un poco de simpatía, compasión y delicadeza (la que naturalmente uno exige para el que critica a su familia o a su patria). No me parece que el «despreciado se vuelva mejor». No me parece que ese odio se ejerza con cierta violencia sobre sí mismo, «contrariando los apetitos», y, a semejanza de los profetas, aportando solidaridad y consuelo junto con la severidad y el desinterés del médico; y, finalmente, cuidando de ver en qué medida ese odio debe recaer sobre mí —y sobre nosotros.
Desprecio sin caridad, puro asco; odio irreal y egoísta, sin propósito medicinal y sin eficacia curativa, sin solidaridad y sin costo: eso es ser reaccionario en el mal sentido de la palabra. Y por lo que veo, hoy, en la mayoría del catolicismo de tendencia conservadora, es esto lo que predomina.
Menté antes al cosmopolita, el ciudadano del mundo que no tiene raíces en ninguna parte y no se siente ligado a una comunidad humana particular, con sus cosas propias, sus miserias y sus grandezas, sus frustraciones y sus esperanzas; el que usa del mundo para su subsistencia y su disfrute, pero no se siente obligado a la gratitud ni al aporte; el que «vive en el mundo como en un hotel». Supongamos que un tipo tal quiera justificarse apelando a la frase de Santa Teresa, de que «la vida es una noche en una mala posada». La frase está muy bien. Pero que no mejora su caso; más bien lo empeora.