—Ay, ay, cuántos disgustos… no ganamos para sustos los católicos dendeveras, con este papa demagógico que habla demasiado y poco claro, con los traductores traidores y los periodistas que sacan de contexto, y con la gente -ay, la gente, esta gente relativista y hedonista de este estúpido mundo moderno- que no sabe nada y no quiere saber, que ha perdido el sentido del pecado y no quiere escuchar las verdades duras y aplauden lo que les halaga los oídos, que creen haberse salido con la suya, que ellos tenían razón y nosotros no… y tenemos que salir a explicar (ay, si nos dejaran a nosotros explicar…pero no nos escuchan), y tenemos que repetirnos, de puertas adentro: “tranquilos: no ha cambiado nada y no va a cambiar nada”. Qué confusión penosa, cuántas nociones falsas, cuántos malentendidos. Cuánto alboroto insustancial, al cuete. Para traer confusión, mejor sería callarse ¿no? Total, ¿qué se gana? Al final, en el mejor de los casos, el falso entusiasmo pasará, la gente se decepcionará (como tras el domingo de Ramos), y volveremos a fojas cero; y en el peor caso… la pureza de la doctrina mancillada, el prestigio del magisterio menoscabado -a los ojos de los verdaderamente religiosos (es decir: los nuestros), decepciones y defecciones de los fieles… Ay, ay, ni pensarlo… no, esperemos que no (repitamos: “las puertas del infierno no prevalecerán…”). En cualquier caso, digo, mejor que este barullo sería el silencio ¿no te parece?
Y… no. A mí no me parece.
El riesgo del malentendido siempre existe, siempre que se intenta decir algo -incluso cuando uno se lo dice a sí mismo. Importa evitarlo, por supuesto. Ahora bien, así como hay muchas maneras de caerse del caballo, también hay muchas maneras de malentender. Pero pareciera que a estos sólo les preocupa una.
Esta preocupación unilateral, que sólo teme los malentendidos “laxistas”, es característica del integrismo. Tendencia a olvidar que la Iglesia es un organismo vivo de salvación, y que sus tesoros (la doctrina, entre ellos) están para salvar al hombre, y no al revés. Se teme que la doctrina (moral sobre todo) sufra alteraciones, que se difumine y corrompa, por el lado de las bajas exigencias. Se teme a que, con o sin culpa del emisor, el receptor crea que las cosas son fáciles. Y -sabemos- las cosas no son nada fáciles, y el facilismo puede ganar adeptos sólo en apariencia.
¿Hay peligro de otros tipos de malentendidos?… Si los hay, importan muy poco; en la práctica, importan menos que nada. (¿exagero? hagan uds. la estadística). Como si no hubiera malentendidos por el lado rigorista; digamos, por ejemplo, que alguien entiende que es doctrina católica que “los budistas/los divorciados/los comunistas se van al infierno”. Aquí se abren varias alternativas: 1) el receptor acepta la doctrina así malentendida (y esta pasa a informar su espiritualidad católica, su caridad y su celo evangelizador); 2) el receptor es un católico en la frontera que no puede aceptarla (quizás porque él o algún ser querido forma parte de alguno de esos colectivos) y con tristeza se siente empujado fuera de la Iglesia; 3) el receptor es uno de afuera (de menor o mayor benevolencia o interés) que. malentendiendo así la doctrina católica, la juzga ridícula y escandalosa, y concluye (o confirma) que la Verdad no puede estar allí.
Me dirá alguno que estos malentendidos sí que importan e indignan a los católicos… pero me lo dirá pensando en este último caso, en los titulares de los periodistas. Dejemos un ratito a los periodistas y sus presuntas culpas, no estoy hablando de ellos. ellos no son ni pretenden ser trasmisores de doctrina católica. Para el caso, ellos son más bien receptores. Estoy hablando aquí de los malentendidos que resultan del intento de evangelizar, de trasmitir el mensaje cristiano. En primer lugar, desde el magisterio oficial, pero también desde el católico (clérigo o laico) que pretenden sinceramente propagar su fe. Malentendidos que nos atañen a nosotros.
Yo creo que hay dos problemas de fondo aquí, conectados:
Primero: el paralelo de este integrismo doctrinal con ciertas morales puritanas represivas. Cuando se cree que lo que más importa es “no pecar”, y dado que la actividad mundana y el trato humano son ocasión de caídas, lo mejor es desertar de la obra común; no interactuar con la gente -no vivir- si eso trae el riesgo de ensuciarse las manos. De igual modo, si se cree que el tesoro de la Iglesia consiste esencialmente en un conjunto de doctrinas, que lo que importa es conservarlas inalteradas; y si el trabajo evangelizador me lleva a respirar sin barbijo la atmósfera de mi cultura, a comulgar (críticamente pero también íntimamente) con los modos de sentir, pensar y juzgar del “hombre moderno”; si (dejando aparte del riesgo de “infección”) el diálogo evangelizador debe darse en un ambiente tan ruidoso, agresivo, indócil y confuso, si no manera de evitar el peligro de que la gente entienda lo que se le antoje (y los medios lo difundan)… ¿para qué correr estos riesgos? las puertas de la iglesia están abiertas, el que quiera entrar, que entre.
El segundo problema es suponer que, en la trasmisión del mensaje, en la evangelización, nosotros los católicos somos los emisores y el mundo los receptores. Que ellos no tienen más que escucharnos y que son ellos y sólo ellos los que corren el riesgo de entender mal. Pero en realidad nosotros también somos receptores, nosotros también “tenemos oídos para oír y no escuchamos”, nosotros también corremos el riesgo de entender mal el mensaje; y seguramente lo hacemos a menudo. (Y nótese que “el mensaje” no es, en primer lugar, el del papa o del magisterio: “nosotros” incluye al papa y al magisterio). Y si entendemos mal, provocaremos otros malentendidos al pretender evangelizar (acaso también nos equivocaremos al lamentar que la gente «entendió mal» al papa). No creo que corresponda aquí hacer muchos distinciones, ni del lado quien escucha el mensaje (ateo, agnóstico, poco católico, super católico), o de a quién se escucha (católico de a pie, clero, papa, doctores de la iglesia, Biblia, Dios). En todos los casos, hay que hacer un esfuerzo, penoso; y hay que correr un riesgo. Riesgo de entender mal, para empezar.