Justo como para sacarme de la boca el mal gusto que me dejaron ciertas explicaciones… apologéticas sobre el milagro que leí estos días, me llega hoy este texto refrescante de una santa que sabía lo que decía – y lo que veía.
En la vida, cuando alocadamente nos volcamos hacia lo que está mal, Dios nuestro Señor nos toca con ternura, nos llama con gran alegría y dice a nuestra alma: «Deja allí lo que te gusta, hijo querido, vuélvete hacia mí; yo soy todo lo que tú necesitas. Regocíjate en tu Salvador y en tu salvación». Estoy segura de que el alma iluminada por la gracia verá y sentirá que nuestro Señor obra así en nosotros. Porque si esta obra concierne a la humanidad en general, ningún hombre en particular queda excluido…
Más aún, Dios iluminó especialmente mi inteligencia y me enseñó cómo obra milagros: «Sabes que hice ya aquí abajo muchos milagros, brillantes y maravillosos, gloriosos y grandes. Lo que hice entonces, lo hago todavía ahora, y lo haré en el tiempo venidero». Es sabido que todo milagro va precedido de sufrimientos, angustias y tribulaciones. Es para que nos demos cuenta de nuestra debilidad y las tonterías que cometemos a causa de nuestro pecado, y para que nos volvamos humildes y gritemos a Dios, implorando su socorro y su gracia. Los milagros sobrevienen luego. Provienen del gran poder, sabiduría y bondad de Dios, haciéndonos vislumbrar su fuerza y las alegrías del cielo, tanto como esto es posible en esta vida pasajera. Así nuestra fe se fortifica y nuestra esperanza crece en el amor. He aquí porqué gusta Dios de ser conocido y glorificado por los milagros. Quiere que no nos agobien las tristezas y las tempestades que nos asedian. Pues Él está presente siempre, aún antes del milagro.
Juliana de Norwich (1342-1416) Revelaciones del amor divino