Bloy cita esta frase, de un cura amigo, con aprobación («palabras de Absoluto, dichas por un verdadero sacerdote» – Diario – 7/4/1913). Hoy como entonces, quizás aún más hoy que entonces, viene bien recordarlo. Tantos aspavientos de tolerancia, y tanta ansiedad por justificarnos —cristianos y no— señalando pecados ajenos (sobre todo los que nos resultan más remotos) y profesando escándalos de virtuosa vecina chismosa: «Te juro que no entiendo, cómo pueden…»
Pero se me ocurre que hay más. No es sólo cuestión de pecados en sentido estrecho (actos contra alguna ley), sino de también de pecados intelectuales. El error. Ideas falsas. Herejías. Estupideces.
«El que cree que hay gansadas que él nunca podría pensar o decir, no es cristiano.»
Me pregunto si no es igualmente verdadero, y si el mismo Bloy —tan impaciente él ante la estupidez de su siglo— no debería haberlo tenido más en cuenta.
Y si nadie peca solo*, nadie yerra solo. En cierta mirada (y ¿no estamos obligados a mirar así?) el error ajeno —no menos que el pecado ajeno— la tontería del prójimo y de la comunidad, debería inspirar compasión y solidaridad. Es cosa nuestra.
No sea cosa de que terminemos yendo detrás, no sólo de las prostitutas y los fariseos, sino también de los herejes (o los periodistas de 6-7-8).
Trasponer —de pecado a error— esta admonición que hacía el mismo Bloy mediante el sermón de un cura (imaginario esta vez), dirigido a unos feligreses demasiados ansiosos por presenciar la condena a muerte de un criminal:
Un hombre va a morir por nosotros con la más infame de las muertes. Ese hombre es un ladrón y un asesino, igual que todos nosotros. Lo único que nos distingue es que él se ha dejado atrapar, al no ser hipócrita y que, luciendo ostensiblemente sus crímenes, es menos abominable. En este sentido, expiará por nosotros; y es porque tengo la misión de enunciarles la Palabra de Dios que se los advierto. Sé muy bien que este lenguaje los asombra y los indigna. Yo quisiera que los aterrorizara. Ustedes se creen inocentes porque no le han cortado el cuello a nadie, hasta hoy, quiero creerlo; porque no han roto la puerta de otro ni escalado sus muros para despojarlo; en fin, porque no han transgredido con demasiada evidencia las leyes humanas. Son tan groseros, tan carnales, que no conciben los crímenes que no pueden verse. Pero yo te digo, querido hermano, que tú eres la planta y este asesino es tu flor. En el juicio te lo mostrarán de un modo más que terrible. Sin saberlo y sin quererlo, cada uno de nosotros confía su tesoro de iniquidades e ignominias a un homicida, como un avaro cobarde que confía su dinero a un especulador temerario. Y, cuando la guillotina funciona, las dos cabezas caen juntas. Todos somos decapitados.
Léon Bloy – La sangre del pobre
Y quien dice «decapitar», más o menos metafóricamente, dice también «excomulgar», más o menos metafóricamente.
Benedicto 16 – Spe Salvi