… en la época que escribía mis cuentos breves, me detenía siempre en personas y cosas grises y desoladas, buscaba una realidad despreciable y sin gloria*. En aquel gusto que tenía entonces por sacar a la luz tantas nimiedades había una cierta malignidad de mi parte, un interés ávido y mezquino por las cosas pequeñas, pequeñas como pulgas; una obstinada y maldiciente caza de pulgas…
En aquellos relatos breves ponía personajes que yo en el fondo despreciaba. Como había descubierto el encanto del personaje triste y cómico, a fuerza de comicidad y conmiseración forjaba seres tan indignos y desprovistos de gloria que ni yo misma podía amarlos. Aquellos personajes míos tenían siempre algún tic o manía, o una deformidad física, o un vicio medio grotesco; tenían un brazo roto, sostenido por una banda negra del cuello, o tenían orzuelos, o balbuceaban o se rascaban el trasero al hablar, o cojeaban un poco… Necesitaba caracterizarlos de algún modo. Era para mí un medio de rechazar el temor a que resultaran personajes irreales, de afirmar su realidad humana – de la cual en verdad dudaba. No entendía que ya no se trataba de personajes sino de marionetas; bastante bien dibujadas, y parecidas a los hombres verdaderos – pero marionetas. Al inventarlos, espontáneamente los marcaba con un detalle grotesco, para caracterizarlos – y en esto había un no sé que de malvado, tenía yo entonces como un resentimiento maligno contra la realidad.
No era un resentimiento fundado en algo vivo, puesto que yo era entonces una muchacha feliz, sino que nacía como reacción contra la timidez: se trataba de aquel particular resentimiento que es la defensa de la persona tímida, siempre inclinada a sospechar que le toman el pelo, ese resentimiento del campesino recién llegado a la ciudad, que ve ladrones en todas partes. Al principio esto me satisfacía, me parecía un gran triunfo de la ironía sobre la ingenuidad, y sobre aquellos abandonos patéticos de la adolescencia que tanto se traslucían en mis poemas. La ironía y la malignidad me parecían armas muy potentes en mis manos; pensé que me servirían para escribir como un hombre, porque entonces deseaba ardientemente escribir como un hombre, me daba terror que descubrieran por mi escritura mi condición de mujer. Casi todos mis personajes eran hombres, para hacerlos lo más distintos y alejados de mí…
Las pequeñas virtudes – Natalia Ginzburg
Lo que decía Miyazaki del respeto por los personajes me recordó este texto de Natalia Ginzburg – aunque la conexión sea más bien débil – creo que el texto, como el libro, es valioso, y lo del párrafo final (la ironía, el desapego y la maledicencia, como armas del tímido, el resentido con complejos de inferioridad) conecta con otros temas que me interesan – también con Castellani, para variar.
*La traducción de Acantilado es un poco descuidada. Aquí por ejemplo pone «una realidad mísera y humilde«, adjetivos demasiado positivos, considerando la idea – y el original: «cercavo una realtà disprezzabile e senza gloria». De paso, la palabra «cristallizare» tiene en italiano un sentido («fosilizar») que no corresponde a la palabra española «cristalizar«.