La “Exégesis de lugares comunes” (dos volúmenes; 1902–1912) de Léon Bloy repasa, en una sátira feroz, más de trescientas frases hechas del (que Bloy llama) burgués:
El verdadero burgués -en un sentido moderno y sumamente amplio- vale decir, el hombre que no hace ningún uso de la facultad de pensar, que vive o parece vivir sin haber sentido un solo día la necesidad de comprender cosa alguna, el auténtico e indiscutible burgués está necesariamente limitado en su lenguaje a un reducidísmo número de fórmulas. El repertorio de las locuciones patrimoniales que le bastan es extremadamente exiguo y no alcanza más que algunos centenares. ¡Ah, si un bendito tuviera la gracia de arrebatarle ese humilde tesoro, qué silencio paradisíaco caería de repente sobre nuestro globo aliviado!
Walter Benjamin, entre otros, tenía predilección por este libro. No es mi caso. De Bloy lo que menos me atrae es su registro “humor negro” (que dice Borges), y en principio no tengo mucha simpatía por ese género de sátira, me huele a cierto desdén elitista, estético-intelectual (artista contra mercader, sofisticado contra vulgar) por el cual, desde bastante joven (no desde siempre, no desde siempre) he sentido rechazo (recuerdo ciertos personajes sobradores de Cortázar1…) Digamos que aquí estoy (al menos en teoría) más cerca de Chesterton, quien no desdeñaba conversar del clima con el peluquero y consideraba que el tema (y la costumbre, casi el rito, de hablar de ese tema) estaba preñado de humana poesía. Con lo cual no pretendo negar que Bloy tenga su punto, ni que su sátira golpee a mayor altura (quizás, en ciertos momentos) que el fácil desdén de los estetas. Y es cierto que él no dejaba de ver una suerte de “ritual” en estos intercambios burgueses; aunque en cierta manera tremebundo y blasfemo, y cumplido como a ciegas:
Y sin embargo, pareciera que un profundo instinto los pone sobre aviso. ¿Quién no ha advertido la prudencia cautelosa, la solemne discreción, el morituri sumus de esa buena gente cuando enuncia las enmohecidas sentencias seculares que le fueron legadas y que ellos trasmitirán a sus hijos? Cuando la partera dice que «el dinero no hace la felicidad», y el carnicero le contesta con astucia que «sin embargo, ayuda», estos dos augures tienen el presentimiento infalible de intercambiar secretos preciosos, de revelarse recíprocamente arcanos de vida eterna, y sus actitudes corresponden a la inexpresable importancia de esta negociación. […] los más simples burgueses son, sin saberlo, horrendos profetas que no pueden abrir la boca sin conmover a las estrellas – y entonces los abismos de la Luz son convocados de inmediato.
Vuelo más bajo: la crítica elemental a los lugares comunes es que, en tanto fórmulas, son como sabidurías prefabricadas, una impostura del verdadero pensamiento y el intercambio humano. Nos dan la falsa sensación de pisar sobre seguro, y de intercambiar sabiduría con los hombres, cuando en realidad estaríamos más cerca de la verdad -y la comunión- pemaneciendo en silencio. Y habría bastante más que decir en esta línea de ataque.
Pero quizás también habría que decir algo en defensa.
El tema es que la distancia entre la fórmula vacía y la verdad profunda es muy pequeña. O mejor dicho, no hay distancia, están en el mismo lugar, sólo es cuestión de mirar de cierta manera (como los estereogramas), de pronto hace click.. y se ve; es muy fácil hacerlo, pero es difícil saber cómo hacerlo, es casi imposible explicar a los demás y también explicarse a uno mismo cómo se hace -sólo que en este caso la visión no se puede mantener, y la habilidad no se puede adquirir -aunque supongo que cierta ascesis debe hacer falta – o esa especie de esfuerzo negativo (resistir la tentación de llenar los vacíos; esperar, mejor que buscar) que Simone Weil llamaba «atención». Simplemente ocurre.
Vislumbres, nomás; contundentes y fugaces.
Por ejemplo, pensaba en los lugares comunes de velorios -terreno fértil para el caso: «No somos nada»; «Hoy estamos, mañana no estamos», entre otros. Es muy fácil burlarse de estas frases, sea con regocijo o con furia — es casi otro lugar común. Sí, pero… por ahí un día, uno, que se ha contado entre los burladores, de pronto -quizás en un velorio, quizás no- uno… ve. Y cuando uno intenta expresar, a sí mismo o a otro, qué es lo que ve, todo lo que le viene a la mente y aun a los labios son esas fórmulas gastadas. Nos causa cierta sorpresa que se nos presenten en semejante momento, y causa aún más sorpresa que ahora no las juzguemos inapropiadas o ridículas – incluso pueden resultarnos humildemente dignas. Y quizás adquirimos entonces un nuevo respeto por aquellas “frases hechas”, y por los hombres que, antes de nosotros, las hicieron y las dijeron, de labios adentro o afuera, pero de verdad (quizás también sentimos más rabia contra los que se complacen en repetirlas sólo como fórmulas pomposas… y adivinamos que estos deben ser mayoría; pero vaya uno a separar…)
Ahora bien: no es que antes uno no hubiera entendido el sentido de la frase, o se le hubiera escapado algún detalle. Por supuesto, cualquiera entiende lo que quiere decir: «No somos nada», «Hoy estamos, mañana no estamos»2; cualquiera puede explicarlo, y cualquiera puede asentir a lo que afirma: sí, lo sé, lo entiendo perfectamente, lo veo con nitidez y por completo, estoy de acuerdo. Y así será. Pero… por lo común, esto es sólo lo que Newman llamaba “asentimiento nocional”: un asentimiento que se dirige a una noción, a una abstracción, no a una realidad.
(No se trata tampoco de la distinción entre «saber» algo y «sentirlo». No es un sentimiento que viene a añadirse -a modo de aderezo o perfeccionamiento – a lo que el intelecto ya sabía. Es un ver, es realmente saber algo nuevo -aunque la noción no sea nueva; el sentimiento que lo acompaña, es sólo eso, un acompañante)
Y no importa si se trata de lugares comunes que apreciamos o que despreciamos, o si son frases hechas “burguesas” o no. Nuestra religiosidad, por caso, puede estar hecha de frases hechas. Lo cual no es para alamar ni para salir a denunciar – en cierta medida es inevitable. Sólo es cuestión de no confundir una cosa con la otra, no instalarse en el asentimiento nocional como si fuera algo equivalente o vecino a la fe.
Yo, por nuevo ejemplo, cristiano, creo que los hombres somos «hijos de Dios», que «Dios es nuestro padre». Lo afirmo, lo sé, creo entender lo que significa… y, si me distraigo, puedo llegar a decirme que, aunque estoy lejos de ser un santo o un sabio, “al menos sé eso”, sé esa verdad y la sé verdaderamente; mis acciones, mis pensamientos y mis afectos son muy defectuosos, sí, pero al menos ese saber (al contrario de muchos ateos) lo tengo, íntegro y sólido; y no debe ser poca cosa, saber que «somos hijos de Dios» ¿no? Pues, sí, debe ser muy poca cosa; quizás sea menos que nada. Es fácil presentir que es así, cuando por ahí nos deslumbra la visión fugaz de lo que que significa realmente la afirmación «somos hijos de Dios». Si yo lo supiera realmente, si se tratara de un hábito en lugar de (y con suerte) vislumbres fugaces y muy esporádicas… entonces sería otra cosa y yo sería otra cosa.
Si saber (y gastar fuerzas en afirmar, enseñar, defender, discutir) la afirmación nocional «somos hijos de Dios» (y es sólo un ejemplo) no me ayuda a saberla realmente, entonces, no me ayuda para nada. Y si no me ayuda a mí, menos puede ayudar a otros.
«No tengo alma de santo», me dice usted en su carta… ¡Y se lo dice al autor de la «Exégesis de lugares comunes»! Pues bien: le contesto con certeza que yo tengo alma de santo; que mi casero, que es un odioso burgués, y mi panadero, mi carnicero y mi almacenero que son tal vez horrendos canallas, tienen todos almas de santos, pues están todos llamados, al igual que usted y yo, o al igual que san Francisco o san Pablo a la Vida eterna y comprados al mismo precio, enim estis pretio magno […] Cuando voy al café a leer diarios innobles o estúpidos, miro a mi alrededor a los parroquianos, veo su torpe alegría, escucho sus estupideces o sus blasfemias y me digo que estoy allí entre almas inmortales que se ignoran, almas hechas para la adoración eterna de la Santísima Trinidad, tan preciosas como los espíritus angélicos; y a veces lloro, no de compasión sino de amor, pensando en que todas esas almas, sea cual fuere su presente ceguera y cualesquiera sean los gestos visibles de los cuerpos, irán de todos modos, invenciblemente, a Dios, que es su fin necesario.
¡Ah! ¡Si supiéramos cuán bello es esto! Pero usted sí lo sabe, y debería enseñármelo si yo no lo supiera. ¡Qué pobres cristianos somos! Hemos recibido el Sacramento del Bautismo, el de la Confirmación, el del Orden, en algunos casos, ¡y a pesar de todo ello carecemos de carácter!
Léon Bloy – carta al P. Cornuau – 1912
Simone parecía un alma totalmente transfigurada por la enfermedad. Schumann la recuerda como «un espíritu casi liberado de la carne, el Verbo», como un profeta que ya no discutía, enseñaba. Un día ella le tomó la mano, como si quisiera trasmitirle la inspiración que llevaba dentro, y pronunció solamente estas palabras: «El Padre que está en los cielos».
Simone Weil – Mística y revolucionaria (R. Rondanina)
2. Bueno, cualquiera, salvo el curda de Landriscina (y me parece verlo a mi abuelo, riéndose al escuchar esto en el pasacassette…)