Me han preguntado cómo me cae Nicolás Gómez Dávila. Y yo interpreto, con o sin razón, que se me pregunta por el reaccionario, en general. Si a eso vamos, yo tengo a otros nombres más cerca; por ejemplo, a Léon Bloy, a Castellani… A Dávila lo conozco poco, mayormente por citas; ingenioso e inteligente parece, sí, pero no sé si en él pesan más las virtudes reaccionarias que los vicios reaccionarios…
Digamos rápidamente —y Bloy será testigo— que no tengo problema con el reaccionario, sin más. Aquello de las incoherencias, en relación a aquella analogía (tiempo – espacio), venía a aclarar que la cuestión no era empujar hacia un lado particular: no estoy exhortando —por de pronto— a mirar con indulgencia el presente. La coherencia que vengo echando de menos no es sola ausencia de contradicción (lo cual sería un bien relativo) o dosificación de agentes opuestos ( frío + caliente = tibio) o un balance de virtudes y defectos. Aquí la virtud es inseparable de la coherencia, de la simplicidad propia de quien «busca una sola cosa».
Vale ser reaccionario, cómo no. Vale despotricar contrar el mundo actual; puede ser meritorio, y hasta heroico. Pero no me parece que sea el caso de la mayoría; por ejemplo, de ese catolicismo que ya sabemos. Abunda un reaccionarismo victimista, amargo y al mismo tiempo frívolo; barato. Aquella analogía del tiempo y el espacio venía para ilustrar una de sus duplicidades; fomentar el desprecio por el tiempo nuestro mientras exaltamos la patria nuestra (o el tiempo pasado) es hacerse trampa, y a un modo farisaico.
Ya sé que estos desdeñarán fácilmente aquella analogía («la patria es algo más que un espacio físico!»; claro está, y «los tiempos» son algo más que lo que mide el almanaque)… y sin embargo la aplaudirían si la sacamos a la cancha con la camiseta del otro equipo. Sin ir mas lejos: démosles a leer el argumento (firmado por C.S. Lewis o Chesterton) que los modernos que ignoran con suficiencia el pasado y creen que el mundo empezó cuando ellos nacieron son como «provincianos cronológicos»… y automáticamente los veremos aprobar y copiar en sus blogs. Y es verdad, es buen argumento: hay una analogía esclarecedora entre la estrechez de esos modernos ignorantes con la del provinciano proverbial, aferrado a su pequeñez de miras, mezquino y suspicaz ante todo lo que no es de acá. Y bueno… es lo mismo.
Y la misma analogía muestra que no se trata de empujar para un lado. Porque si ponemos al «provincianismo» como una especie de pecado, del otro lado encontrarmos el pecado simétrico: el «cosmopolitismo», la jactancia de ser «ciudadano del mundo», de no tener raíces profundas y una patria que amar (y que sufrir) en propiedad. Los que viven en el mundo como en un hotel. Los que sienten más interés por lo lejano y exótico que por lo cercano y familiar.
Los unos miran con malos ojos al extranjero, los otros los miran con fascinación. ¿En qué se parecen? en mirar al extranjero, claro está. Unos «desprecian lo que ignoran», otros aman lo exótico. ¿Denominador común? energía afectiva puesta en lo desconocido, en lo no-prójimo. En lo irreal.
El deber, decía Kierkegaard, es amar a los hombres que vemos – y por lo tanto, a los tiempos nuestros y los espacios nuestros: «el campo de acción que se nos ha encomendado». Aquel reaccionarismo, el del abundante militante católico anti-moderno y contra-cultural, peca precisamente en el grado en que falta a ese deber.
Pero, entonces… si el deber es amar lo cercano sin más, ¿cómo podemos justificar a un reaccionario como Bloy? Si postulamos que el pecado común de provincianos y cosmopolitas es poner los afectos (amor y odio) en lo lejano y ajeno, ¿habrá que concluir que nuestro deber es, no sólo amar lo nuestro, sino también odiar lo nuestro? Algo de eso hay, yo diría. Algo de eso hay.