Primero, con respecto a nosotros… yo les pediría, ingenuamente, algo más que tolerancia: comprensión o, incluso, estima. Y segundo, con respecto a ellos mismos… creo que les volvería a leer lo de Natalia Ginzburg, sobre la adolescencia; y tal vez algún cuento de Flannery O’Connor. Digamos que si tuviera que dirigirme a un progresista benélovo, le diría más o menos esto —empezando por lo segundo y siguiendo por lo primero:
—Que vuelvas a colgarnos el calificativo de «nazis» (sí, a mí también)… por más curtido que tengamos el cuero, nos sigue pareciendo feo. Pero qué te puedo decir… que no haya dicho ya mejor George Orwell. Nada que agregar, entonces, en general, sobre esos epítetos usados como armas arrojadizas… Pero, sí me queda algo atragantado sobre este caso particular. Yo quiero esperar que el frecuentado espantajo del nazismo como imagen del mal absoluto pueda sernos a todos de alguna utilidad, que podamos aprender algo del mal pasado (más o menos idealizado; que también el mal se idealiza —y hoy más que el bien, parecería). Pero que llames «nazis» a los que nos opusimos al matrimonio homosexual… medio que me hace perder las esperanzas. Si algo habría que aprender del nazismo, creo yo, es a resistir las pasiones masificadas y a embanderarse detrás de los poderosos. Poderosos no sólo en dinero (pero también) sino (y no en último término) en prestigio social. No ser nazi en aquella Alemania era, seguramente, perder el tren.
Y vuelvo al adolescente, como decía Natalia Ginzburg, tan preocupado él por el prestigio y la aprobación de los suyos. De pronto la vida se le aparece como un banquete, y hay que cuidar de ubicarse en los buenos lugares de la mesa, cerca de los líderes, donde está la gente divertida y se disfruta. Nos importa tanto, tanto, ser aceptados en esos círculos aristocráticos. Y cuidamos (entre aspavientos de independencia y desprejuicio) de ser correctísimos en todo el ritual: zapatillas, moral, música, política… (año 1983: ¿leés revista Humor? avanzás cuatro casilleros; ¿sos hijo de policía? perdés un turno). Preciada y cuidada comunión de devociones y —sobre todo-—de desprecios y odios. Ah, qué lindo, sentirse potentes, unidos y puros, puteando a Alsogaray, a Bush o a Macri…
Ese espíritu de rebaño, desde ya, nos hace cometer unas cuantas pequeñas canalladas y crueldades. Y si no causamos gran daño es porque la adolescencia también tiene su ingenuidad, su liviandad y su torpeza. De adultos, casi forzozamente habremos de progresar, para bien o para mal. Yo creo que la mayoría aprende, a los golpes, a (como dice N. Ginzburg) «tener un poco de misericordia» —esa misericordia hacia los despreciados que rarísimamente se cuenta entre las virtudes adolescentes— y a confiar menos en las propias fuerzas y virtudes. Pero no siempre, no en todos. Y en otros aspectos, y en ciertos momentos, es ese espíritu adolescente el que da el tono de una sociedad adulta.
Y bien. Yo no te estoy pidiendo en este momento, mi estimado progresista, que tengas misericordia de nosotros. No se trata ahora de cómo te portás con los nuestros sino con los tuyos, del mal que hacés a tu tropa. Lo que te reprocho es explotar y atizar ese mal espíritu adolescente. Que el motor para conseguir apoyos a la causa hayan sido, otra vez bajo sonoras consignas1, aquel gregarismo adolescente: ganar el prestigio ante la tribu (la aristocracia cultural, empezando por las estrellas de rock; del otro lado, el glamour de nuestra marcha «anti-gay» alcanzabas las cotas de, digamos, «Los sesenta granaderos» al son de dos guitarras y un bombo). Esos católicos reaccionarios… no existen. Y nosotros queremos existir.
No se trata, repito, del mal que todo aquello nos cause a nosotros (quizás enorme, quizás infinitesimal; quizás merecido; quizás saludable), sino del mal que causa… a los adolescentes. Si no me equivoco, el partido entre el bien y el mal se juega más ahí que en el tema en debate. Y defender las buenas causas no puede ser más importante que ser buenos.
Ya dije algo parecido con respecto a una frase de Simone Weil. Y, más al punto, también cité una vez un cuento de Flannery O’Connor, «Todo lo que asciende debe converger» (en inglés acá), la del hijo progresista y la madre racista. Se trata de eso, en buena medida. Tener razón no basta. No es sólo que la teoría y la práctica, los buenos principios y el buen corazón, pueden andar (en los individuos y en los grupos) por veredas opuestas. Eso es banal. Hay mucho más que eso, hay una especie de fariseísmo: cuando la propia certidumbre de estar en el bien y la verdad es lo que te endurece y te aparta del bien y la verdad.
Por eso, y yendo ahora al otro aspecto, al comportamiento de ustedes ante nosotros… yo no quiero, decía al principio, refregarte tus propias banderas (la tolerancia, o la inclusividad), yo quisiera algo más. Trato de ponerme en tu lugar, supongo que ustedes tienen razón en todo… y aún así ¿de veras no tienen otro lugar para nosotros en su paisaje? Ponele que, en efecto, nuestra posición en el debate no haya sido más que la secreción de la glándula conservadora: el miedo al cambio, la falta de caridad, el egoísmo infantil que se aferra a sus comodidades, privilegios y prejuicios de siempre -cuando no a sus fobias. Ponele. Aún así ¿no hay un mínimo lugar para la simpatía? La sociedad humana es una construcción delicada, trabajosa y entrañable; nos sentimos en deuda con las generaciones pasadas que, medio a tientas y con muchos fracaso y muchas lágrimas, fueron armando este ranchito precario y admirable, acogedor y frágil, que llamamos civilización; esperamos, todos, dejarle un ambiente no menos respirable a la generación de nuestros hijos. Y ahora sentimos, vemos… (creemos ver, supongamos; ponele que somos el anciano inútil y medio senil)… que una bandita de adolescentes, llenos de ardor y frivolidad, tan arrogantes como ignorantes (ignorantes en humanidad, concretamente: incultos2, a pesar de toda su intelectualidad) están rompiendo todo, sacando vigas que les parecen inútiles y pasadas de moda; y el ranchito se viene abajo, y ellos se ríen (o directamente putean) del anciano que protesta… Ponele que el viejo no tiene razón, que los cambios son para bien y que las generaciones que vienen tendrán una casa más cómoda. ¿No merece al menos algo de simpatía, y de calor, el viejo quejoso? Y en general, ¿no viene bien que haya viejos de estos, hostiles por principio a los cambios? ¿No hay, efectivamente, estructuras frágiles que interesa conservar, y que sólo pueden reformarse si se sabe cómo y por qué fueron construidas? ¿No abundan, al lado de los reformadores serios y benéficos, los reformadores frívolos y peligrosos? ¿No hacen falta los conservadores (en el sentido más amplio de la palabra), no son un elemento necesario en la sociedad, siquiera como contrapeso de los otros? ¿No creés que debe haber, no sólo en la sociedad sino en el interior de todo hombre, un lugar para esa cosmovisión? Claro que si pensás que, en principio «ser progresista es buscar el bien de la sociedad»… no, entonces es claro que no podés creerlo, en ese caso el progresismo se identifica con el bien y el resto no tiene auténtica razón de existir. Pero… no sé, yo no puedo creer que de veras creas aquello.
Esto es más o menos lo que le diría a un amigo progresista, si lo tuviera enfrente (y si yo supiera hablar). Y algo así, remotamente, es lo que quisiera que otros católicos que hablan más y mejor que yo tratara de trasmitir a los de la otra vereda. No sé, creo que sería más útil que el discurso habitual, aunque es probable que esté equivocado. En todo caso, difícil parece que pueda ser menos útil.
En cuanto a lo que yo diría a los nuestros, a los católicos, o lo que quisiera que los católicos
se dijeran a sí mismos, quedará para otra ocasión.
1. Ya sé que las consignas para enardecer a la masa son muy distintas de las verdades que manejan los iniciados, y que incluso suelen oponerse. Cómo no voy a saberlo, la izquierda nos tiene acostumbrados: la democracia, la libertad, la patria… tantos «prejuicios burgueses» que son útiles sin embargo para la causa, provisionalmente. Así, los iniciados sabían que no se trataba de defender el «derecho al matrimonio» (y ni hablar del amor). «El matrimonio es cosa de gente pobre», hoy los ricos no se casan. Y por eso mismo el revolucionario debía apoyar el matrimonio homosexual: no porque el matrimonio sea un bien, sino porque así el Estado puede extender su acción redentora sobre las masas y el gay pobre puede hacerse un tratamiento de conducto con la obra social de su pareja. O sea: antes se consideraba que, puesto que el matrimonio es un bien para la sociedad, el estado debía subsidiarlo; ahora, es exactamente al revés: puesto que el estado subsidia a los matrimonios, está bien que todos, incluso los gays que conviven, puedan acceder a ese subsidio. Esas son inversiones. «Se trata de se trata de extender los beneficios socioeconómicos del tardocapitalismo burgués a familias que *ya* existen, aunque la «mayoría» trate de no verlas. después, cuando hagamos la revolución, no va a hacer falta la institución esta [el matrimonio – y, supongo, también la familia]» Es claro que cuando hablo de los adolescentes sedientos de prestigio no me refiero a estos; aquellos son la clase media, estos son la aristocracia.
2. En el congreso de la Nación se escuchó el alegato de un hombre (bueh) de la cultura (bueh) que repitió, poco menos que en cadena nacional, aquella idiotez de que la Iglesia necesitó un concilio para decidir que las mujeres tenían alma. El pecado informativo que eso supone no es nada (cualquiera puede equivocarse en un dato) al lado del pecado contra la cultura: un intelectual que puede creer eso, que el cristianismo (o, si me apuran, cualquier religión) haya siquiera dudado del estatus humano de la mujer, es un inculto en el peor sentido de la palabra. Es uno que no sabe ni quiere conocer lo que sabían las generaciones pasadas y lo que les debe, que las desprecia olímpicamente y que piensa que el mundo ha despertado de su sopor milenario más o menos por el tiempo en que él entró en la pubertad.