De patrias hablé… sólo porque de patrias hablaba Mafalda; y aunque advertí que había que tomar la palabra en sentido amplio (en sentido estricto también, pero sólo como un ejemplo más), la palabra despierta recelos, de unos y otros lados; la gente empuña la espada y se pone en guardia… Mejor agarremos la agudeza de Mafalda, reemplacemos patrias por hijos, comprobemos que su observación se convierte en una estupidez («¿Fulano ama a su hijo porque es su hijo?… Paternidad y comodidad…»), verifiquemos que el reemplazo es legítimo, y listo. Y esto último ya lo hicimos, de eso se trataba; si no se vio, mala suerte.
Quizás tampoco estuve afortunado al intercambiar «cómodo» con «fácil»; la segunda palabra es más amplia pero también más difusa. Más de uno creerá que estoy diciendo una paradoja (si no una barbaridad) cuando niego que sea «más fácil amar a los hijos propios» que a los ajenos, y sin embargo coincidirá que el cínico que dijera «es más cómodo amar a los hijos propios» diría una tontería. Es que «cómodo» remite a flojedad, a pereza; «fácil» puede tener ese sentido, pero también puede conllevar un esfuerzo, si es natural y fructífero. Y esta ambigüedad corre pareja con la ambigüedad de la palabra «amar», desde (digamos) el amor-sentimiento hasta el amor-tarea. Esquematizando así la cosa (con las limitaciones de estos esquemas), podríamos por ejemplo decir que lo cómodo no es amar, sino más bien enamorarse*. Y que cuando decimos que «es más fácil amar lo lejano que lo cercano», estamos hablando de la facilidad-comodidad de amar «sentimentalmente» algo que en alguna medida es fantasía (incluso un hijo, ajeno o imaginario), algo que cae (relativamente) fuera de nuestra realidad, y que por lo mismo no puede llegar a ser un amor-tarea.
Algunas objeciones… podríamos ponerlas al modo de la Suma:
Objeciones: Parece que un argentino no debería amar al argentino con preferencia al dinamarqués. Porque:
1. Dice la Escritura que «El amor no hace acepción de personas», y «Dios hace salir el sol sobre buenos y malos». Luego, el hombre debe amar al dinamarqués igual que al argentino.
2. La parábola del samaritano pone como ejemplar de «mi prójimo» al que no pertenece a mi nación, al que naturalmente se tiende a dejar de lado. Luego el argentino debe más esforzarse en amar al dinamarqués antes que al argentino.
3. Amar más al argentino implica amar menos al dinamarqués. Que parece equivaler (o llevar) a menospreciar al dinamarqués, y eventualmente a odiar a Dinamarca. Esto no parece sano, ni cristiano.
Contra esto: dice el Político: «Para un peronista no hay nada mejor que otro peronista».
Respondo: debe notarse que la nacionalidad no se toma aquí sino como uno de los accidentes humanos, que implica un tipo de proximidad: para un argentino, otro argentino es, en general, más cercano que un dinamarqués. De igual modo que otras pertenencias (geográficas: la ciudad, el barrio o el edificio; pero también familiares, políticas, religiosas) también implican un tipo de cercanía. Hemos visto antes que lo más cercano es, relativamente, lo más real, y por lo mismo lo más digno de amar. En este sentido, se debe amar especialmente al compatriota.
A las objeciones:
1. Esta objeción igualitaria niega todo orden en la caridad; darla por buena implicaría prescindir de la palabra «prójimo» en el mandamiento del amor, y obligaría a una madre a amar por igual a los hijos ajenos que a los propios. El amor debe ser indiscriminado en el sentido de no tener otros criterios restrictivos que el de la realidad.
2. La parábola pone de manifiesto que la nacionalidad no puede nunca ser el criterio determinante, sino el de la proximidad; y que esta proximidad que llama al amor debe ser afrontado como una tarea.
3. La tesis es que se debe amar especialmente al cercano -al compatriota. La proposición «el argentino debe amar más al argentino que al dinamarqués» sólo es verdadera si responde a ese sentido, si pone el acento en el primer término. No vale cambiar el acento y convertirla en «el argentino debe amar menos al dinamarqués que al argentino». Revéase la analogía con el amor a los hijos («una madre debe amar especialmente a los hijos suyos»: verdad; «una madre debe amar más a los hijos suyos que a los ajenos»: verdad si es sinónima de la anterior; «una madre debe amar menos a los hijos ajenos que a los suyos»: acento falso).
No sé si esto aclara o oscurece… Creo que al menos queda claro que «lo cercano» que debe amarse con preferencia a «lo lejano» es siempre relativo – y gradual. Y que esta cercanía puede medirse en coordenadas muy diversas, con el solo criterio último de lo real: lo cercano es lo que me sido dado como «mi realidad», es mi ámbito de acción y de contemplación; es lo menos cómodo, y es lo único de veras amable. Veamos cómo lo dice un dinamarqués -no muy lejano:
Por lo tanto, dado que es un deber amar a los hombres que vemos, tenemos que renunciar en primer lugar a todas las representaciones imaginarias y exageradas, relativas a un mundo de sueños en que sería preciso ir a buscar y hallar el objeto del amor; es decir, que a fuer de sinceros hemos de conquistar la realidad y la verdad, procurando encontrarnos y permanecer en el mundo de la realidad misma, que es el campo de acción que se nos ha encomendado.
La más peligrosa escapatoria respecto del amor es la de pretender amar exclusivamente lo que no se ve, o lo que nunca se ha visto. Esta escapatoria es tan etérea que sobrevuela por completo toda la realidad, y es tan embriagadora que fácilmente le tienta y le hace imaginar a uno mismo que se trata de la forma más alta y perfecta del amor.
… El extravío es algo que siempre está flotando, por eso es lo más natural que a veces le sea tan fácil aparecer enormemente ágil y espiritual, a fuerza de ser tan etéreo. La verdad avanza con paso firme, y por eso sus pasos son a veces tan dificultosos; la verdad se agarra a lo sólido, y por eso aparece muchas veces tan sencilla. Se trata, pues, de un cambio bastante significativo: en vez de tener que urgir una exigencia, tener que cumplir un deber; en vez de pasarse por alto un mundo entero, tener, por así decirlo, que llevar todo el mundo sobre sus espaldas; y en vez de alargar la mano calurosamente a los frutos dichosos de la admiración, soportar con paciencia e indulgencia los defectos. ¡Ah, qué cambio tan grande! Y, sin embargo, sólo mediante esta transformación brota el amor, el amor que es capaz de cumplir el deber: en el amor, amar a los hombres que vemos.
S. Kierkegaard – Las obras del amor**
¿Y Dios? En todo esto, ¿dónde lo ponemos a Dios? (el esquema tiene problemas para acomodar a Dios; y está bien).
¿Ponemos a Dios del lado de lo que me es más cercano o de lo más lejano? ¿Es lo que tiene (para mí) más realidad o menos realidad?
Respuesta de manual: Dios es lo más real y más íntimo; y por lo mismo, es lo más amable. Bien. Pero, del otro lado, también puedo decir que Dios es para mí más invisible y lejano (en su existencia y en su actuar) que el más ignoto dinamarqués; que, al menos en cierta manera de relación, Dios es lo menos real, lo que menos resistencia me opone, con quien sólo dialogo de un modo imaginario… o poco menos. Hay un peligro de amor ilusorio (sentimiento, más que tarea) indudable aquí; quizás el peor de todos. Así que, según como se mire, Dios está (para cualquiera, creo) en las dos puntas.
Tenemos el primer mandamiento, que declara la primacía y al mismo tiempo exige el segundo, como partes de un mismo acto. «Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve.» I Jn 4-24; es decir, que su amor es una fantasía. Resistirse a amar al prójimo humano (y en general, a la realidad que nos es dada) es signo de que el Dios que amamos es imaginario.
Nótese que el razonamiento de san Juan parece presuponer que amar lo visible es más fácil que amar lo invisible (pues, si uno no puede hacer lo fácil, menos podrá lo difícil). Lo cual está lejos de ser una obviedad; todo depende de cómo entendamos «amar» y «fácil»… Y bien, en entender eso precisamente estoy —o he estado.
S. Kierkegaard – Las obras del amor**
«Me anda faltando plata / chicha, coraje / y un empujón del diablo / pa’ enamorarte»
(o «pa’ enamorarme», variante que prefiero, y aquí me sirve mejor; pero parece que la original es la otra)