Yo quisiera decir algo útil, algo que nos sirva —para eso estamos.
Me entristece un poco la derrota, sí; pero no tanto. Más me entristece que sea otra derrota desperdiciada. Que no sepamos qué hacer con ella, y se nos escape su provecho. Me duelen más otras derrotas.
No descubro la pólvora: hay muchas batallas, simultáneas, en distintos planos, quizás con distintos resultados. Por ejemplo: supongamos que uno pelea una determinada batalla y le toca perder. Si no obstante uno luchó bien, si en cierto sentido no mereció perder, entonces uno ha ganado otra batalla, que se pelea en otro nivel, contra otro adversario. Y es sólo un ejemplo.
(No estoy diciendo, a lo estoico, que si no está en nuestras manos ganar las batallas sí lo está el merecer ganarlas. No es eso precisamente. Son, simplemente, otras batallas. Tal vez menos importantes, tal vez más.)
Y lo mismo vale para el después de la batalla. Sea que uno haya salido ganador o perdedor. Pero sobre todo cuando toca perder. Si uno, enfrentado al hecho de la propia derrota, sabe qué hacer con ella, si esta no le es piedra de escándalo sino alimento —amargo pero saludable—, si uno sabe perder… («resignación» es aquí una palabra demasiado débil, diría Simone Weil), entonces uno ha ganado otra batalla. Y si no —es obvio ¿es obvio?— tendremos que anotar otra derrota en nuestro balance.
No se trata tampoco de «aprender la lección»; de discernir los errores cometidos, para corregir tácticas y pelear la próxima con más chances. No; no al menos en primer lugar. Más que los propios errores quizás importe discernir otras cosas: por ejemplo, la mano de Dios. Dicho de otra manera: hay un tiempo para ser actores y otro tiempo para ser espectadores (y espectadores adorantes1, si se me permite). Y me temo que andamos con los tiempos cambiados.
Veamos. Está claro que la batalla más notoria (la legalización del matrimonio homosexual) la perdimos. Ahora, si nos fijamos en las otras batallas, las que se pelearon dentro o debajo de aquella otra… no sé, yo diría que tampoco nos fue muy bien. ¿No? En eso creo que estamos de acuerdo. No nos lucimos. Cualquier católico con un blog tendrá su lista de cosas que lamentar y criticar en el desempeño católico (trátese de los católicos en primera persona o en tercera). Y yo tengo, cómo no. Pero no quiero perder de vista esto: todo lo que hoy uno comente y critique, todo lamento y toda exégesis de la derrota, forma parte de otro combate, el que peleamos después, contra enemigos muchos más pesados que un columnista de Página 12 o un esteta afeminado. Y se me hace que este combate no debe ser menos importante que el otro, si de lo que se trata es de digerir la voluntad de Dios, y de sacar un bien de toda derrota o victoria. Un bien para uno y para los hermanos.
Yo he leído algunas (no muchas) reacciones, críticas y mea-culpas de católicos… con algunas disiento, con otras coincido; algunas no estoy seguro de entenderlas (la imputación de «tibieza», por ejemplo). Pero, en general, no veo mucho que ayude. Hay además, a semejanza de lo que criticaba en el otro bando, mucha pose adolescente por ahí, mucha preocupación por la fama ante la propia tribu y temor a no dar la nota justa… Y también está la ilusión del cristiano perseguido y martirizado, con la eterna tentación (veleidad, más bien, a estas alturas) de las catacumbas. Volveremos sobre esto —siempre volvemos a esto. Pero ahora se trata de ayudar.
Y ¿qué puede ayudar? A mí, por ejemplo, me ayuda este párrafo de Newman que me pasaron:
(John Henry Newman, «Parochial and plain sermons», Vol. 4, S. 17 ~ 1835)
Primero, cuando exhortamos a la oración, que sea la oración en su sentido más amplio (hablar con Dios, para pedir, alabar, tratar de escuchar a Dios, tratar de estar con Dios), no tenemos por qué quedarnos con el sentido restringido a la oración vocal; ni hagamos de la propia exhortación el acto central (medio como una arenga, al estilo de aquello de «rezaré por vos») a completar después, para tranquilizar la conciencia, con una oración vocal… en el mejor de los casos.
Segundo, y principal: tras derrotas como esta, hay que rezar, seguro. Pero yo pienso que hay que rezar, en primer lugar, por nosotros. Nosotros los católicos, nosotros los derrotados. No (en primer término) por ellos: el mundo, los enemigos, la sociedad; ni siquiera la patria, ni siquiera nuestros hijos, y las generaciones que nos sigan -si es que siguen. Si de nuestras derrotas estamos hablando, los que estamos necesitados de oraciones, de consuelo y de luz, somos, en primer lugar, nosotros. Dejemos, entonces, la adolescencia, tratemos de mirarnos con más humildad y aprendamos a tener misericordia de nosotros mismos. Necesitamos ayuda, necesitamos dar y pedir ayuda, y necesitamos orar para descubrir cómo ayudarnos. Cosa de que «la aflicción no nos haga perder la gracia y la gloria». Para que las derrotas nos aprovechen.
1. «Todo lo que sucede es adorable», dice Bloy – y ve morir a sus
dos hijos varones. El mismo Bloy que admira a Napoleón porque (todas las
otras consideraciones y juicios humanos aparte) ve en él
«una de las más hermosas obras de Dios». El mismo Bloy que
abomina de la Revolución Francesa y al mismo tiempo reprocha
al tradicionalista De Maistre que se negara a ver que «en 1789 Dios quiso cambiar
la faz del mundo».