Hablamos de salamandras

El pobre Gussie Fink-Nottle tenía serios problemas para declararle su amor a Madeleine Basset. Era un tipo tímido, retraído (un nerd, diríamos hoy), que vivía solo en el campo, dedicado apasionadamente a su hobby de criar salamandras. Su amigo Bertie Wooster lo ayudó con consejos, y preparó (¡no sin sofocones!) el terreno. Pero el resultado de la entrevista que se suponía definitoria no fue el esperado. Al volver, Bertie encontró a Gussie completamente aplastado, y tuvo que pedir explicaciones a Jeeves:

… seguí a Gussie con ojos desorbitados, mientras desaparecía en la oscuridad.

—Jeeves —dije, y he de admitir que, en mi emoción, balé como un corderito que se dirige a sus padres—. ¿Qué diablos significa todo esto?
—El señor Fink-Nottle está algo fuera de sí. Ha pasado por una dura prueba.

Intenté recapitular los sucesos precedentes.

—Lo dejé aquí con la señorita Bassett…
—Sí, señor.
—Yo la había preparado.
—Sí, señor.
—El sabía exactamente lo que tenía que hacer; se lo aprendió al pie de la letra.
—Sí, señor. El sr. Fink-Nottle me ha informado de ello.
—Bien, y entonces…
—Siento decirle que sobrevino un pequeño percance.
—¿Quiere decir que algo ha salido mal?
—Sí, señor.

No podía imaginar qué había sido; mi cerebro hervía en su reino.

—Pero ¿cómo podía salir mal? Ella lo ama, Jeeves.
—¿De veras, señor?
—Me lo ha dicho clara y rotundamente. El no tenía más que declararse.
—Sí, señor.
—Pues bien, ¿no lo ha hecho?
—No, señor.
—¿Y de qué diablos ha hablado?
—De las salamandras, señor.
—¿De las salamandras?
—Sí, señor.
—¿Salamandras?
—Sí, señor.
—Pero… ¿qué necesidad tenía de hablar de salamandras?
—No tenía necesidad alguna, señor. Por lo que he podido saber por el sr. Fink-Nottle, nada distaba más de sus propósitos.

No lograba comprenderlo.

—Pero nada puede obligar a un hombre a hablar de salamandras.
—El sr. Fink-Nottle fue víctima de un repentino y desgraciado ataque de nerviosismo, señor. Confiesa que perdió la cabeza al encontrarse a solas con la srta. Bassett. Son circunstancias en las que muchos caballeros suelen hablar con atolondramiento, y decir lo primero que se les ocurre. En su caso, fueron las salamandras, y su tratamiento, tanto en la salud como en la enfermedad.

La venda se me cayó de los ojos. Lo comprendí todo. A mí me había sucedido lo mismo en ciertos momentos de crisis. Recuerdo haber detenido a un dentista con el trépano preparado para horadar mi canino inferior, entreteniéndole durante unos diez minutos con el chiste de un escocés, un irlandés y un judío. Algo completamente automático. Él intentaba continuar con su trabajo, pero yo barboteaba sin parar palabras incomprensibles. Cuando uno pierde el dominio de sus nervios, comienza a balbucear.
Me imaginaba en el lugar de Gussie. Podía reconstruir la escena. Madeleine Bassett y él se hallan solos en la tranquilidad del anochecer. Sin duda, siguiendo mis consejos, él ha iniciado el discurso con la puesta de sol y las princesas hechizadoras, y llega al punto en que exclama «Tengo algo que decirle». Imagino que ella baja la vista, musitando: «¡Oh! ¿sí?» Él continúa diciendo que es un asunto muy importante, y ella contesta: «¿De veras?», o bien: «¿Si?», o sencillamente retiene el aliento. Y en aquel momento sus ojos se encuentran, exactamente como los míos encontraron los del dentista, y repentinamente él siente que algo se agarra a su estómago, y todo se vuelve oscuro a su alrededor y oye su propia voz que habla de salamandras.
Sí: ésa es una psicología que yo podía comprender perfectamente.
A pesar de todo, lo de Gussie era imperdonable. Al darse cuenta de que estaba divagando con las salamandras, debió callarse, aún a costa de permanecer mudo como un palo. La agitación del momento no le excusaba. Ninguna muchacha que está esperando la declaración de un amor apasionado puede soportar una disertación sobre un lagarto acuático.

—Malo, Jeeves.
—Sí, señor.
—¿Y todo aquello ha durado mucho?
—Creo que un tiempo considerable, señor.  El sr. Fink-Nottle, según me dijo, suministró a la srta. Bassett información completa y detallada no sólo de las salamandras comunes, sino también de las variedades crestudas y palmadas. Le describió cómo, durante la época de la reproducción, las salamandras viven en el agua, alimentándose de ranitas, insectos en estado de larvas y crustáceos; cómo más tarde se encaminan a tierra y comen caracoles y gusanos; cómo la salamandra recién nacida exhibe tres pares iguales de agallas externas parecidas a unas plumas. Y cuando estaba observando que las salamandras difieren de los lagartos por la forma de la cola, que es aplastada, y que un marcado dimorfismo sexual prevalece en muchas especies, la señorita se levantó y dijo que deseaba volver a casa.
—¿Y entonces?
—Se fue, señor.

Permanecí pensativo. Comprendía cada vez más lo difícil que resultaba ayudar a un tipo como Gussie…

Esto es un fragmento de Right ho, Jeeves! (De acuerdo, Jeeves), uno de los mejores libros (que no es poco decir) de P. G. Wodehouse (veo ahora que John Le Carre lo pone por las nubes).

 

Bien. Este blog no ha muerto. Sigo. Seguiré, me temo (y en compañía de tantos —casi todos— católicos —que es decir, cristianos— que andan por aquí) hablando precisamente de estas cosas. Hablando de salamandras — comunes, crestudas y palmadas. Por más que se suponga que estamos enamorados… hablamos, sin parar y exclusivamente, de salamandras. Quizás sea, nomás, una especie de timidez o torpeza. Ojalá.

# | hernan | 27-julio-2015

3 comentarios sobre “Hablamos de salamandras

  1. Cristina Brackelmanns

    El amor, como el dolor, da pudor. Y si se trata de amor a Dios, más pudor todavía. Es más fácil discutir, sostener, criticar, defender… De todos modos, hay que suponer que todo eso se hace desde el amor. Seguro que míster Fink-Nottle no le habría soltado el discurso sobre las salamandras a la srta. Bassett de resultarle indiferente.
    Y , con todo, ¿ quién ocupa en tu lectura el lugar de la srta. Basset? ¿ los lectores, los interlocutores, Dios mismo?
    Si lo lees pensando en Dios, en Dios esperando una apasionada declaración de amor , no recibiendo más que peticiones, lamentos y elucubraciones, y no pudiendo siquiera levantarse y marcharse, resulta tremendo.