La captación «ontológica» de la muerte está implícita en la doctrina cristiana del pecado original. Es característico de una existencia «caída» llevar la muerte dentro de sí. Existir como «caído» o como «perdido» es existir con una existencia que uno no ha elegido, que puede resultar sin sentido, destinada a una muerte de la que uno no puede evadirse. Pero otra característica de la existencia caída es que trata de olvidar la muerte sumergiéndose en «el mundo». El hombre, como dice Heidegger, huye de sí mismo y «desea caer en el mundo». Es decir, trata de olvidar su temor interior a la muerte tomándose interés por objetos, sumergiéndose sin finalidad en la opinión pública y la acción. Tal tentación no podría ser seria si no fuera capaz de convencerse a sí misma de la gran importancia de sus intereses, sus opiniones y sus actos.
Pero ciertas formas de la vida social —en especial las rutinas de la sociedad masiva— son tan patentemente artificiales que es difícil que incluso los que no son muy inteligentes se dejen capturar completamente por ellas. De ahí una sensación general de incomodidad, la sensación de que a uno «le han engañado», y un resurgimiento subsiguiente de la angustia y el terror. Pero el hombre trata de justificar su existencia inauténtica con la ilusión de que sigue siendo dueño de su destino y del mundo, y con la ilusión sucesiva de que casi ha alcanzado el punto en que habrá dominado la enfermedad, la desesperación y aun quizá la misma muerte. Así sigue adelante de modo frívolo y deshonesto, sin pensar en la muerte y sin tomar ninguna decisión que oriente su vida a la vista de la muerte.
Vivir inauténticamente en el mundo, pasar la vida entera evadiéndose de la realidad de la muerte, y luego, encima de todo, decirse a sí mismo que se tiene la respuesta a la pregunta de lo que pasa después de la muerte: ese puede ser un nivel más profundo aún de auto-engaño. Uno quizá puede lograrlo por un empeño terco e ingenuo en creer que después de la muerte todo seguirá como ahora, salvo que el dolor y la preocupación ya no serán problema. Tal actitud no es cristiana: es sencillamente una regresión a una forma grosera de paganismo. La fe cristiana no nos da respuestas detalladas y exactas en cuanto a lo que ocurre después de la muerte: en cambio, nos apremia a hacer frente a la muerte, a tomarla en cuenta, a superar nuestro miedo a ella y a vencerla en Cristo. Eso es otro asunto muy diverso.
Debería haber más cristianos que se dieran cuenta de esto, en vez de hacer sus piadosas consideraciones sobre cielo e infierno (si las hacen) sencillamente como modo de eludir la necesidad de enfrentarse a la muerte en su realidad. Pero, una vez más, la fe cristiana no pretende responder a la pregunta «¿Qué pasa después de la muerte?» Más bien contesta a la pregunta: ¿qué es la muerte? ¿Qué significa la muerte, en mi existencia, ahora? Pues la muerte no es meramente el inevitable fin de la vida, un fin que ha de llegar, nos guste o no. No es meramente una necesidad penosa, como pagar los impuestos. El hecho de la muerte no es meramente el cierre de todas las posibilidades, la negación de elección y esperanza. No soy libre de no morir, pero sigo siendo libre de hacer lo que quiera de una vida que debe acabar en muerte. Pero un auténtico uso de esa libertad exige que tome en cuenta la muerte. Fingir vivir como si no me pudiera tocar la muerte no es un uso racional y humano de la libertad. Tal «libertad» no tiene de hecho ningún sentido. Es un engaño.
En el corazón de la fe cristiana está la convicción de que, cuando se acepta la muerte en un espíritu de fe, y cuando la vida entera está orientada a la entrega de sí misma, de modo que al final uno la devuelva alegre y libremente en manos de Dios el Creador y Redentor, entonces la muerte se transforma en un logro. Uno vence a la muerte con el amor; no con la propia virtud heroica de uno mismo, sino tomando parte en ese amor con que Cristo aceptó la muerte en la Cruz. Eso no resulta visible a la razón: es, precisamente, materia de fe. Pero el cristiano es una persona que cree que cuando ha unido su vida y su muerte con el don que Cristo hizo de sí mismo en la Cruz, no ha encontrado solamente una respuesta dogmática a un problema humano y un surtido de gestos rituales que consuelen y alivien la ansiedad: ha obtenido acceso a la gracia del Espíritu Santo. Por eso, ya no vive por su propia existencia caída y confiscada, sino por la vida eterna e inmortal que se le da, en el Espíritu, por Cristo. Vive «en Cristo».
Entonces lo que «viene después de la muerte» todavía sigue sin ponerse en claro en términos de un «lugar de descanso» (¿un cementerio celeste?) o un paraíso de recompensa. Al cristiano no le interesa realmente una vida dividida entre este mundo y el otro. Le interesa una sola vida, la nueva vida del hombre (Adán —todos los hombres— en Cristo y en el Espíritu), ahora y después de la muerte. No pide un plano de su mansión celeste. Busca el rostro de Dios, y la visión de quien es vida eterna (Juan 17, 3).
(Thomas Merton – Conjeturas de un espectador culpable)