Reaccionario… puede significar varias cosas; pero acá tratamos de aquella actitud belicosa, enemistada con el tiempo presente. En este sentido restringido podemos estar de acuerdo en que —por ejemplo— Bloy era un reaccionario.
Algunos lo han comparado con los profetas del Antiguo Testamento. Casi un cliché. Aquellos viejos profetas, ásperos e incorruptibles, fustigadores del mundo aburguesado y anunciadores del tronar del escarmiento. También es un lugar común (especialmente grato a aquellos tristes católicos de triste ortodoxia que necesitan sentirse acompañados) el hecho de que los profetas falsos, por lo general, eran los optimistas, los antiapocalípticos, los «acomodados al mundo».
¿Vale algo esta semejanza, justifica en alguna medida al reaccionario Bloy, y al reaccionario en general? Yo creo que sí – en su justa medida.
La aspereza del profeta -y la de sus émulos- es justa en la medida que es pura; desinteresada. Lo que fustiga es lo suyo: las ilusiones de la propia tribu (sea a amores imaginarios —el pasado glorioso, el culto, nuestro Yahveh— sea a odios imaginarios —el enemigo extranjero, como causa de todos los males). Lo del profeta podrá ser también una especie de odio; pero nunca egoísta, nunca sentimental ni aglutinador. Es un odio fecundo, que quema y cura, que no te distrae ni te soba el lomo.
Claro que es fácil engañarse; jugar al reaccionario terrible, mientras se hace trampas como gorda a dieta. Es fácil confundir el autosacrificio con el autohalago, la severidad medicinal con el resentimiento envenenador de viejo cascarrabias; y es difícil dar criterios externos. Pero se me hace que Bloy aprueba —no sin lunares— el examen. También su odio al mundo moderno era sin parcialidad («Negaba imparcialmente la ciencia y el régimen democrático», acierta aquí Borges). Sin ventajas y sin red. Lo suyo era «el desprecio universal, absoluto, hacia los hombres y las cosas», como dice en una página de su último libro. Era en cierta manera el ideal al que tendía, que sólo rozaba muy imperfectamente – como un músico o un poeta. Más fuente de frustración que de consuelo. Útil, sí, pero no al nivel de las utilidades al que uno instintivamente apunta. Su anti-modernismo no le servía para enfervorizar al católico practicante que leía La Croix, ni para verse retratado en el equipo de los buenos, ni para participar en marchas enarbolando banderas patrióticas o monárquicas -o religiosas. Ni siquiera para sentirse, como católico formado e informado, bien abastecido de juicios seguros sobre todas las cosas y las personas. Un «despreciador universal» no va hacer exhibicionismo de sus opiniones, no te va a dar reportajes esclarecedores de la situación, ni te va a explicar por qué tenemos que estar a favor o en contra de Dreyfus (y menos a repartir porcentajes de razón). Y es que todas esas vanidades tribales (los reportajes y los porcentajes, las opiniones y las votaciones, las militancias pro o anti dreyfusistas)… todo eso es justamente lo que el profeta debe despreciar y abominar.
¿Estoy poniendo a Bloy en un pedestal demasiado alto? No, no se trata de Bloy. Es, repito, la ilustración que tengo más a mano. Cierto que sólo en un sentido impropio puede decirse que Bloy sea un profeta (aunque von Balthasar —nada menos— lo afirma sin muchos reparos). También es verdad que ser profeta, en este sentido, no tiene por qué ser un modelo de perfección cristiana, así sin más. Y en fin, no sé si se ve claro por qué me parece mejor ser despreciador absoluto que parcial; y cómo es que esa especie de odio puede ser legítimo, sobre todo en vista de la obligación cristiana, grave e incondicionada, de amar al prójimo —lo cercano—… que de allí veníamos. Quizás ya se está viendo; y si no, veremos (y veremos acaso por qué importa verlo).
A todo esto: el texto de la primera lectura de la misa de hoy (Dios poniendo en su lugar a uno de sus profetas!) viene que ni pintado: