A propósito de judíos, pero más a propósito de sínodos, doctrinas y gradualismos, un texto del rabino Abraham J. Heschel que leí ayer nomás:
… El concepto de la unidad del pueblo es importante para nosotros. Pero este pensamiento abstracto no es suficiente para nutrir nuestras vidas. La unidad se convierte en realidad sólo cuando se traduce en una forma de vida. El judaísmo es una realidad histórica, no sólo una idea de la mente o un sentimiento del corazón. No es un concepto que sobrevuela entre el cielo y la tierra, sino un conjunto vivo de pensamientos, acciones, sentimientos; y por lo tanto, no es estático ni inmutable. Deriva su brillo y su sustancia de las chispas de luz que están en el alma del judío. Cada judío está obligado a llevar la luz eterna. Se dice que el alma del hombre es una luz. Así vivimos en cada generación: obtenemos el sustento el uno del otro, tal como una vela enciende a otra y no sufre pérdida; así el judío obtiene un poder renovado de sus prójimos y de sus maestros.
Aun si algún integrante del pueblo judío realiza una sola mitzvá, es como si hubiera reconstruido las ruinas de la Casa de Israel. No debemos subestimar el valor de las identificaciones modestas, de los momentos de fervor o los episodios de devoción […]
Las puertas de la halajá están cerradas. Nadie sale y nadie entra. Los de adentro no se preocupan por los de afuera. Los de afuera no comprenden a los de adentro. La puerta ha sido trabada, los que golpean y están ansiosos por entrar, se cansan esperando que vuelva a abrirse.
Hay opiniones muy extendidas que claman a gritos por una revisión. La despersonalización del pensamiento judío nos ha infligido una concepción negativa de la halaja. La ley judía se ha convertido en un «lo con alef» [negación]. Hablamos de ella como si sólo estuviera dotada de atributos negativos. Aun las celebraciones son consideradas en sentido restrictivo, como si la función primaria de la halajá fuera limitar, negar, privar. Olvidados están el regocijo y la función del guía, el sentido del significado divino de los actos humanos, la afirmación del parentesco con Dios que debe necesariamente experimentarse en la observancia judía. No es necesario ser un erudito para experimentar la majestad eterna de las palabras bíblicas. No es necesario ser un santo para sentir que el Shabat es un deleite. «El implantó la vida eterna en nosotros». El judaísmo es el ancla del sentido último para un mundo tambaleante.
Existe también la idea de que la observancia es todo o nada: todas las reglas tienen igual importancia, y si se saca un ladrillo se derrumba el edificio. Tal intransigencia, aunque muy loable cuando es expresión de devoción, no está justificada, ni históricamente ni teológicamente. Hubo épocas en la historia judía en que algunos aspectos de la observancia ritual no contaban con la adhesión de judíos que, sin embargo, vivían de acuerdo con la Ley. ¿Y dónde está el hombre que puede declarar que ha sido capaz de cumplir literalmente con la mitsvá de «ama a tu prójimo como a tí mismo»?
[…] Los intransigentes se niegan a renunciar a una sola iota, y sin embargo están dispuestos a renunciar a gran parte del pueblo judío. ¿Es el modo de la Torá, decir a la mayoría de nuestro pueblo: «Sáquense de la cabeza la idea de que comparten el Dios de Israel»?
No pisemos la cabeza de la gente. No debemos suprimir a los que se han ido, a los sumidos en ignorancia. Para salvar un alma, puede suprimirse el Shabat – y la palabra «alma» tiene más de un significado. Hagamos volver a los alejados. Aun los que sienten un mínimo de vinculación, tienen capacidad de grandeza.
La Torá como una forma de vida total ha sido abandonada por nuestro pueblo, y no podemos imponérsela. Debemos desarrollar una pedagogía del retorno; debemos idear una escala de observancia. No tenemos el derecho de abolir la halajá, pero tampoco tenemos el derecho de abandonar al pueblo judío. […]
En nuestra generación, aún el esfuerzo modesto hecho con cavaná [intención recta], por amor a Dios, es mucho más precioso a los ojos del Señor que las grandes acciones de las generaciones del pasado. […] Efectivamente, somos espiritualmente pobres. En vez de entregarnos a la tristeza y reflexionar sobre nuestros fracasos, emprendamos un nuevo esfuerzo para revivir los huesos secos. La montaña de la vida judía plena es muy elevada, y muy pocos los hombres saben cómo saltar desde el valle hasta la cima. Si decretamos que un judío no posee status de tal a menos que viva en la cima y cumpla con todos los detalles de todos los mandamientos, las masas quedarán en el valle. Rabí Iehuda Ben Baba dijo: «No todos los hombres, ni todos los lugares, ni todos los tiempos son iguales» «La Torá habla en el lenguaje del hombre» «Vengan y vean cómo la Voz llega a todo Israel. Cada cual la oye según su capacidad. Los ancianos, los jóvenes, las mujeres, y aun Moisés, cada cual en la medida de su capacidad» […]
En beneficio de aquellos que se hallan en condiciones de retornar, debemos colocar una escala en el valle: una escala de estudio y una escala de observancia. Nuestro consejo a toda persona debería ser: «Cumple con todo lo que puedes, y un poco más de lo que puedes. Y lo esencial es esto: Un poco más de lo que puedes».
Para que tal pedagogía sea eficaz, será necesario prevenir la tendencia a minimizar. El nivel de la vida judía nunca debe ser estático. Es tarea de la pedagogía religiosa inculcar la noción de que la vida del espíritu no se detiene: o ascendemos o descendemos…
(De una edición argentina: «La democracia y otros ensayos», que no menciona título original ni referencias. El texto en inglés -me costó ubicarlo- se puede leer aquí. La fecha debe rondar 1960).
Me pregunto cuándo terminaremos con el sofisma de identificar los preceptos y mandatos de hombres de la ley judaica, que Jesús abrogó, con los mandamientos de la ley de Dios, que El quiso ratificar y perfeccionar, jamás derogar. Es una analogía tan mentirosa, que no puedo creer que un cristiano pueda aceptarla. Pero bueno, es tiempo de confusión.
Muchísimas gracias por este texto. Le tengo un gran respeto a R. Heschel, pero lo conocía (y sólo por una obra) en su vertiente de exégeta (la agotadísima y brillante obra «Los profetas»).
La verdad que la convergencia de esta meditación con la que puede hacer un cristiano entre la tensión de la radicalidad del evangelio y las exigencias de la misericordia es asombrosa.
Desde el punto de vista histórico, es evidente que esta línea de rabinismo (que genéricamente se emparenta con el «reformismo» judío) tiene muchísima influencia de la piedad cristiana (entendida de manera humanística, desde luego, no con su centro en Cristo), pero igual es asombroso cómo consiguen que esa línea ancle en una lectura muy cuidada y sentida de lo que nosotros llamamos Antiguo Testamento, y que leemos como si viniera de otro dios, o de otro mundo, o al menos no tuviera para decirnos más que un conjunto de notas para construir el puzzle de la simbología cristiana. Ya se ve: tiene mucho más para decir, incluso de manera convergente con nuestro mensaje, como no podía ser de otro modo puesto que es el mismo Dios quien no ha dejado de hablar desde la palabra creadora hasta la redentora.
Dios quiera que haya cada vez más cristianos sensibles a esa necesidad de unidad concreta, vital, incluso hasta numérica (que queramos ser «muchos», no en sentido estadístico, sino por la urgencia de querer que todos participen de aquello en lo que fuimos encontrados e incluidos).
Muchísimas gracias de nuevo por este precioso texto.