Salió en unos mails el eterno tema del Bien: qué significa tender al Bien, o luchar por el Bien, o hacer el Bien, o ser bueno. Y si todo es lo mismo o no. Y qué determina que un acto sea bueno, y cuánto importa la norma (o la ley, o la moral «objetiva», o la clasificación de los actos según su «especie») y cuánto importa la intención; y cuál es el verdadero sentido de que «el fin no justifica los medios», y el árbol malo y los frutos buenos, y cosas así.
Cosas que me vienen rondando hace tiempo. Anoto acá una punta de tantas.
Es muy conocido aquel dilema —de Rousseau, creo… ¿o Voltaire?— del mandarín rico:
Digamos que en algún lugar remoto de la China (cuando todavía había lugares verdaderamente remotos) existe un mandarín muy rico. Se da la circunstancia de que puedo matarlo con sólo apretar un botón, y en ese caso su enorme fortuna será mía. Tengo la completa certeza de que nadie sospechará nada, y de que nunca habrá consecuencias, ni siquiera afectivas —no tengo nada que ver con el mandarín, está lejos, los respectivos entornos humanos no se tocan ni nunca se tocarán—.
¿Mataré al mandarín?
Es fácil contestarse que uno no lo haría. No es tan fácll estar seguro; sobre todo si uno no es joven.
Pero, de todas maneras, acá no habría muchas dudas sobre qué está bien y qué está mal. No es esto lo que me interesa ahora. Pensemos en todo caso en algunas variaciones.
Podríamos empezar limpiando el ejemplo de egoísmos materialistas: suponiendo, por ejemplo, que queremos su fortuna para dedicarla a una causa buena y urgente. Quiero, necesito la fortuna del mandarín para salvar vidas inocentes; o más: la necesito para salvar almas. ¿No ves? Si no mato al mandarín ocurrirá una serie de desgracias —materiales y espirituales— que desespera el solo pensarlo. ¿Porque el mandarín es malo? Bueno, podría ser… pero esto nos llevaría a los trillados dilemas sobre si —de tener la oportunidad, la presciencia y/o la posibilidad de un viaje en el tiempo— sería moralmente aceptable matar a Hitler en 1930 (o antes). Y no es que por trillados estos dilemas dejen de valer la pena. Es que también se aparta de adonde voy.
Prefiero suponer al mandarín ajeno a todo. Porque no se trata tanto de decidir si mi acto está bien o está mal.
¿Y de qué cuernos se trata?, ¿adónde vas?, dirá el lector impaciente.
Se trata de algo más radical, algo que cuesta expresar. Imagino una posición moral y desesperada, algo que podría llegar a encarnar algún personaje de novela, uno de esos medio patológicos o exaltados de Dostoyevsky… Digamos, a modo de esbozo:
«Yo sé que el acto está mal, pero no puedo resignarme a no hacerlo. Y eso (acá lo paradójico) no por irreflexión ni por egoísmo, sino por una exigencia moral, por odio al mal. Es que el bien que causa el asesinato del mandarín (el mal que cura o previene, mejor dicho) me pesa demasiado. Y digo «me pesa» porque no pretendo justificarme, ni ante los hombres, ni ante Dios, ni ante mí. Yo no diré que el fin justifique los medios, no me defenderé ante el tribunal de la moral pesando males y bienes en ninguna balanza. No. Sé que mi acción «está mal», pura y simplemente, aun considerando sus consencuencias, veo, —no sólo en abstracto sino también y sobre todo en concreto— que no hay que hacerla, y que es justamente condenable (aun considerando sus consecuencias, repito); no se trata de normas o leyes; está mal y punto. No pretendo salvarme; sé que me condeno, en cualquier sentido de la expresión y ante todos los tribunales dichos. Con todo eso, y por amor al bien, porque no puedo aceptar el mal, —por esas vidas salvadas, por esos suicidios no consumados, por esas inocencias rescatadas, por esos niños no abortados, por esas humillaciones evitadas, por esas opresiones rotas, por la felicidad de todas esas gentes que no me conocerán —elijo condenarme. Mañana mataré al mandarín.»
Dirá alguno que es una locura, que es absurdo, y de hecho imposible; que nunca ningún hombre pensó así. Otro dirá que todo el que comete un mal, en cierta manera, piensa así. Y otro dirá que, puesto que todos somos malos… etc.
Y aun si así fuera, nos quedaría por aclarar qué quiere decir «en cierta manera», y cuáles serían los medios y remedios (supuesto que
descartamos la sordera moral, la tibieza o el nirvana)
para preservarse de esta especie de locura. Todo lo cual
es, por cierto, mucho más difícil que imaginar monólogos de personajes patológicos de novela.