Leí hace un tiempo, por mis pecados, una de esas entrevistas (o interviús) que gustan de hacerse entre sí nuestros católicos dendeveras — esos que saben de qué va el asunto, no va Ud. a comparar con el 99% de los clérigos y los parroquianos que uno se cruza cualquier domingo en un misa ordinaria (y novus ordo). Lo de siempre: el diagnóstico de la situación, el cóctel de irritación y lamento con unas gotas de pose de mártir… Ay, ay, qué tristeza, cómo sufrimos los católicos dendeveras… La clarividencia es una carga tan pesada… Quien ve, ve cosas feas, ve las lacras de nuestro mundo moderno: la apostasía, la desacralización, el plebeyismo, los télefonos celulares, el piercing… «La lista sería interminable». (Si se escribieran uno por uno, el mundo no bastaría para contener tantos libros…)
Pero ¿a qué voy? A que en su listado de calamidades contemporáneas el tipo incluyó a «las monjitas de caras seráficas». El entrevistador (lo imagino divertido ante la salida, y dispuesto a esa complicidad de los iniciados) le preguntó qué tenía en contra de las monjitas de caras seráficas. Respuesta:
Yo lo primero que recordé fue el domingo de Ramos, con los festejantes y los escribas… pero, bueno, digamos que eso es cosa mía. Recordé también otra cosa, no mía sino de aquel blog de Amy Welborn, que, ocho años después, vuelvo a copiar:
Elemental, mi querido Watson. Cualquiera puede entenderlo, cualquiera puede ver que la fórmula no es mera fórmula, y que la noticia desnuda («Tenemos papa») es motivo legítimo de gozo para un católico. Lo pueden ver los católicos y también los no católicos; parece que hace falta ser un supercatólico para no verlo. Lógico—dicen estos—, cómo vamos a alegrarnos, así nomás, a secas. No. Hay que saber primero el nombre del elegido; tenemos que examinar su curriculum, a ver qué puntaje le damos, tenemos que medir su ortodoxia (¿es «de buena línea»? ¿cuánto acusa en el derechómetro? ¿no irá a venir con novedades? ¿cuál será «su rumbo»?). Lo que tenemos que hacer no es festejar, sino juzgar; nuestra tarea es forjarnos opiniones de calidad («…podría haber sido peor, pero tampoco..») Sólo después y al tenor de nuestros dictámenes, veremos cómo reaccionar. Veremos si las cosas —los hombres, la civilización, la Iglesia— no caen muy por debajo de nuestras expectativas, veremos si el cosmos merece que le concedamos nuestra sonrisa y nuestro aplauso.
Mientras tanto, la inmensa mayoría de católicos, monjitas incluidas, están simplemente contentos. Esa alegría de los simples que para tantos escribas (sean católicos, judíos, cientificistas o trotskistas) siempre será signo de estulticia.
Chesterton, por lo que veo, no les ha servido de nada.
Meto la cabeza bajo la canilla de agua fría, y sigo. Concedamos. Concedo que ciertos entusiasmos pueden causarme irritación, que ciertas alegrías (católicas entre otras) puedan resultarme impostadas, inmoderadas o huecas. Concedo incluso que el caso en cuestión (risitas monjiles en la plaza del Vaticano) puede, eventualmente, inspirarme lo mismo. Entiendo también que a uno puede resultarle mejor o peor la elección de determinado papa. Entiendo todo eso. Hasta ahí. Pero, aún con todo eso, estoy lejos de estos supercatólicos. Estuve cerca; y quiero estar más lejos; a ver si aprendo a festejar.
Cuando Cristo puso el ejemplo de los dolores de parto, parece haber dado por sentado un rasgo humano universal: que una madre se olvida de su angustia y su dolor ante la alegría de que haya nacido un hombre en el mundo. Se ha hecho notar el detalle de que no diga «le ha nacido un hijo», sino «ha nacido un hombre en el mundo», como si eso solo fuera suficiente y principal motivo de gozo. Y, en efecto, el hombre naturalmente se alegra. Y la humanidad cultiva con curiosa obstinación esa alegría, hace de ella una obligación casi sagrada. Incluso en circunstancias poco auspiciosas, algo siempre nos empuja a tratar un nacimiento como una buena noticia, a felicitar y a felicitarnos. Un racionalista podría acusar a esta vieja humanidad de inconsistencia o de hipocresía, y levantar objeciones. ¿Por qué alegrarse por un nacimiento, así a priori? ¿de veras es un bien? ¿por qué? ¿para quién? Un ateo nihilista (y quizás un católico apocalíptico) podría decir que nacer en este mundo es más bien una desgracia; un economista podría objetar que, antes de decidir si es una buena noticia, habría que evaluar sus efectos sobre la economía mundial; un cientificista podría reducir esa convención a motivaciones evolucionistas; un marxista podría preguntar por la clase social, y ver si ese nacimiento tiene visos de cooperar a la revolución. Y, en general, cualquier ideólogo, cualquiera que tenga una noción determinada de «qué es lo que necesita el mundo» juzgará que ese nacimiento es causa legítima de alegría sólo si coopera para ello. Todos estas especies de enfermos coinciden, no sólo en rechazar la incondicionalidad de tales alegrías comunitarias, sino en considerarlas como meros sentimientos, que deben justificarse ante el tribunal de la razón: el festejo es legítimo si consagra un resultado positivo – siempre según nuestros esquemas de cómo deben ser las cosas.
Pero no se trata de eso, en absoluto. Los hombres no festejamos en primer lugar los resultados; festejamos las promesas. Puntos de partida, más que de llegada. Son los principales motivos de fiesta: un nacimiento; una boda; la fundación de una ciudad… Si celebramos una boda, y nos alegramos con los novios, no lo hacemos en función de un juicio particular; no se trata de que esta pareja nos parezca adecuada, que el novio o la novia haya acertado en su elección, no es que este matrimonio en particular prometa. Lo que promete es el acto del matrimonio, en sí; una promesa de felicidad, que abarca a la comunidad («un evento total, que es más que un evento, que se extiende hacia el pasado y hacia el futuro, y nos contiene a todos»). Fidelidad y esperanza. Si este matrimonio resultará bien o no, no lo sabemos, y sería impertinente hacer cálculos de probabilidades. Como tampoco sabemos si tal o cual recién nacido irá a resultar un buen hombre. Es una promesa, nada más, y nada menos. Y la celebramos, es decir: la damos por buena. Y al alegrarnos, al hacer «votos de felicidad», en cierta manera nos hacemos solidarios, alentamos y nos comprometemos a ayudar a que la promesa no resulte frustrada.
En este sentido, comulgar con las alegrías de los hombres es, además de un signo de salud, una obligación, una tarea común que se nos ha encomendado. Claro que, para ver así las cosas, es necesario hacerse cargo de que tenemos una tarea común; de que estamos remando en el mismo barco. Cuando uno se habitúa a mirar al mundo (a nuestro mundo) como un juez o como un crítico de cine, desde afuera —desde arriba—, alternando sonrisas de suficiencia con muecas de asco… aquello se torna difícil. Y tampoco predispone a la celebración de un nacimiento (promesa, punto de partida, comienzo del viaje) aquella desesperación resentida —adornada con todas las filacterias o maranathas que quieran—, que impulsa a desear «que todo termine de una buena vez»…
Y recordé lo que decía von Balthasar, que «sólo los cristianos pueden tener motivo y ánimos suficientes para seguir recorriendo el camino de la historia»… él no se refería, seguramente, a estos supercatólicos; quizás sí a aquellas simples monjitas que festejaban en la plaza de San Pedro.