Más allá del «Fin de Arda» el pensamiento de los Elfos no podía penetrar, y no habían recibido ninguna instrucción específica. Les parecía evidente que sus hröar* debían de acabar entonces, y que por tanto cualquier tipo de reencarnación sería imposible. Así pues, todos los Elfos «morirían» con el Fin de Arda. El sentido de esto lo ignoraban. Por esto decían que, si los Hombres tenían una sombra detrás, los Elfos la tenían delante.
Su dilema era el siguiente: la idea de existir sólo como fëar* les resultaba repulsiva, y les era difícil creer que fuera natural y se incluyera en los designios originales para ellos, puesto que eran esencialmente «moradores» de Arda y por naturaleza la amaban plenamente. La alternativa, que sus fëar también dejaran de existir en el Fin, les parecía aún más intolerable. Tanto la aniquilación absoluta como el cese de la identidad consciente repugnaban a su pensamiento y deseo.
Algunos argüían que, aunque íntegro y único (como Eru, de quien provenía directamente), todo fëar, por ser creado, era finito y por lo tanto podía tener duración finita. No podía ser destruido dentro de su tiempo asignado, pero después dejaba de existir, o de adquirir experiencia, y «moraba sólo en el Pasado.»
Pero nada de esto les bastaba. Porque, aunque un fëa, élfico pudiera vivir «conscientemente» o contemplar el Pasado, esta sería una condición completamente insatisfactoria para su deseo. Los Elfos tenían (según sus propias palabras) un «gran talento para la memoria», pero esta tendía más a la tristeza que a la alegría. Y además, por larga que fuera de la Historia de los Elfos antes del final, siempre sería demasiado poco. Estar perpetuamente «prisioneros en una historia» (como ellos decían), aunque fuera una gran historia de final victorioso, acabaría por convertirse en un tormento. Porque mayor que su talento de la memoria era su talento para crear y descubrir. Y el fëa élfico estaba diseñado especialmente para hacer cosas en colaboración con el hröa.
Por lo tanto, a los Elfos sólo les quedaba como último recurso
apoyarse en lo que ellos llamaban
la «estel desnuda»: la confianza en Eru, de que su propósito para
más allá del Fin sería (como mínimo) plenamente satisfactorio para todo
fëa, y probablemente contendría un gozo impredecible.
Pero ellos seguían creyendo que aquel propósito estaría en relación inteligible
con su naturaleza y deseos presentes, que procedería de ellos y los incluiría.
J. R. R. Tolkien – Notas a la Athrabeth (en El anillo de Morgoth)
* hröar=cuerpos, fëar=espíritus, Eru=Dios, Arda=mundo, o Sistema Solar (todo aproximado)
Incierto es, en verdad, lo porvenir ¿Quién sabe lo que va a pasar? Pero incierto es también lo pretérito, ¿quién sabe lo que ha pasado? No dudo que haya en nuestra conciencia una pretensión a fijar el pasado, como si las cosas pudieran hacerse inmutables al pasar de nuestra percepción a nuestro recuerdo. Pero si lo miramos más de cerca, veremos que el devenir es uno, y que es su totalidad (porvenir-presente-pasado) lo sometido a constante cambio. También es cierto que, como el punto de mira y los puntos de referencia varían de continuo —cuantitativa y cualitativamente— ningún acontecimiento de nuestro pasado ha de aparecernos dos veces como exactamente el mismo. De suerte que ni el porvenir está escrito en ninguna parte, ni el pasado tampoco. Y no digo esto para que os burléis de los historiadores, que siempre merecerán nuestro respeto, sino para que seáis más indulgentes con sus errores
Tampoco habéis de pitorrearos de los profetas; porque la pretensión de ver lo futuro no es mucho más usuraria que la jactancia de conocer lo pasado, en la cual todos hemos alguna vez incurrido.
Me diréis que, de lo pasado, siempre podremos afirmar algo con relativa seguridad, y que el hecho de que Bruto matase a César parece cosa bastante más firme y averiguada que lo que sería el hecho contrario, a saber: que César hubiera podido matar a Bruto. En eso tenéis razón. Pero ¡qué poca cosa es saber que Bruto mató a César! Porque cuándo, cómo —exactamente— y aun las circunstancias más nimias que concurrieron en aquel magnicidio, son cosas que estaremos averiguando hasta la consumación de los siglos…
Antonio Machado – Juan de Mairena
Jesús enseñó hasta la tarde. Habló de las misericordias de Dios para con su pueblo, de la ingratitud y pecados del pueblo, de los castigos sobre Jerusalén, de la destrucción del templo y de la última hora de la gracia que no querían recibir, que después de esta gracia despreciada no tendrían ya otra, como pueblo, hasta los postreros días, y que sobre Jerusalén vendría una destrucción más grande que las anteriores. Era una enseñananza de tono temible y aterradora. Todos escuchaban silenciosos y espantados, pues Jesús dijo bastante claro que era Él quien traía la salud, porque explicó las profecías, aplicándolas a este tiempo y a su Persona.
Los fariseos de aquí, que no valían gran cosa, y que como los de Akrabis le habían recibido cortésmente sólo en lo exterior, estaban callados y admirados, pero irritados en su interior, mientras el pueblo estaba conmovido, y alababa a Jesús. Habló también de los escribas que desvirtuaban las Escrituras con sus interpretaciones falsas y sus añadiduras.
Por la tarde hubo una comida en las chozas de arriba, pero Jesús bajó a las del pueblo, en la llanura, y allí consoló y exhortó. En este lugar, como los fariseos no estaban presentes para espiar, vinieron muchas gentes a Jesús, se echaron a sus pies, le honraban, exponían sus necesidades y confesaban sus culpas y pecados. Jesús consolaba a todos y daba consejos. Era un cuadro conmovedor ver todo esto, entre las lámparas que brillaban en la noche. Estas lámparas estaban cubiertas contra el viento, pero el resplandor amarillo de las luces se reflejaba tenuamente dentro y fuera de las chozas y sobre el verdor del suelo, los frutos y las personas. Era un espectáculo sumamente bello. Desde las alturas de Silo se podían ver los alrededores iluminados por las luces de las fiestas y se oían los cantos de las chozas más cercanas y de las más alejadas.
Jesús no sanó aquí a los enfermos, porque los fariseos los alejaban, y el pueblo temía a los fariseos. Tanto en Akrabis como en Silola consigna de los fariseos era: «¿Qué quiere de nuevo este hombre aquí? ¿Qué novedad nos trae ahora? ¿Qué piensa hacer aquí?…»
Ana Catalina Emmerick – Visiones (III, p. 30)