Quizás ya lo dije, pero en estos días -con estas entrevistas- lo vuelvo a notar:
1. «Hay que decir la verdad, aunque duela». Los católicos que -con ceño fruncido- machacan con esta frase, no parecen imaginar que algunas verdades pueden resultarle dolorosas a ellos. El dolor de los otros se corresponde a la amargura de los remedios saludables. El dolor nuestro se corresponde a la reacción ante el veneno. Si nos duele, es malo, es falso. Y cuando es el magisterio quien nos lastima con estos errores (o acaso ambigüedades, frases desafortunadas que los traductores y los medios tuercen y el vulgo malentiende) se suma un motivo de reproche: causarnos este dolor… a nosotros. «Cómo pueden hacernos esto, justo a nosotros, a los fieles»… dejar malparados a los militantes que nos pasamos defendiendo contra viento y marea la sana doctrina, qué falta de consideración, que ingratitud (recuerdo claramente este sentimiento, en mí, hace muchos años, a propósito de no se qué de JP2; y recuerdo, hace menos, el lamento de uno de estos cuando lo del B16 y los preservativos: «Tuve que explicarle a mi hija que en realidad…»)
2. «Los medios malinterpretan. La gente malentiende». De nuevo, los que se lamentan de esto son inmunes al peligro. Los que necesitan cuidado a la hora de interpretar, los que necesitan aprender y los que tienden a malentender… son los otros. Nosotros no tenemos, en esencia, nada relevante que aprender.