En la «Imago Mundi» del tal Honorio (y por extensión,
supongo, en la imago mundi medieval) el cosmos
consta de la Tierra en el centro -naturalmente-,
rodeada de la atmósfera (habitada por ángeles
-malos, en general), por encima giran los siete planetas,
por encima está el firmamento, y por encima de todo
el cielo (¿cómo? momento, momento).
Otro gusto medieval (antiguo, en realidad)
es el de las relaciones numéricas, los números vistos
como símbolos… No se van a creer que de casualidad
hay siete planetas (¿cómo ? ya va, ya va) y siete notas
musicales. Para Honorio, por ejemplo:
… el mundo es una cítara, y cada
planeta una nota musical. La Luna el
do, Mercurio el
re, Venus el
mi, el Sol el
fa, Marte el
sol, Júpiter el
la, Saturno el
si.
De la Tierra a la Luna hay, un tono. De la Luna a Mercurio, un semitono. De Mercurio a Venus, un semitono. De Venus al Sol, tres semitonos. Del Sol a Marte, un tono. De Marte a Júpiter, un semitono. De Júpiter a Saturno, un semitono. De Saturno a los signos del Zodíaco [que están sobre el firmamento, como veremos], tres semitonos. La suma son siete tonos, cada uno de los cuales tiene 15.625 millas, y cada semitono 7.812 millas y media, que corresponden a las distancias de los planetas entre sí. Así, pues, entre la Tierra y el firmamento hay 109.375 millas (unos 164.000 kilómetros). Por esto hay siete notas en la escala musical, nueve coros de ángeles y nueve musas [?].
Los planetas al rodar por sus órbitas producen una armonía maravillosa («cum dulcisona harmonia volvuntur, ac suavissimi concentus eorum circuitione efficiuntur»)., Pero nosotros
no la percibimos, porque entre ellos y la Tierra se interpone el aire y porque resulta demasiado grande para nuestros oídos, que solamente pueden percibir los sonidos producidos en aquel.
Esta armonía celestial se refleja en las siete voces de la música y en las siete partes de que se compone el hombre, que es un microcosmos. (Su cuerpo consta de cuatro elementos, y su alma de tres potencias, que hacen un conjunto de siete.)
Está claro que la luna y el sol se cuentan como planetas.
Después viene el firmamento:
… está entre las aguas superiores e inferiores. Es esférico y de naturaleza acuosa, compuesto de agua congelada como cristal. Está tachonado de estrellas fijas, que no se ven por el día, porque las oculta la luz del Sol.
…y después está el cielo, primero el «cielo acuoso», y después
el «espiritual» (morada de los nueve coros angélicos,
y donde van los santos), y finalmente el
«caelum caelorum», donde habita Dios.
Estas cosas suelen traerse para hacer reír, no es mi intento
(que no se enoje Fraile); aunque no les negaré el adjetivo
de «pintorescas», también creo entrever la belleza y
la grandeza de ese cosmos (imaginario, sí; pero acaso
no en mayor medida que cualquier otro cosmos al uso
humano).
Más bien me siento yo avergozado, al darme cuenta recién ahora
de que lo denota la palabra «
firmamento«, que yo tomaba
como sinónimo literario de «
cielo«: firmamento, claro, es
la bóveda celeste, la superficie esférica giratoria donde están incrustadas («firmes») las estrellas. Los planetas, claro, no están
en él.
Otra cosa a notar, que bien anota Fraile, es que el concepto
de la «música celestial» estaba muy extendido; un lugar común de la época, diríamos.
Y que está implícito en la cultura posterior, por ejemplo,
algunos
poemas de Fray Luis de León.