«¡Arriba los corazones!»
Nada infiel, a la letra y al espíritu, me parece. En todo caso, es la que yo uso – interiormente – y no sólo en misa.
el viento sopla donde quiere
Nada infiel, a la letra y al espíritu, me parece. En todo caso, es la que yo uso – interiormente – y no sólo en misa.
Releo lo anterior y trato de afinar la puntería: no es precisamente «sentimiento» lo que habría que oponer a aquellos razonamientos que arma nuestro abogado interior. Más en general: es la reacción interior inmediata, previa a toda reflexión. Sentimientos e impresiones, sí, pero también juicios de valor espontáneos —de hecho, suelen venir en yunta*.
¿Y a qué apuntábamos? A que, en interés de nuestra salud —interior y comunitaria—, deberíamos poner menos energía en racionalizaciones y polémicas, y dedicar más atención a esa inmediatez. Reprimir esa natural ansiedad por lograr que nuestras aprobaciones o rechazos resulten «sólidamente fundados» —por la razón, la autoridad (incluso tribal) o el dogma. Dar más lugar, en nuestra consideración y nuestra expresión, a esa instancia primaria, esa mirada… ¿puedo decir «fenomenológica», Jeeves? …. ¿no le parece? … no, es cierto que mucha formación filosófica no tengo, pero tampoco… ¿cómo?… no, no tengo muy claro lo que significa «fenómeno» en Kant, ni las diferencias con el «fenomenismo empirista», pero… algo… bueno, un poco de este (¿cómo se pronuncia?) Husserl leí, vamos… sí, es cierto que no avancé demasiado… ¿el señalador quedó en la página diecisiete, nomás? … claro, es que justo fue cuando conseguí el manga japonés aquel… y no, mucho no entendí, no… pero… está bien, Jeeves, está bien, gracias, vaya a plumerear un poco la biblioteca.
¿Mejor traemos un ejemplo? Ya trajimos uno; trivial y -por acá- trillado; pero vale. Escenario: en la misa dominical escucho una canción, con guitarras y ritmo agitado, y se me retuercen las tripas. «No me gusta nada esta canción de misa»: este vendría a ser el hecho más primario, una sensación; pura subjetividad. A remolque viene los juicios, todavía sin reflexión: «Esta canción es fea» (juicio estético), «Esta canción es inapropiada para el culto católico» (juicio religioso-cultual), «Está mal que canten -o permitan, o aprueben- esta canción en el culto católico» (juicio religioso-cultual-moral). Estos juicios realimentan el sector pasional (tristeza, ira…). Luego vienen generalizaciones («esta canción» → «este género de canciones» → «este estilo de culto»), y allí asoman, más o menos informes, los argumentos para dar fundamento (legal, dogmático, racional)** a mis juicios anteriores. En paralelo, constato que los mejores correligionarios —en la jerarquía o en la tribu— me acompañan en el sentimiento; y en la pesca de argumentaciones. No son «meras cosas mías». Son temas de peso, y por lo mismo, no subjetivos. (¿también «considera algo impertinente» que mencione a Kiekegaard acá, Jeeves?… está bien, está bien…)
Ahora bien: a mí se me hace que, de hecho, todo esto tiene algo de malsano. El peligro (este sí de peso; y como intenté mostrar en el post anterior, nada imaginario) de prostituir a la inteligencia, haciéndola servir de abogado que justifique nuestros sentimientos… eso es peor que cualquier «quietismo intelectual». Si la razón no sirve para hacernos ver, ni para hacer ver a los otros (a los aliados y a los adversarios), sirve al mal. Es en este sentido que quisiera menos razonamientos y más atención al dato primario. Soportar esa desnudez puede resultar un ejercicio saludable de ascesis y humildad: quedarse, hasta nuevo aviso, con el dato primario; no pretender saber más que eso: «A mi yo [N.N., en estas coordenadas de tiempo y espacio, con esta historia y estos genes] le disgusta esa canción de misa».
Me parece, repito, una cuestión de salud: hacia adentro y también hacia afuera; un matiz a acentuar para sanear la conversación, con los aliados y con los adversarios. Para seguir con el ejemplo trivial***, se me hace que si quiero comunicar a tal cura o guitarrista de sensibilidad progresista mis disgustos tradicionalistas, él sólo podrá encontrar un principio de comprensión y diálogo si le presento con llaneza mis datos primarios; si ataco con mis fundamentos («¿Ud. leyó el decreto tal y cual sobre la música sacra?»), automáticamente acudirá a su manual para lidiar contra fanáticos. Y yo no lo culparé.
* Nótese de paso que la expresión «Yo siento que… » normalmente viene seguida no de un sentimiento sino de uno de estos juicios espontáneos.
** «Sustento y marco teórico», dirían nuestros intelectuales de izquierda que suscriben cartas abiertas.
*** Espero que el ejemplo machacado no restrinja la cuestión a los alegatos tradicionalistas; ni siquiera a temas religiosos. Ya que mentamos la izquierda: es notable la facilidad con que estos enarbolan principios ‘ad-hoc’, para justificar la militancia; como si, por ejemplo, su posición frente el golpe en Honduras estuviera fundado en la defensa de la democracia (parafraseando lo de Groucho Marx: «Estos son nuestros principios; y cuando no nos convienen, tenemos otros»). Es más o menos lo mismo; aunque cuando de política se trata las graduaciones de hipocresía e ingenuidad son menos interiores.
«De todos modos» —me replica un lector— «me parece flojo de tu parte eso de “siento, luego escribo”.»
Sí, la verdad que sí. Flojito. Nunca me gustó, eso de poner al sentimiento como tribunal de última instancia («yo escribo lo que me dicta el corazón», «hay que sacarlo todo afuera», «no me importa explicarlo, así es como lo siento»), y creo que aquí tiendo más bien a pecar por intelectualismo que por sentimentalismo. En teoría, al menos. Así que no me enorgullece aquella frase que me endilga, lamentaría haberla escrito. ¿La escribí? A ver (releo mi mail previo)… y…. más o menos; le decía algo que suena bastante parecido… Bueno, trataremos de salvar lo que tenga de salvable —y no más. Porque, de verdad, es un tema que me preocuupa desde hace bastante tiempo.
La cuestión vendría a ser: distinguir el plano de los sentimientos y el de los juicios razonados. Distinción muy elemental, sí. Como elemental es la jerarquía: el primero es comparativamente irrelevante, sobre todo cuando se trata de gente adulta y masomenos instruida que (poesía aparte) quiere comunicar algo escribiendo —aunque sea en un blog.
Es claro: a nadie interesan tus gustos o disgustos; hay que ser un adolescente ególatra para postear estados de ánimo. Y no es precisamente signo de vigor intelectual arrancar un argumento con la frase «Me tiene harto [tal cosa]»…. ¿Y a mí qué cuernos me importan tus hartazgos? Si sabés señalar un mal que uno no ve claro, pues aportá algo de luz para verlo, en sus características o sus causas… O sus efectos. Pero no los efectos sobre el rinconcito insignificante de la realidad que son tus sentimientos; eso me ne frega.
Por aquí estamos todos de acuerdo,creo.
Pero, por otro lado: peor que exhibir sentimientos en su desnudez, puede ser racionalizarlos, maquillarlos para que luzcan como juicios razonados. Y de eso se ve demasiado, me temo.
Es fácil comprender el mecanismo. Uno siente un violento desagrado al —pongamos— escuchar una canción de misa; ese sentimiento (pasión – alteración) solicita algunas reacciones, sobre todo un reclamo interior de justificación y comunión. Decir(nos) sólo «a mí me revienta esa manera de tocar la guitarrra en la misa», atenernos al dato primario… no, eso no nos llena. Necesitamos sentirnos acompañados, y necesitamos tener razón. Y entonces salimos a recopilar razones: como explica el teólogo fulano, el canto litúrgico debe ser así y asá… y (esperen que revuelvo mi biblioteca…) según el decreto tal y cual ¡la guitarra no figura entre los instrumentos canónicamente aprobados para el culto!* ¿Ven? Ahí tienen. No se trata sólo de que a mí me moleste. Primero, no soy yo, somos nosotros (y nosotros no somos desdeñables). Y segundo: tenemos razón, y sabemos dar razones. Mi subjetividad importa poco, desde ya; pero, ya ven, hay algo que objetivamente está mal, y «de eso se trata».
Evocaré, entre mil, otro ejemplo; creo que fue el que me hizo disparar la alarma. Hace unos cuantos años leí de ojito un artículo en la revista Gladius (si no recuerdo mal), algunas consideraciones sobre las traducciones bíblicas en Argentina. En realidad, se enfocaba casi exclusivamente en el tema del “ustedes” vs “vosotros” en nuestra liturgia**; para abogar, naturalmente, (según el perfil de la revista, tradicionalista con empaque intelectual) por el uso antiguo. Y abogaba como abogado: argumentos de distinto calibre, pero todos para el mismo lado. Uno de ellos alegaba el inconveniente de la ambigüedad: el ustedes equivale gramaticalmente al ellos, por lo cual varias construcciones (verbos y pronombres) se prestan a la confusión. Eso no ocurre con el vosotros (aquí venían algunos ejemplos). Y como hay que cuidar que los fieles no se confundan… etc. Q.E.D. Punto para nosotros. Tirad papelitos.
No recuerdo cuan relevante era este argumento dentro de aquel panfleto-ensayo, ni cuan representativo del conjunto (apostaría que bastante). Pero sí recuerdo que yo, pobre ingeniero electrónico sin credenciales intelectuales que -creo- había pasado nomás a revisarle la PC al poseedor de la revista, absolutamente ignorante de latín, griego y alemán (por no hablar del español), casi tanto como de liturgia, crítica bíblica y teología, tuve la certeza inmediata: esto es una necedad… escandalosa. Por si hiciera falta mostrarlo (pero vamos, no hace falta), el mismo argumento puede usarse para propugnar el vos argentino en lugar del tú: «Dios, escucha nuestra oración…» es ambiguo, dirá mañana alguno, puede confundirse con el indicativo de la tercera persona («Dios escucha nuestra oración») y diluir el sentido de súplica; por eso, usemos mejor «Dios, escuchá nuestra oración…», que es más llano e inequívoco. ¿Te gustó el argumento?
Pero el hallazgo de este contraejemplo debería ser innecesario; con o sin él, el valor del argumento es el mismo: no ya nulo, sino negativo. (Y no es tampoco que el argumento sea malo porque pueda volverse en contra; eso sería como decir que robar está mal porque podés ir preso; y argüir así sería agregar un mal al otro). A mi ver la cuestión de fondo es mucho más grave —más que cualquier polémica litúrgica. Porque… quizás yo tenga derecho a creer que tal preferencia u opinión mía es justa, y por lo tanto justificable; y puede ser útil y meritorio intentar discernir esas razones. Pero en el momento en que empiezo a forjar razones artificiales, cuando pretendo convencer (a los otros o a mí) que son esas razones las que han fundado mi apoyo o rechazo (y en realidad nunca han tenido nada que ver, ni siquiera remotamente)… en ese momento estoy pecando; en todos los sentidos de la palabra.
Y si hiciera falta ponerle un nombre al pecado, yo lo llamaría —y sin retórica, todo lo técnicamente que uno puede: prostitución de la inteligencia. Lo pensé entonces, y lo sigo pensando ahora.
—¿Y entonces, qué? ¿Por miedo a caer en eso vamos a dejar de razonar? ¿Nos limitaremos a exhibir sentimientos sin ningún análisis? Ya dijiste al principio que eso estaba mal. ¿Es acaso un mal menor, por el que estamos obligados a optar? ¿No te caerá el sayo de «irracionalismo», o de «quietismo intelectual»? ¿Te acordás de los planteos luteranos contra los escolásticos, el desdén de los pietistas por la filosofía y aun la teología? ¿No te estarás descarriando por ahí?
No creo. Un ejemplo, por si te sirve de algo: el trabajo que me tomé con la Suma Teológica fue posterior a aquella lectura y alarma. Y otro ejemplo: los párrafos anteriores bien podrían caer bajo mi misma acusación, de armar razones para justificar un rechazo pasional; pero, con conciencia del peligro —y con demasiada transpiración— los he escrito; igual que lo que seguirá, mañana o pasado.
* No es un ejemplo exagerado, ni siquiera imaginario, como podrán atestiguar lectores de blogs tradicionalistas.
Y si me apuran creo que puedo encontrarles —y en mi biblioteca— la fuente.
** Tema de actualidad, puesto que en estos días está entrando en vigencia una nueva traducción argentina del Misal, que adopta el «ustedes» incluso en la fórmula de la consagración. Pero, repito el artículo data de varios años atrás (más de cinco, diría; quizás diez), cuando era tema abierto. Por lo cual, al menos, no podemos imputarle a aquel autor la culpa de agitar las aguas y alimentar la discordia y el éscandalo.
Raro, me parece hoy, una revista popular (y bastante vendida, parece) dedicada a literatura, con una novela completa en cada número.
También curiosa la sección de cartas de lectores, en realidad una especie de consultorio sobre preguntas varias, de las que sólo tenemos la respuesta. Algunas me causan gracia, aunque no lo pretenden… se ve que la gente (además de enviar «colaboraciones literarias» no pedidas y siempre rechazadas), a falta de Google, preguntaban cualquier cosa. «Oscar L. (Santiago de Chile): Lamentamos comunicarle que nos es imposible darle informes al respecto, ya que le será fácil comprender que en este correo no podemos evacuar consultas de esa índole. Consulte su caso con un médico.» «Roberto U. (Capital): Puede usted quedar con la seguridad de haberse equivocado: su amigo tiene razón. Ese autor es inglés, y de bien adquirida fama universal.»
Curioso sobre todo las propagandas (click para ampliar). Aunque la gracia que me provoca es
bastante elemental, no deja de tener su lado edificante, creo. No todo tiempo pasado fue mejor; o al menos no mucho mejor. Notable también, aunque no sorprendente, la vigencia del prestigio científico: «Toddy, por su fórmula científica, es un alimento perfecto…»
Una de ellas ilustra lo que decían en Hurgapalabras, que el adjetivo «drástico» antes se usaba sólo para los purgantes de acción violenta.
Al Napal ese del Comentario Evangélico no lo conozco (y en Internet casi no lo encuentro mencionado… salvo el infaltable
enfermito de Verbistzky), y la verdad es que muchas ganas de conocerlo no me dan. Pero vaya a saber.
Lo que me resulta un poco chocante es … ¿qué cuernos hace Monseñor Franceschi recomendando los discos Linguaphone?
¿Habrá cobrado por eso? Es cierto que peor hubiera sido aparecer en el aviso de los «Virilinets»… pero igual.
Me deprime un poco que varios hayan leído mis ejemplos de reacciones conservadoras como en clave de escarmiento, como si yo estuviera trayendo ejemplos de papelones pasados para advertir «ya metiste la pata una vez al resistirte al cambio, te acordás: no vuelvas a meterla». No, hombre, no se trata de eso; en absoluto. A propósito puse ejemplos discutibles (¿quién está seguro de que se equivocaran los conservadores que criticaron las traducciones San Jerónimo? ¿o los que denunciaban el peligro del aristotelismo en el siglo XIII? Yo no!), y a propósito puse ejemplos ajenos (rusos ortododoxos, romanos anticristianos). Pero no. Es al cuete. La reacción refleja, típica, la de cerrarse a la analogía: «no, lo nuestro es distinto, no podés comparar…». Bueno. Hasta ahí llegamos con eso, el que haya podido sacar algo de utilidad, me alegro; el que no, siga de largo.
«Yo soy tradicionalista, pero no soy lefevbrista». Ah, mirá vos. ¿Y? Yo ni siquiera estoy seguro de cuál es la diferencia, ni qué cosa es preferible. Supongo, en fin, que muchos ven el tema según esos esquemas -contando centímetros a la derecha o a la izquierda-… Y supongo que no me creen demasiado cuando digo que mis simpatías-historia-sensibilidad están del lado tradicionalista, que en la misa me molestan básicamente las mismas cosas que a ellos, que me alegré como un idiota cuando el domingo pasado el cura de mi parroquia recitó en latín el Agnus Dei (primera vez en mi vida que lo oigo… y que lo respondo). Supongo que en el mejor de los casos me verán como uno que está… medio como descarriándose, vio.
Y bueno, no es imposible, quién puede saberlo. Uno cambia, acaso involuciona. Fíjense hasta que punto habré llegado, que , por ejemplo… cuando me entero de que el papa ha hecho una mención más bien elogiosa a Teilhard de Chardin, mi reacción, en lugar del seguro «Este papa… a veces es difícil de entender» o «Este papa… tal vez no sea tan bueno como creía», se inclina más bien a «Ese Teilhard… tal vez no sea tan malo como creía» (otros la tienen opciones más fáciles: «Ya decía yo que este papa no valía más que los anteriores» o más duro «Bien dijo lo Lefevbre: Ratzinger no es católico»; no diré que los envidio, aunque sí puedo envidiar a los que pueden simplemente decir: «¿Quién es Teilhard de Chardin?»)
Dos acotaciones, entre varias, de un lector. Primero, objeta mi mención del «católico mistongo», porque no dejo bien en claro que no es deseable serlo, en cualquier sentido. A eso respondo que no lo dejo en claro porque no lo tengo en claro. A propósito puse la calificación peyorativa entre comillas. Un poco por lo que decía el cura de Bernanos, que la mediocridad es cosa demasiado complicada para nosotros. Pero sobre todo porque sospecho que ese afán militante tradicionalista empuja insensiblemente a hacer creer que uno está en la avanzada de la iglesia, y que los feligreses «comunes», los que no sintonizan con nuestras indignaciones, que no ven diferencia en comulgar en la boca o en la mano, que no se les eriza la piel a la sola mención de Teilhard de Chardin… esos católicos (incluidos la mayoría de curas y obispos) son… bueno, menos católicos que uno. En este sentido, ser «católico mistongo» no tiene nada de malo; más bien (recordando lo del fariseo y el publicano) lo malo es usar esa categorización (aunque sea interiormente e inconcientemente; sobre todo si es interiormente e inconcientemente). Sospecho, encima, que, a pesar de todas las innegables tibiezas culpables, ignorancias e infidelidades, el catolicismo vive en esos católicos de a pie, tanto o más que en las avanzadas militantes.
Segundo: me pregunta si no creo en la posibilidad de un «tradicionalismo virtuoso»… «que uno se enamore de las tradiciones (con minúscula, si querés) de la Iglesia en cuanto a lo que tienen de bueno y que me puede ayudar a acercarme más a Dios… ¿No hay una posibilidad de que yo quiera transmitirlo y hacerlo conocer guardando la caridad?». La pregunta se contesta sola. Es obvio que sí. Ahora bien: ¿conocen ustedes algún tradicionalista interesado en trasmitir esas tradiciones con minúscula? Debe haber, pero yo no conozco. En mi experiencia, lo que los mueve en los blogs (por limitarnos a los blogs) es defender la Tradición (y la Verdad…) Me gustaría, en serio, leer a alguno de esos defendiendo al órgano en la misa en lugar de la guitarra (aunque en particular no soy fan del órgano) en nombre de una tradición con minúscula. Pero… jamás lo he leído. Sin el brillo de las mayúsculas, parece, no reclutamos a nadie.
Supongamos que la disposición particular haya sido abusiva, supongamos que en general la comunión en la mano sea menos reverente o más sujeta a abusos o profanaciones (a mí ninguno de estos puntos me parece cierto), aun suponiendo eso… si admitimos que un católico debe obediencia a la jerarquía en estas cuestiones (no ciega, pero obediencia al fin) lo más que te admito es que insultes un poco a los obispos, en voz no muy alta; y basta. Ellos tendrán que dar cuenta de sus deberes, yo tendré que dar cuenta de los míos. Está la comunión de por medio, nada justifica el taparla con banderas tribales.
Y no me hablen de celo; celosos y fervientes eran también, seguro, aquellos disputadores y autores de disensión contra los que solía prevenir san Pablo.
Puedo entender, repito, a los que se sienten incómodos recibiendo la hostia en la mano, no desprecio eso; entiendo (algo menos) que ante esto un católico pueda sentirse obligado a renunciar teporalmente a recibir la comunión. Que uno anuncie esa decisión en un blog… lo entiendo menos. Ahora, pretender hacer de esta renuncia una especie de acto virtuoso, como una suerte de ayuno… bueno, eso ya me sobrepasa.
Y recordé algo de Léon Bloy :
Pero -cuestión particular aparte- una vez más, me asombra la importancia que dan a estos asuntos. La enorme energía afectiva (y a su remolque, intelectual; para autojustificarse) puesta en cuestiones litúrgicas… como si la virtud de la religión (en sentido estricto); y específicamente en relación al ritual público) fuera la cúspide de la vida espiritual; pero esto ya queda dicho.
Y una vez más, me extraña esa necesidad de tomarse tan en serio, esa aparente incapacidad para relativizarse, de verse como una tribu, como una subcultura dentro del catolicismo. Decían en lo blogs que el tema ha provocado un «importante desbarajuste». ¿Ah, sí? Mire usted, yo apostaba que la gran mayoría los católicos de mi parroquia ni se han enterado de tal desbarajuste. Ah, pero claro, estábamos hablando de los católicos como uno, los católicos de verdad: la sal de la Iglesia, vamos.
Es otra marca de la tribu: el desdén con que miran a los «católicos mistongos», la mayoría de los que simplemente se dicen católicos, que como mucho van a misa los domingos -tal vez a Luján- que por ahí se saltean algún punto del catecismo (moral sexual, sobre todo), que no les da frío ni calor la música así o asá, o que el cura sea de liturgia estricta o libre, y que no tienen mucha idea de quiénes son Garrigou-Lagrange, Kung, Ottaviani, Boff, Castrillón Hoyos, Kasper -y menos saben separara entre estos los buenos de los malos. A estos católicos, aquellos los miran un poco como miraban los judíos de Judea a los galileos, en tiempos de Jesús… Confesaba uno, también en los blogs (tengo que leer menos blogs, sí; pero en eso estoy) que en verdad le costaba ver como correligionarios a esos feligreses de las misas parroquiales. Bueno.. a mí me parece que ahí tenemos todo un temita para trabajar -¿no?- bastante más importante que aquellas rabietas litúrgicas. Pero está visto que no vemos igual.
Lo raro, para mí, es que tipos relativamente cultos parezcan tan reacios a verse a sí mismos con la distancia que da la perspectiva histórica (por no hablar de la supra-histórica, que también debería quedarles a mano). Tal vez se me escapa algo. Pero… A ver. En el siglo IV, leemos, San Jerónimo revisó (a medias retocó y a medias rehizo) la traducción al latín de la Biblia, lo que después sería la Vulgata; y le llovieron palos de todos los católicos, de todos los costados; en particular (lo recuerda Castellani) montones de quejas amargas de los conservadores de su tiempo, apegados a las traducciones antiguas; seguramente no les faltaban argumentos (buenos o malos) para pensar que la nueva traducción era perjudicial para la religión. Cuando, en el siglo XIII, pintó el aristotelismo, de nuevo: palos para los renovadores (liderados por Santo Tomás), qué se vienen con esas modas griegas traídas por musulmanes y judíos, nuestros abuelos no necesitaron a Aristóteles para ser santos, y esas sabidurías mundanas van a ser la ruina del cristianismo, etc etc. Antes, en el siglo III, la expansión del cristianismo desolaba a los más romanos patriotas: esto está minando los fundamentos del imperio, Roma nació pagana y morirá pagana, dirían los conservas ceñudos. Hoy, decile a un ruso ortodoxo devoto que se dejen de embromar y acepten de una vez el calendario gregoriano… y le da un ataque:
Parece que cuesta aceptar esta visión de las cosas, cuando se trata de uno; y no entiendo muy bien por qué. ¿Es que uno se ve menoscabado en sus luchas, si se reconoce en ese papel -dictado en gran medida por sus propias circunstancias históricas, su temperamento, sus gustos y probablemente sus limitaciones? ¿Por qué no decirse sencillamente, «Sí, yo soy de derechas» (o tradicionalista, conservador, … o viceversa), asumiendo, con humildad y con humor, lo que viene con el lote, reconociendo su obvio parentesco con los romanos y ortodoxos arriba mencionados, y reconociendo que, por lo mismo, esa pertenencia tiene un valor muy relativo… sobre todo cuando están en juego cuestiones más altas? Poner que, así como un cuerpo tiene varios miembros, también es natural que tenga su lado izquierdo y su lado derecho… bueno, seguramente sea un abuso de imagen; y acaso un exceso de indulgencia o relativismo. Pero si tengo que elegir entre este abuso y el de creer que el eje de la lucha del cristiano hoy viene dado por esa dirección, que la derecha es el lado bueno y la izquierda el malo (o viceversa), no tengo dudas con cuál quedarme.
¿Te irrita la creatividad litúrgica de tu párroco, o que el «Cordero de Dios» suene como un jingle de Pepsi? Perfecto, te acompaño en el sentimiento; decime dónde tengo que firmar. Ahora bien, a mí igualmente me irritan el poster y el trailer que Disney hizo para Ponyo -una imbecilidad estética y un pecado contra Ghibli. Detesto que pasen a Jorge Falcón cantando «El amor desolado» por FM tango. Y me indigna que Microsoft siga -por default– ocultando las extensiones de archivos en Windows. Y estoy convencido de que tengo razón en indignarme, y estoy dispuesto a defender esas razones y a empujar para ese lado. Ahora… cuando a la tarde me juzguen, cuando pesen mi vida, no espero que todas esas indignaciones pesen mucho; y si pesan algo, ni siquiera estoy seguro si será en el platillo correcto.