Supongamos que la disposición particular haya sido abusiva, supongamos que en general la comunión en la mano sea menos reverente o más sujeta a abusos o profanaciones (a mí ninguno de estos puntos me parece cierto), aun suponiendo eso… si admitimos que un católico debe obediencia a la jerarquía en estas cuestiones (no ciega, pero obediencia al fin) lo más que te admito es que insultes un poco a los obispos, en voz no muy alta; y basta. Ellos tendrán que dar cuenta de sus deberes, yo tendré que dar cuenta de los míos. Está la comunión de por medio, nada justifica el taparla con banderas tribales.
Y no me hablen de celo; celosos y fervientes eran también, seguro, aquellos disputadores y autores de disensión contra los que solía prevenir san Pablo.
Puedo entender, repito, a los que se sienten incómodos recibiendo la hostia en la mano, no desprecio eso; entiendo (algo menos) que ante esto un católico pueda sentirse obligado a renunciar teporalmente a recibir la comunión. Que uno anuncie esa decisión en un blog… lo entiendo menos. Ahora, pretender hacer de esta renuncia una especie de acto virtuoso, como una suerte de ayuno… bueno, eso ya me sobrepasa.
Y recordé algo de Léon Bloy :
Pero -cuestión particular aparte- una vez más, me asombra la importancia que dan a estos asuntos. La enorme energía afectiva (y a su remolque, intelectual; para autojustificarse) puesta en cuestiones litúrgicas… como si la virtud de la religión (en sentido estricto); y específicamente en relación al ritual público) fuera la cúspide de la vida espiritual; pero esto ya queda dicho.
Y una vez más, me extraña esa necesidad de tomarse tan en serio, esa aparente incapacidad para relativizarse, de verse como una tribu, como una subcultura dentro del catolicismo. Decían en lo blogs que el tema ha provocado un «importante desbarajuste». ¿Ah, sí? Mire usted, yo apostaba que la gran mayoría los católicos de mi parroquia ni se han enterado de tal desbarajuste. Ah, pero claro, estábamos hablando de los católicos como uno, los católicos de verdad: la sal de la Iglesia, vamos.
Es otra marca de la tribu: el desdén con que miran a los «católicos mistongos», la mayoría de los que simplemente se dicen católicos, que como mucho van a misa los domingos -tal vez a Luján- que por ahí se saltean algún punto del catecismo (moral sexual, sobre todo), que no les da frío ni calor la música así o asá, o que el cura sea de liturgia estricta o libre, y que no tienen mucha idea de quiénes son Garrigou-Lagrange, Kung, Ottaviani, Boff, Castrillón Hoyos, Kasper -y menos saben separara entre estos los buenos de los malos. A estos católicos, aquellos los miran un poco como miraban los judíos de Judea a los galileos, en tiempos de Jesús… Confesaba uno, también en los blogs (tengo que leer menos blogs, sí; pero en eso estoy) que en verdad le costaba ver como correligionarios a esos feligreses de las misas parroquiales. Bueno.. a mí me parece que ahí tenemos todo un temita para trabajar -¿no?- bastante más importante que aquellas rabietas litúrgicas. Pero está visto que no vemos igual.
Lo raro, para mí, es que tipos relativamente cultos parezcan tan reacios a verse a sí mismos con la distancia que da la perspectiva histórica (por no hablar de la supra-histórica, que también debería quedarles a mano). Tal vez se me escapa algo. Pero… A ver. En el siglo IV, leemos, San Jerónimo revisó (a medias retocó y a medias rehizo) la traducción al latín de la Biblia, lo que después sería la Vulgata; y le llovieron palos de todos los católicos, de todos los costados; en particular (lo recuerda Castellani) montones de quejas amargas de los conservadores de su tiempo, apegados a las traducciones antiguas; seguramente no les faltaban argumentos (buenos o malos) para pensar que la nueva traducción era perjudicial para la religión. Cuando, en el siglo XIII, pintó el aristotelismo, de nuevo: palos para los renovadores (liderados por Santo Tomás), qué se vienen con esas modas griegas traídas por musulmanes y judíos, nuestros abuelos no necesitaron a Aristóteles para ser santos, y esas sabidurías mundanas van a ser la ruina del cristianismo, etc etc. Antes, en el siglo III, la expansión del cristianismo desolaba a los más romanos patriotas: esto está minando los fundamentos del imperio, Roma nació pagana y morirá pagana, dirían los conservas ceñudos. Hoy, decile a un ruso ortodoxo devoto que se dejen de embromar y acepten de una vez el calendario gregoriano… y le da un ataque:
Parece que cuesta aceptar esta visión de las cosas, cuando se trata de uno; y no entiendo muy bien por qué. ¿Es que uno se ve menoscabado en sus luchas, si se reconoce en ese papel -dictado en gran medida por sus propias circunstancias históricas, su temperamento, sus gustos y probablemente sus limitaciones? ¿Por qué no decirse sencillamente, «Sí, yo soy de derechas» (o tradicionalista, conservador, … o viceversa), asumiendo, con humildad y con humor, lo que viene con el lote, reconociendo su obvio parentesco con los romanos y ortodoxos arriba mencionados, y reconociendo que, por lo mismo, esa pertenencia tiene un valor muy relativo… sobre todo cuando están en juego cuestiones más altas? Poner que, así como un cuerpo tiene varios miembros, también es natural que tenga su lado izquierdo y su lado derecho… bueno, seguramente sea un abuso de imagen; y acaso un exceso de indulgencia o relativismo. Pero si tengo que elegir entre este abuso y el de creer que el eje de la lucha del cristiano hoy viene dado por esa dirección, que la derecha es el lado bueno y la izquierda el malo (o viceversa), no tengo dudas con cuál quedarme.
¿Te irrita la creatividad litúrgica de tu párroco, o que el «Cordero de Dios» suene como un jingle de Pepsi? Perfecto, te acompaño en el sentimiento; decime dónde tengo que firmar. Ahora bien, a mí igualmente me irritan el poster y el trailer que Disney hizo para Ponyo -una imbecilidad estética y un pecado contra Ghibli. Detesto que pasen a Jorge Falcón cantando «El amor desolado» por FM tango. Y me indigna que Microsoft siga -por default– ocultando las extensiones de archivos en Windows. Y estoy convencido de que tengo razón en indignarme, y estoy dispuesto a defender esas razones y a empujar para ese lado. Ahora… cuando a la tarde me juzguen, cuando pesen mi vida, no espero que todas esas indignaciones pesen mucho; y si pesan algo, ni siquiera estoy seguro si será en el platillo correcto.