Archivo por meses: abril 2007

Los principios al rescate

… El rostro de Julian se iluminó de gozo. Le costaba creer que el destino le hubiera impuesto a su madre una lección semejante. Soltó una risita para que ella lo mirara y viera que él ya lo había notado. La madre volvió despacio los ojos hacia él. El azul de sus pupilas se había tornado amoratado.
Por un momento, Julian percibió con incomodidad su inocencia; pero sólo unos segundos, hasta que sus principios lo rescataron. La justicia le daba derecho a reírse.
La sonrisa se fue endureciendo en sus labios para comunicar a su madre, tan claramente como si lo hiciera con palabras: «Tu mezquindad merecía este castigo. Nunca olvidarás esta lección.» …

De «Todo lo que asciende debe converger», un cuento de Flannery O’Connor.

El hijo desprecia y odia las pequeñas manías y prejuicios de su madre, sureña de alcurnia venida a menos, y que no puede desprenderse de sus tics racistas; es claro, sin embargo, que el hijo está más equivocado, en un nivel más profundo. Por lo que veo, Flannery suele trazar malos, si así podemos llamarlos, que se parecen a este Julian: jóvenes, relativamente cultos (pero relativamente; y -sobre todo- en más pobre sentido de la palabra), desarraigados, impacientes, hinchados de efímeros saberes mundanos, y al mismo tiempo desconectados del mundo; tipos de desprecio fácil y caridad difícil (aun cuando la caridad es deber de justicia más elemental, como en este caso). En el fondo, más necios que los necios que desprecian.

Malos que uno puede sentir muy cerca, en suma.

Y que suelen desembocar en algo que podríamos llamar castigo -muchas veces desmesurado; pero que no es propiamente tal, al menos no en un sentido ejemplificador («el que comete tal pecado, termina así»), ni siquiera como un castigo inmanente o como consecuencia. Es otra cosa. Me parece, no sé.
Estoy leyendo con gusto este libro de cuentos, que compré la semana pasada en la Feria. De paso, ¡qué linda tapa! ¿no? (pueden verla mejor clickeando arriba). Y no, no es Flannery, es una foto de una tal Eudora Welty (fotógrafa, no fotografiada; o eso creo).

Una curiosidad extra: el título del cuento —que además dio título a un volumen de cuentos— lo tomó de Pierre Teilhard de Chardin (!).

Más papistas que el Papa

Problema: Ud. es un laicista obsesivo, al punto que le molesta muchísimo toparse con festividades cristianas en los almanaques (Pascua y Navidad). Pero no puede conseguir en ningún lado un almanaque* que omita esas menciones y se limite a festividades civiles y/o días sin significación religiosa.

Solución: Acuda a una librería católica.

Más concretamente: dese una vuelta por la Feria del Libro de la ciudad de la Santísima Trinidad Buenos Aires, pase por el local de la librería católica «San Pablo» (75 años comunicando valores, es el slogan), y acepte con una sonrisa** el souvenir que un señor le obsequiará.
Se hará así con el almanaque que estaba buscando, con frases ilustradas sobre el amor y la esperanza, y montones de fiestas y días que todos —sin distinción de razas ni credos— podemos y debemos celebrar religiosamentecomo Dios manda… como los buenos ciudadanos laicos que somos: «Día contra la discriminación racial», «Día del comportamiento humano», «Día de la simpatía», «Día de la mujer de las Américas», «Día de la tía», «Día del asistente social» y muchísisimos más. De la Navidad y la Pascua, ni una alusión, se lo puedo garantir.

* De paso: interesante el origen de la palabra almanaque

** La sonrisa no es indispensable, pero … a «Ejemplar de cortesía», lo menos que se debe es sonrisa de cortesía. Y no me diga que le cuesta demasiado, a mí también me costó -por otros motivos, tal vez- pero me comporté como para la foto.

Ejemplo y semilla

… la relación entre la Eucaristía y la Reconciliación nos recuerda que el pecado nunca es algo exclusivamente individual; siempre comporta también una herida para la comunión eclesial, en la que estamos insertados por el Bautismo. (*)
De Sacramentum caritatis. No será lo más relevante —seguramente no lo más comentado— y puede sonar a retórica abstracta o devota, de esas que uno suele pasar de largo. No esta vez, en mi caso.

La repercusión del pecado propio en los demás.
Nos cuesta percibirla, pareciera.

A los cristianos no nos cuesta nada responder a aquellos que niegan los pecados que no causan un daño directo a otro: Todo pecado aunque sea solitario (o en compañía… pero contra nadie) se comete también contra Dios, y contra la sociedad, y contra uno mismo. Eso respondemos; y nos quedamos satisfechos. Y no convencemos mucho que digamos.

Quizás porque en el fondo tampoco nos convencemos demasiado a nosotros mismos; la misma enumeración recargada de ofendidos indirectos es signo sospechoso… para el caso, con uno bastaba.

Quedémonos pues con lo segundo: el daño que causa a la sociedad un acto malo que cometemos, aunque no sea directamente contra ella. Habría que cuidar primero de aclarar que «sociedad» no es lo mismo que «Iglesia» y «actos malos» no es lo mismo que «pecados»; pero parecería que hay una analogía, al menos, que una figura la otra y que, con la precaución de recordar que estamos dejando algo afuera, lo más alto incluye y presupone lo más bajo.
Aún en este plano, no parece fácil. Apenas uno intenta formular la idea, empieza a oler a moralina. ¿Qué podemos decir?

Lo primero, imagino, es la ejemplaridad de todo acto humano. Al obrar estamos dando ejemplo, bueno o malo.
No parece una idea de mucha enjundia (ya les avisé; seguiremos como podamos); no parece algo muy apto para entusiasmar en el camino de la virtud – ni hablar de la santidad.
El lado atacable es obvio: el acto es ejemplar solamente si es público; entonces, antendiendo a este factor, tendríamos cuidar mucho la faz externa, pública, de nuestros actos, más que la interna. Esto suena feo, sobre todo si recordamos las advertencias evangélicas contra la hipocresía (hipócrita = actor) y la exhortación a obrar bien en lo secreto, ante Dios solo; y aun si nos atenemos a la mera moral natural/laica.

Esto nos lleva un segundo aspecto, relacionado: lo que agrega o quita al pecado el hecho de ser público. ¿Debemos preocuparnos por ocultar nuestros pecados o más bien por darlos a conocer?
Tal vez tengamos en poco el llamado moderno a ser «auténticos», a «abrir nuestro corazón» y «a sacar todo afuera»; pero no podemos tener en poco aquella imprecación contra los «sepulcros blanqueados».
Y aunque a veces uno quisiera defender cierto blanqueado liviano, atendiendo a lo de no causar escándalo, difícil nos será tragar que valga prevenir escándalos así… tapando pecados.

Y con todo, yo creo en la importancia de este aspecto, el lado ejemplar de nuestros actos, y quisiera verlo más claro. Y poder conciliar (en la visión y el acto) los dos extremos: la necesidad de ser auténticos (de no ser hipócritas) y la necesidad de dar buen ejemplo.
Claro, hay una respuesta fácil: sé bueno y auténtico, y no tendrás que preocuparte por si das buen o mal ejemplo. Qué gracia.
El dilema se nos presenta cuando, cometido -o presupuesto- el pecado, debemos decidir sobre su publicación o su ocultamiento (en los diversos grados que estas palabras pueden tener). Sí, el santo no tiene este dilema, pero para llegar hasta ahí probablemente habrá tenido que resolverlo.

No intentaré yo analizar cómo y qué plano deberían conciliarse los dos extremos. Pero citaré a Dostovevsky: por boca del stárets Zosima (Los Hermanos Karamazov), al mismo tiempo que recomendaba con energía ser abiertos con los niños, hablarles con franqueza y no ocultarles nada, al mismo tiempo decía:
Cada día, cada hora, cada minuto, obsérvate y procura que tu imagen sea luminosa. Pasas cerca de un niño, pasas colérico, dejas escapar una mala palabra, llena de ira el alma; tú quizás ni te has dado cuenta de la presencia del niño, pero él te ha visto, y es posible que tu imagen desagradable y ofensiva se haya quedado grabada en su pequeño corazón indefenso. Tú no lo sabrás, pero quizás hayas arrojado ya en él una mala semilla, que quizás germine; y todo ello por no haberte contenido ante la criatura, por no haber educado en tí el amor circunspecto y activo.
Lo último apunta, pareciera, al plano donde deben conciliarse la exterioridad y la interioridad: hay que preocuparse por no dar mal ejemplo, de no mostrarnos sucios por fuera, pero esta preocupación debe nacer, naturalmente, de la misma limpieza interior, de la educación esforzada en el amor «circunspecto y activo».

Por otro lado, si nos resulta bastante claro el ejemplo, no deberíamos quedarnos allí; no se trata sólo de la impresión causada a un niño.
O, dicho de otra manera: sospecho todos somos un poco niños, en ese sentido. Sospecho que todos somos más ignorantes e ingenuos de lo que creemos, en lo que respecta al obrar humano; a todos nos puede causar una impresión profunda cualquier pequeño acto del prójimo, para bien o para mal; y, aunque apenas lo recordemos, el buen o mal ejemplo observado puede empujarnos con fuerza a hacer el bien o el mal.
Quizás nos cuesta más aceptar esto para nosotros que para los otros; preferimos creer que nuestras decisiones morales son bien racionales (aunque sea en el más alto sentido de la palabra), y nuestras caídas son cosa de nuestra debilidad. Nos resistimos a aceptar que la buena o mala conducta de un prójimo pueda influenciarnos demasiado. Somos adultos; sabemos que tal cosa está mal o está bien, eso debería bastarnos.

Pero, análogamente a la fe, de hecho casi no podemos creer solos.

Y así, cada tropiezo del prójimo nos es tropiezo, y ocasión de desaliento («si X lo hace, no debe estar tan mal; y si tantos lo hacen…»), y cada minúscula heroicidad ajena nos es aliento y motivo de emulación.
Semillas casi ignoradas, tal vez sembradas al voleo hace tanto tiempo, que un día se largan a dar frutos.
Esto, repito, no ocurre sólo con los niños, o los jóvenes, aunque en ellos se da con fuerza particular.
Sobre todo: reconocer que ocurre con nosotros requiere una especie de acto de humildad (avergüenza reconocer la trivialidad de tantos motivos que nos empujan a obrar y a creer), y este reconocimiento es importante para ver la cuestión del otro lado. Mientras mejor advierta cuán influenciable soy, más me esforzaré en dar buen ejemplo.

Atrabiliarios

En general, me parece que la sátira tiene poco que ver con el sentido del humor. La parodia puede estar más cerca, en tanto exprese una especie de afecto —y acaso una especie de reconciliación— para con lo parodiado. Pero la sátira no suele ser mucho más que un maquillaje riente de la maledicencia y el odio. A lo sumo podrá servir (una vez reconocida su condición de maquillaje) para constatar que lo que hay debajo… precisa maquillaje.

A propósito —acaso— de atrabiliarios burlones y amargos, unos párrafos de «El complejo antirromano», de Urs von Balthasar:
… Lo dicho concierne a los apegados a su opinión, aunque sea relativa; a los que jamás han sabido aletear sobre la duda, a los que edifican su Iglesia en su propia roca y según sus principios. Sin saberlo ni quererlo de verdad, reivindican para sí una infalibilidad que siempre está definiendo, mientras el papa lo hace esporádicamente en favor de la Iglesia universal. Esa gente sabe, en virtud de sus infalibles principios, que el papa es un tradicionalista de rigidez extemporánea y anacrónica, o un modernista larvado y hasta un masón.

El ergotista incapaz de renunciarse a sí mismo es la antítesis del que tiene coraje de decidirse por la catolicidad de la verdad, de situar el centro gravitatorio de su existencia en el Cristo concreto, en el Christus totus, como dice San Agustín, y de reconocer el carácter desesperadamente parcial de su propio horizonte espiritual, sabiéndose necesitado de complemento. No es más que un miembro en el Cuerpo místico, y, aunque sea ojo, sabe que para seguir siéndolo debe mantenerse pendiente del funcionamiento de los demás miembros. Hay católicos que, habiendo leído la declaración de la epístola a los Efesios, según la cual la Iglesia es el pleroma de Cristo y, por ende, la plenitud de la verdad, la juzgan excesivamente pretenciosa respecto a otras religiones y mundovisiones. Pero ¿han reflexionado bastante sobre lo que prueba la historia?
Es un hecho que cada herejía condenada por la Iglesia se reduce a una verdad parcial que se contrapone al todo y se proclama absoluta. En los orígenes, esto es evidente en la lucha de Ireneo contra los gnósticos, que separaban la naturaleza y la gracia, el Antiguo y el Nuevo Testamento, el espíritu y el cuerpo, desembocando en un Jesús sin Padre, que no salvó al mundo y lo abandonó a su desesperación. Todas las veces que hubo necesidad de definir, fue por salvar el conjunto, comprometido por una parte proclamada absoluta, pues se oponía el todo, que debe creerse y adorarse simplemente, a la parte presuntamente comprendida, dominada y de hecho manipulada.

No faltaban siempre las mejores intenciones de servir a Dios. Por ejemplo, los «solos» de la Reforma —la fe sola, la Escritura sola, la gracia sola, la gloria a Dios solo— pretenden impedir los atentados y usurpaciones de la criatura contra la omnipotencia de Dios. Pero, examinados más de cerca, resulta que impiden a Dios ser lo que no es; ser, por ejemplo, hombre, si se le ocurre serlo; estar fuera del cielo, formar su criatura o su plasma, como dice Ireneo, con capacidad de responder verdaderamente a Dios gracias al hálito de vida que le insufló y a la palabra divina que le dio. ¡Como si Dios se manchara contrayendo una unión nupcial con otro que él, que viene de él!

Karl Barth detesta el «y» católico: «La teología del ‘y’ con todos sus retoños brota de una raíz. Si quien dice ‘fe y obras’, ‘naturaleza y gracia’, ‘razón y revelación’, quiere ser lógico, debe decir también, necesariamente, ‘Escritura y Tradición’. Es una manera de confesar que se ha relativizado de antemano la grandeza de Dios en su comunión con los hombres», dice.

¿No sería mejor decir que esa y afirma que la criatura deja a Dios en toda su grandeza, libre de ser él mismo fuera de sí mismo, siendo el Creador que da libertad y siendo el Redentor «por quien, con quien y en quien» podemos nosotros alabar al Padre en el Espíritu Santo? Quizás, el católico está con frecuencia necesitado de montar guardia contra la tibieza y la presunción; pero no le faltan en su Iglesia santos en abundancia que le inspiren el sentido auténtico de la grandeza divina.

¿Los santos? No fueron precisamente de esas solteronas resentidas y rezongonas —entre las que no entra, por cierto, K. Barth, tan entusiasta y aficionado a Mozart. Los santos no son «malhumorados» de profesión. No carecen, en una palabra, del sentido del humor, que, bien entendido, es un carisma misterioso, pero innegable y característico, de lo católico, y que falta a todos los «progresistas» y a todos los «integristas» —y quizás más a éstos que a aquéllos. Unos y otros satirizan y ergotizan maliciosamente. Son criticones, protestones, burlones. Rebosan amargura. Lo saben todo mejor que nadie. Se apoderan de la infalibilidad. Se declaran jueces y profetas legítimos de todo y de todos… Son, en suma, los fanáticos, término que viene de fanum, santuario, y hace referencia a los «guardianes del umbral», investidos de la divinidad, arrebatados de furias divinas, atrabiliarios al estilo del jansenismo que durante siglos se propagó, como peste, por toda la espiritualidad francesa.
Quizás hayan sido Claudel y Bernanos los primeros en curarse del mal.

Evidentemente, esa gente critica y critica. Después de haber criticado a fondo la razón pura, la razón práctica y el juicio, no les queda de la razón más que la crítica, la única verdadera cosa en sí, que tritura todo lo que cae bajo las piedras de su molino. La idea de Dios, el lenguaje que lo expresa, todas sus formas de manifestarse, toda forma y todas las formas de la Iglesia…, todo queda hecho trizas. ¿No comenzó Fichte su carrera con un ensayo crítico de toda revelación?

Naturalmente, el «catolicismo crítico», en su radicalismo, es una contradicción in terminis: lo existente no debe existir, o tiene que existir de modo radicalmente diverso. «La transformación total» es la consigna de todos estos comparsas sin humor, montados a horcajadas sobre los principios. Son rígidos e inflexibles, cuando la firmeza del católico es dúctil y maleable por no estar apegada a sí misma y encerrada en criterios personales y por apoyarse en el gran Dios incomparable.

Para el verdadero católico, Dios es siempre y cada vez mayor, pero los progresistas son fanáticamente «mayores», mientras los integristas son fanáticamente «menores», pues que, si la comunión en la boca, si no sé qué apariciones de la Virgen…, acuden a Roma en demanda de definiciones dogmáticas donde no ha lugar. Los fanáticos de los «solos» de la Reforma incurren a menudo, por una férrea ley de la filosofía de la historia, en el extremo contrario, y, por lo mismo, en la esquizofrenia de la dialéctica, mientras hoy las alas del progresismo y del integrismo pelean al borde de la catolicidad, se provocan entre sí y acaban en mutua dialéctica.

Ciertamente, en la Iglesia no somos todos lo que debiéramos ser. Ni todos somos santos ni todos llegamos al estado de equilibrio ideal. No todos logran aletear sobre las oscilaciones pendulares con el espíritu de humor a que nos referíamos.
¿No es, acaso, un invento bien humorista de la Iglesia católica, desde los primeros Padres hasta el humanismo moderno, pasando por la primera escolástica, tender incesantemente a asimilar la herencia de la antigüedad y de todas las religiones no-cristianas y responder a la Reforma con los angelotes del Barroco bávaro?
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Esperanzas

De un sermón de San Agustín, en Cartago, allá por el año 397.
… ¿Qué vendrá después de la esperanza? Vemos, en efecto, a los hombres esperar ahora muchas cosas terrenas. Limitándonos a los aspectos mundanos, ningún hombre vive sin esperanza, y hasta el momento de la muerte no hay nadie que no la tenga. Los niños tienen esperanza de crecer, de instruirse, de saber algo; los jóvenes de casarse y tener hijos; los padres de alimentar a los hijos, de instruirlos, de ver crecidos a quienes acariciaban de niños, por referirme de manera particular al núcleo de la esperanza humana, que es como lo más natural, lo más excusable y lo más frecuente. Hay, en efecto, muchas esperanzas vulgares y del todo reprensibles; pero aferrémonos a esta que es común y natural. Todos nacen para esto: para crecer, para casarse, para procrear hijos, para educarlos y también para que le llamen padre de hijos.

¿Qué más pretende? Pero aún no se ha acabado la esperanza: desea casar a los hijos y aún espera. Cuando haya conseguido esto, desea tener nietos; y, cuando haya alcanzado este deseo, entra en la tercera generación, y el anciano se muestra perezoso para dejar su lugar a los niños. Todavía va tras algo que desear y que esperar, y parece benévolo. ¡Ojalá, dice, aquel niño pueda llamarme abuelo! ¡Cuando lo oiga de su propia boca, puedo morir! El niño crece, le llama abuelo, y él aún no se reconoce tal. En efecto, si ya es abuelo, si ya es anciano, ¿por qué no se da cuenta de que debe abandonar este mundo para que le sucedan quienes han nacido de él? Pero cuando escucha este nombre honorable en boca del niño, quiere educarlo él mismo. ¿No espera, acaso, también un bisnieto? Así muere, aún con esperanzas; espera una y otra cosa una vez que ha recibido lo que antes esperaba; no se sacia y suspira por otras cosas.

¿Para qué llegó lo que esperabas? Con toda certeza, para que pongas un limite a tu camino. Este límite no se extiende. ¡A cuántos engaña esta esperanza, esperanza trillada! Ante todo, no sacia cuando llega; pero ¡a cuántos no llega! ¡Cuántos estuvieron esperando una mujer, y no pudieron casarse! ¡Cuántos esperaban una con quien se llevasen bien, y se casaron con otra que les fue causa de tormento! ¡Cuántos esperaron tener hijos y no lo consiguieron! ¡Cuántos gimieron a causa de los males recibidos! Y así todo. Uno esperó riquezas; si no las consiguió, le atormentó la ambición; si las consiguió, le torturó el temor. Pero no hay nadie que deje de esperar; nadie se sacia. Aunque son tantos los defraudados, no se dan de baja en la esperanza mundana.

¡Qué al menos una vez nuestra esperanza no sea engañosa, sino que nos sacie, y con algo bueno, que no pueda serlo más! ¿Qué es, pues, esa cosa tan esperada que, llegada ella, cesa la esperanza, porque le sucederá su realidad? ¿Qué es? ¿La tierra? No. ¿Algo que se origina en la tierra, como el oro, la plata, el árbol, la mies, el agua? Ninguna de estas cosas. ¿Algo que vuela en el aire? Lo rehúsa el alma. ¿Acaso el cielo, tan hermoso y tan adornado con sus luminares? ¿Qué hay más deleitoso y más hermoso entre las cosas visibles? Tampoco él es. ¿Qué es entonces? Todas estas cosas causan deleite, son hermosas, son buenas. Busca quién las hizo: Él es tu esperanza. Él es ahora tu esperanza y será luego tu posesión. La esperanza es propia de quien cree; la posesión de quien ve. Dile: Tú eres mi esperanza. Con razón dices ahora: Tú eres mi esperanza: crees en él, aún no lo ves; se te promete, pero aún no lo posees. Mientras estás en el cuerpo, eres peregrino lejos del Señor; estás de camino, aún no en la patria. El mismo que gobierna y creó la patria, se ha hecho camino para llevarte a él. Dile, pues, ahora: Tú eres mi esperanza. ¿Y luego qué? Mi lote en la tierra de los vivos (Sal 141,6). Quien ahora es tu esperanza, luego será tu lote. Sea él tu esperanza en la tierra de los muertos y será tu lote en la tierra de los vivos.

Calzados y calzones

Hurgapalabras es un nuevo blog, por Bungo Bolsón, un amigo de aquella lejana lista de correos Tolkien.
De esas cosas —orígenes y evoluciones de las palabras— que tanto nos place aprender. Acá tienen, por ejemplo (y a cuento de una traducción tolkieniana), la historia de palabras derivadas de calzado: calzas, calcetín, calzones, calzoncillos… No sé a uds, pero a mí, junto con el gusto de descubrir esos parentescos, me da algo de vergüenza, me siento un poco estúpido –embotado– por no habérseme ocurrido nunca ver el parentesco y preguntarme por su origen. Hombre de números que es uno, advenedizo en esos territorios, seguro.

Fotos


Un poco tarde, pero… todavía estamos en Pascua.
Vayan pues unas fotos pascuales del mundo, vía Amy Welborn: Viernes Santo y Pascua.

Y algunos video de la Vigilia: por dominicos (también traen uno del oficio de Tenebrae, que nunca he presenciado).
Acá el ritual del fuego, en una iglesia de EEUU; acá la celebración en una catedral anglicana.


A la derecha, la adoración de la Cruz (Viernes Santo) en Bolivia.

El mal que duele

Pareciera, decíamos, que hay formas desordenadas de mirar el mal, y de dolerse. Arrancando del dolor por los pecados propios pasados, habíamos ampliado al mal por el pecado en general: el mal de culpa en el mundo, pasado, presente y futuro. Y también al mal de pena: el mal que se sufre, el dolor propio o ajeno.
Forzando un tanto las cosas, decíamos que lo primero estaría más bien a la derecha, lo segundo a la izquierda. Y extremando más, ya tirando a la caricatura, diríamos que: de un lado unos que sienten que el hombre es malo y no merece la vida; del otro lado, otros que sienten que la vida es mala y no merece vivirse. Unos se sienten tentados de reprochar a Dios por permitir tanto pecado (necedad incluida); otros, por permitir tanto dolor. A unos les inquieta la idea de tener hijos al imaginar el pecado que respirarán y cometerán; a otros por imaginar los sufrimientos que soportarán.
Caricatura, sí, y apenas reconocible; y forzada en su dudosa simetría.
Pero alguno con mejores entendederas tal vez podrá enderezar la idea o sacar algo en limpio.
Por lo pronto, aclaremos que se trata de rasgos más o menos subterráneos, probablemente ordenables, nada universales y ni siquiera excluyentes. Pero algo de todo eso me parece que hay… por ái.
Se me ocurren un par de ilustraciones, tan discutibles como la tesis. Pero al menos son de amigos, lo cual me guarda un poco de la sospecha de andar juzgando vicios enemigos, en coordenadas alejadas de las propias.
Del primer sentimiento (y de la ansiedad apocalíptica que suele acompañarlo) siempre recuerdo, curiosamente, una página final de «Juan XXIII (XIV)» una novela poco leída (y quizás poco legible) de Castellani. La sobrina postiza le explica al loco recuperado (a la Quijote) lo que en verdad ha pasado en el mundo, («el mundo ha ido siempre para peor monótonamente desintegrándose, todos los remedios fallaban, su país está enteramente gangrenado… los hombres se hacían peores y peores «), y la probable guerra nuclear inminente; sí, sería pavoroso, pero, sigue ella…
… más pavoroso sería que esto siguiera como está sin cambiar […] los hombres en general han llegado al colmo de la degradación. Ya lo va a ver usted, tiíto; yo no lo puedo explicar. La gente pobre, en la mayoría de los países, se porta por debajo del animal por una lado; y por arriba del animal por otro, porque es perversa y el animal no lo es. Como si dijéramos «animalidad satánica». Y con decirle que la gente rica está todavía peor, con eso le digo todo; por más que todo, todo no se puede decir […] … lujuria, crueldad, estupidez, idiotez y perfecta inconsciencia, perfecta eliminación del sentido de culpa, eso que yo creía mentira, que era inventado y exagerado, porque los novelistas son inventores al fin y al cabo; bueno, tiíto, todo eso era verdad, y todo eso ha venido en pocos años aquí en Uruguay, en Argentina, en todas partes. ¡Oh! Es demasiado, demasiado. Es inaguanta… -dijo, y sollozó.
– Esta niña vibra un poco por demás -dijo el médico- pero en gran parte es verdad…
De lo segundo, recuerdo un pequeño rasgo de la primera Simone Weil, que nunca termina de convencerme (supuesto verdadero; y aun contando con la distancia entre la Simone de veinte años y la de treinta). Lo relata su compañera de estudios Simone de Beauvoir:
Me intrigaba por su gran reputación de mujer inteligente y audaz. Por ese tiempo, una terrible hambruna había devastado China y me contaron que cuando ella escuchó la noticia lloró. Estas lágrimas motivaron mi respeto, mucho más que sus dones como filósofa. Envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero.
Pero acaso no sea un ejemplo muy adecuado.
Mucho más iluminador y típico, en esta línea, es esto de ens; precisamente. No sólo por aquel sentir de la chica —su resistencia a traer niños a semejante valle de lágrimas— sino por ese otro sentir —la simple alegría de vivir esa vida, la suya—, que en cierta manera contradice lo otro. Indicio de que en aquel pathos («qué espanto, cuánto dolor hay en este mundo») hay algo de inauténtico y de última — en la medida en que se está apoyando en un sufrimiento ajeno, imaginario, desconectado de la vida propia— alienante.
Continuará

Via crucis

—¡Crucifíquenlo! ¡Crucifíquenlo de una vez!
Y —me contaban el domingo— los que pedían (intímamente) esto, no eran judíos, sino cristianos.
Cosas que pasan cuando un Via Crucis viviente se alarga más de dos horas…

Desenganchado

Mediodía de domingo, tren local algo precario (ex San Martín), casi lleno. Algunos rasgos del paisaje humano que se me antojan levemente literarios —o cinematográficos. El hombre que comparte mi asiento, cabeceando contra la ventanilla, apestando a cerveza (lata abierta a sus pies) y que intermitentemente se despierta asustado y me pregunta, con lengua casi incomprensible, en qué estación estamos; aunque le aseguro que me encargaré de avisarle (tenemos el mismo destino, al menos por lo que respecta a este viaje), olvida esta seguridad en cada despertar y necesita un rato para recobrar la calma.
Para matar el tiempo, espío el diario del pasajero de adelante. Título destacado de una nota que, casualmente, también veo en el diario de otro pasajero que está leyendo la misma página, cruzando el pasillo apenas más adelante ¿Casualmente? en una película de suspenso, una cosa así no sería casualidad, me digo; y al panning que va de un diario a otro, desde mi punto de visión, seguiría una toma de mis ojos que se hacen cargo y se concentran y elaboran rápidamente un plan para burlar a la banda de perseguidores que, por lo visto, saben que estoy en este tren, y que …
Bueno, basta.
Después de todo, el título en cuestión no parece sugerir misterios o amenazas: «No quedemos enganchados en el dolor», exhorta.

En todo caso, puede ser un consejo oportuno, en este domingo de Pascua de resurrección. Pienso sobre todo en lo que decía Bloy a propósito de esta fiesta. Pienso que bien puede un cristiano quedarse demasiado enganchado al dolor del viernes santo, a la emoción de un Vía Crucis, y tener problemas para asumir la alegría del final feliz. Yo mismo, disfruto (si se me permite la palabra) intensamente de las celebraciones que rondan la Pasión, en ese triduo pascual, y las espero con ansiedad; todo esto me hace -creo- bien, me ablanda el corazón y me alimenta. Pero, por suerte, no puedo decir lo mismo que Bloy: la alegría de la Resurrección (la Vigilia Pascual del sábado a la noche, preferentemente) la siento por lo general con igual intensidad, y no podría ni querría separarla de lo otro.
Igual, creo que es consejo oportuno, aunque no lo sea especialmente para mí (claro, los consejos que solemos considerar más oportunos y urgentes son los que necesitan los otros, no nosotros…), cuidar de purificar nuestra contemplación del dolor redentor, limpiarla de cierto sentimentalismo morboso, no divorciarla de la alegría de la resurrección.

Aunque no podría asegurarles que esta sea exactamente la intención del que escribió aquella nota del diario, naturalmente.

Papeando en Youtube

Estaba ayer a la tarde, con la guitarra y el Lilypond(*), lidiando con una canción de Hisaishi (el músico de las películas de Miyazaki) algo más ardua que la media. Me tomé un descanso, y entre mate y mate anduve viendo otros videos relacionados en Youtube.
Recordé después que estos días se cumplían dos años de la muerte de Juan Pablo II, y se me ocurrió buscar algo. Abro el primer video (POPE JOHN PAUL 2) … y suena la música de una película de Miyazaki. Jah, pensé, tengo abierta otro video en otra ventana, seguro… no es la primera vez que me pasa… Ja, ja, pensé, estaría bueno, un video sobre Juan Pablo II con música de Hisaishi, qué loco… (**).
Me llevó un buen rato convencerme de que no había ningún error, que alguien (mi PC?) no me estaba haciendo una broma de primero de abril, y que de verdad ese video tenía esa música. Curioso.

Algunas otras cosas afines que había estado viendo en la semana.
Vía algún blog yanqui (Amy Welborn?), caí a los videos de un tal darsham , que subió material de la historia del papado en el siglo XX, en italiano mayormente; un montón de material interesante; para mí al menos, que había visto muy poco de estas cosas; y todavía me queda mucho por mirar… Por ejemplo, un especial sobre Pío XII ( 1 2 3 4 5) También algo de Juan XXIII ( 1 2 3 4). Un especial sobre la vida de Juan Pablo I (1 2 3). También están Pablo VI ( 1, 2), Pio XIbis. y hasta alguna cosita de León XIII!
Y, volviendo para estos tiempos: el anuncio de la elección de Juan Pablo II, y sus primeras palabras al pueblo. Impresionante.
Y algunas cosas más de Juan Pablo II: 1 2 3 4 5 6 7.


(* Lilypond= programa para escribir partituras musicales)
(** En realidad, jamás uso la expresión «qué loco», ni siquiera para decírmela a mí mismo. Pero, a los efectos del relato…)

Cuando el mal está bien

(Atendamos primero a una objeción, sobre aquello de no mirar demasiado los pecados pasados. La objeción —tirando… a la derecha— dice que no es ese un consejo especialmente urgente hoy, puesto que el hombre moderno (ay) tiende a pensar demasiado poco en sus pecados pasados, si es que piensa algo; y por lo mismo, necesita más bien que le remarquen la gravedad de sus culpas, para que las reconozca y se arrepienta; ahorrémosnos por una vez aquello del médico y los enfermos.
Respondo que, para empezar, hablarle a ese hombre moderno no es asunto mío. En todo caso, diré que, si para alguien hablo, es para quien en algún sentido es mi prójimo; en particular y sobre todo: yo mismo. En segundo lugar, diré una vez más que yo no concibo las cuestiones —lo que está mal en el mundo— en esos términos partidarios, que el enemigo está allá y entonces hay que patear para allá; creo más bien que los males o errores contrarios se alimentan mutuamente, incluso dentro de una misma persona… Y basta con esto por ahora.)


Avanti, pues. Doblamos la apuesta. Si vale el consejo de apartar la vista del pecado pasado, pensaba yo que, en un sentido levemente distinto, también cabe exhortar a mirarlo, sin disgusto ni tristeza. Sin dejar de verlo como pecado —y arrepentimiento supuesto—, verlo como hecho pasado, definitivo, inmutable, ergo querido por Dios, ergo adorable.
Sí, hay demasiados eslabones flojos en esta cadena; mal herrero que es uno, seguro. Veamos.

Es una antigua aporía, la de la Voluntad de Dios (y su presciencia) frente a la libertad y el pecado del hombre. Por un lado, la voluntad de Dios no puede dejar de cumplirse (y no imperfectamente, sino plenamente); por otro, el pecado de Adán, y el mío, se oponen a su voluntad. Y a un pasito de esta aporía tenemos otras (quizás todas), y el caso de Judas, y… etc. ¿Qué dicen los teólogos? No importa mucho ahora. No hace falta ser teólogo para intuir, aunque sea oscuramente (de hecho todos lo intuimos, sospecho; y acaso no haya diferencia esencial) que no hay contradicción, que la dificultad surge de una confusión de planos, o de miradas. Esperamos poder mirar bien, algún día… después. Mientras tanto, nos movemos en este mundo y en este tiempo; y tal vez, justamente, los dos sentidos del tiempo nos dan una imagen de esas dos miradas que tanto nos cuesta conciliar.

Digamos: mirando al futuro, tenemos nuestra libertad para actuar; mirando al pasado, tenemos nuestros actos, que tejen una historia que caen dentro de voluntad inmutable de Dios. Nuestra libertad no tiene ya nada que hacer ahí; no mirar el pasado, entonces, con esa tensión del actor libre (en esa dirección, la tensión desembocaría en angustia, vergüenza, asco, y desesperación), tratar de mirar con ojos contemplativos, fríos, gozosos y amantes (adjetivos a bulto, cuya corrección y conciliación queda a cargo del lector).

Si no me equivoco, es más o menos lo que pensaba Simone Weil cuando decía que «el pasado es la mejor imagen de las realidades eternas»; y que «la obediencia es la virtud suprema. Amar la necesidad» (qué necesidad más irresistible que la del pasado!). Pero lo que a mí me suena más fuerte —y por eso nació este post— es esto otro, a propósito de la petición del Padre Nuestro:
Sólo estamos absoluta, infaliblemente seguros de la voluntad de Dios con respecto al pasado. Todos los acontecimientos que han ocurrido, cualesquiera sean, conformes a la voluntad del Padre todopoderoso. Esto está implícito en la noción de omnipotencia. […]
Es algo muy distinto a la resignación. La palabra «aceptación» es aun demasiado débil.
Hay que desear que todo lo que ha sucedido haya sucedido, y no otra cosa. No porque lo que ha sucedido sea bueno a nuestros ojos, sino porque Dios lo ha permitido, y porque la obediencia del curso de los acontecimientos a Dios es, en sí misma, un bien absoluto.
Y, en lo que respecta puntualmente a nuestros pecados pasados, también se me antoja directamente aplicable aquello de «permitir (aceptar?) el mal que no podemos destruir». La lamentación sólo debe apuntar a lo que sirva para mejorar nuestros actos en adelante; pero esto sólo puede dirigirse al futuro, nunca al pasado.
El reproche de Peguy, creo yo (tal vez forzando un poco las cosas) apunta al impulso de mirar los pecados pasados con la mirada equivocada, con la angustia que nace de una libertad impotente.

Si hay algo verdadero que sacar en limpio de esta maraña, creo que debería ser algo útil para todos; modernidades aparte, religiones aparte quizás; no es advertencia exclusiva para escrupulosos (o tal vez mejor dicho: en ese sentido, casi todos somos escrupulosos; casi todos tendemos a rehuir la mirada hacia el pasado, una vergüenza que es una especie de reniego, un rechazo a esa aceptación que dice Simone).

Y dando todavía una vuelta de tuerca más —y contra la objeción aquella, de que esto parece un consejo sólo util para gente de derecha… que son pocos— podríamos ampliar la idea a la contemplación de todo pecado pasado, no necesariamente nuestro; y más: no sólo pasado, también presente y futuro, siempre y cuando esté (como decía Simone) enteramente fuera de la esfera de nuestra influencia, y por lo tanto de nuestra libertad. Hay una manera enfermiza de mirar ese mal, con una angustia, un asco y una desesperación (y hasta una vergüenza) que probablemente también merezca los apóstrofes de Peguy. Una mirada que lo falsea, lo deforma y lo agiganta.

Volverán a decirme que esto sólo vale para las personas creyentes… o de derechas. No lo creo. Al menos si consideramos no sólo el «mal de culpa», sino el «mal de pena». Pecado y sufrimiento. Brutal y provisoriamente, podríamos decir que el de derecha mira demasiado el primero, y el de izquierda el segundo; pero en esencia es lo mismo.
Provisoriamente, digo, porque esto no termina acá.