… la relación entre la Eucaristía y la Reconciliación nos recuerda que
el pecado nunca es algo exclusivamente individual; siempre comporta también
una herida para la comunión eclesial, en la que estamos insertados por el Bautismo.
(*)
De
Sacramentum caritatis.
No será lo más relevante —seguramente no lo más comentado—
y puede sonar a retórica abstracta o devota, de esas que uno suele pasar
de largo. No esta vez, en mi caso.
La repercusión del pecado propio en los demás.
Nos cuesta percibirla, pareciera.
A los cristianos no nos cuesta nada responder a aquellos que niegan los
pecados que no causan un daño directo a otro:
Todo pecado aunque
sea solitario (o en compañía… pero
contra nadie) se comete también
contra Dios, y contra la sociedad, y contra uno mismo. Eso respondemos;
y nos quedamos satisfechos. Y no convencemos mucho que digamos.
Quizás porque en el fondo tampoco nos convencemos demasiado
a nosotros mismos; la misma enumeración recargada de ofendidos indirectos
es signo sospechoso… para el caso, con uno bastaba.
Quedémonos pues con lo segundo: el daño que causa a la sociedad un acto
malo que cometemos, aunque no sea directamente contra ella. Habría que
cuidar primero de aclarar que «sociedad» no es lo mismo que «Iglesia»
y «actos malos» no es lo mismo que «pecados»; pero parecería que hay una analogía,
al menos, que una figura la otra y que, con la precaución de recordar
que estamos dejando algo afuera, lo más alto incluye y presupone lo más bajo.
Aún en este plano, no parece fácil. Apenas uno intenta
formular la idea, empieza a oler a moralina. ¿Qué podemos
decir?
Lo primero, imagino, es la
ejemplaridad de todo acto humano. Al obrar
estamos dando ejemplo, bueno o malo.
No parece una idea de mucha enjundia
(ya les avisé; seguiremos como podamos); no parece algo muy apto para
entusiasmar en el camino de la virtud – ni hablar de la santidad.
El lado atacable es obvio: el acto es ejemplar solamente si es público;
entonces, antendiendo a este factor, tendríamos cuidar mucho
la faz externa, pública, de nuestros actos, más que la interna.
Esto suena feo, sobre todo si recordamos las advertencias evangélicas contra la hipocresía
(
hipócrita = actor) y la exhortación a obrar bien en lo secreto, ante Dios solo;
y aun si nos atenemos a la mera moral natural/laica.
Esto nos lleva un segundo aspecto, relacionado: lo que agrega o quita al pecado
el hecho de ser
público. ¿Debemos preocuparnos por ocultar nuestros pecados o más
bien por darlos a conocer?
Tal vez tengamos en poco el llamado moderno a ser
«auténticos», a «abrir nuestro corazón» y «a sacar todo afuera»; pero no podemos
tener en poco aquella imprecación contra los «sepulcros blanqueados».
Y aunque a veces uno quisiera defender cierto blanqueado liviano,
atendiendo a lo de no causar escándalo, difícil nos será tragar
que valga prevenir escándalos así… tapando pecados.
Y con todo, yo creo en la importancia de este aspecto, el lado ejemplar de nuestros
actos, y quisiera verlo más claro. Y poder conciliar (en la visión y el acto) los
dos extremos: la necesidad de ser
auténticos (de no ser hipócritas) y la necesidad de dar buen ejemplo.
Claro, hay una respuesta fácil: sé bueno y auténtico, y no tendrás que preocuparte por si das
buen o mal ejemplo. Qué gracia.
El dilema se nos presenta cuando, cometido -o presupuesto-
el pecado, debemos decidir sobre su publicación o su ocultamiento (en los diversos
grados que estas palabras pueden tener). Sí, el santo no tiene este dilema, pero
para llegar hasta ahí probablemente habrá
tenido que resolverlo.
No intentaré yo analizar cómo y qué plano deberían conciliarse los dos extremos.
Pero citaré a Dostovevsky: por boca del
stárets Zosima (Los Hermanos Karamazov), al
mismo tiempo que recomendaba con energía ser abiertos con los niños, hablarles
con franqueza y no ocultarles nada, al mismo tiempo decía:
Cada día, cada hora, cada minuto, obsérvate y procura que tu imagen sea
luminosa. Pasas cerca de un niño, pasas colérico, dejas escapar una mala
palabra, llena de ira el alma; tú quizás ni te has dado cuenta de la presencia
del niño, pero él te ha visto, y es posible que tu imagen desagradable
y ofensiva se haya quedado grabada en su pequeño corazón indefenso.
Tú no lo sabrás, pero quizás hayas arrojado ya en él una mala semilla,
que quizás germine; y todo ello por no haberte contenido ante la criatura,
por no haber educado en tí el amor circunspecto y activo.
Lo último apunta, pareciera, al plano donde deben conciliarse la exterioridad
y la interioridad: hay que preocuparse por no dar mal ejemplo, de no mostrarnos
sucios por fuera, pero esta preocupación debe nacer, naturalmente, de la misma
limpieza interior, de la educación esforzada en el amor «circunspecto y activo».
Por otro lado, si nos resulta bastante claro el ejemplo, no deberíamos quedarnos allí;
no se trata sólo de la impresión causada a un niño.
O, dicho de otra manera:
sospecho todos somos un poco niños, en ese sentido. Sospecho que todos somos más ignorantes e ingenuos
de lo que creemos, en lo que respecta
al obrar humano; a todos nos puede causar una impresión profunda cualquier pequeño acto
del prójimo, para bien o para mal; y, aunque apenas lo recordemos, el buen
o mal ejemplo observado puede empujarnos con fuerza a hacer el bien o el mal.
Quizás nos cuesta más aceptar esto para nosotros que para los otros; preferimos
creer que nuestras decisiones morales son bien
racionales (aunque sea en el más alto sentido de la palabra), y nuestras caídas
son cosa de nuestra debilidad. Nos resistimos
a aceptar que la buena o mala conducta de un prójimo pueda
influenciarnos demasiado. Somos adultos; sabemos que tal cosa está mal o está bien, eso
debería bastarnos.
Pero, análogamente a la fe, de hecho casi no podemos creer solos.
Y así, cada tropiezo del prójimo nos es tropiezo, y ocasión de desaliento
(«si X lo hace, no debe estar tan
mal; y si tantos lo hacen…»), y cada minúscula heroicidad ajena nos es aliento
y motivo de emulación.
Semillas casi ignoradas, tal vez sembradas al voleo hace tanto
tiempo, que un día se largan a dar frutos.
Esto, repito, no ocurre sólo con los niños, o los jóvenes,
aunque en ellos se da con fuerza particular.
Sobre todo: reconocer que ocurre con nosotros
requiere una especie de acto de humildad (avergüenza reconocer la trivialidad de tantos motivos
que nos empujan a obrar y a creer), y este reconocimiento es importante para
ver la cuestión del otro lado. Mientras mejor advierta cuán influenciable soy, más me esforzaré en dar buen ejemplo.