Cité hace poco una palabras de Abel (teólogo de ETF) a propósito del panorama desolador que veía él en los sitios católicos hispanos en cuestiones bíblicas… entre otras cosas. Además de suscribir yo ese juicio, referencié un hilo de discusión en ese foro (ya que estamos, enlazo algo más).
Me gané con esto algunos reproches airados (hay recomendaciones que parecen hechas a propósito para desprestigiar al que recomienda – súmese a este Abel mis citas de Ana Catalina Emmerich y de Miyazaki … «no se dirá que no hago todo lo posible por asegurar el fracaso de mis libros» ironizaba Leon Bloy tras dedicar su libro a un mariscal Bazaine, condenado por traidor de guerra y más o menos tan popular en su Francia como Videla en nuestra Argentina).
Y no me da la gana de advertir que cuando uno cita o recomienda algo no necesariamente está expresando su acuerdo. Porque, en verdad, el hecho de citar o recomendar indica que al menos uno lo considera digno de mención, algo que vale la pena detenerse a mirar. Lo cual, al fin y al cabo, ya es una toma de posición… acaso más relevante que el pedestre «estar de acuerdo». Como decía Castellani, en uno de los editoriales de la revista que dirigía:
«El director no se hace responsable de las ideas u opiniones vertidas por sus colaboradores, sino de solamente las que ponga bajo su firma.» Esta «advertencia» que ponen las revistas y mi amigo Mambrú me incita a poner, es enteramente inútil: porque todo lo que publica lo ha juzgado el Fulano digno de publicarse; y por tanto, lo ha hecho en cierto modo suyo.
Verdad es que ese cierto modo puede ser dialéctico: hay quizás una opinión que no es la suya pero que estima conveniente que se debata; hay una idea que tiene por exagerada o inexacta, pero «anda por ahí», y el expresarla con exactitud puede ser parte a precisarla o corregirla; hay una aplicación errónea de un principio importante, pero el principio está; y su mismo zafamiento puede ser estímulo a meditarlo y ahondarlo […]
Quiero decir que esta revista no se destina a enseñar, sino a educar, por pretencioso que esto suene; no a hacer propaganda sino a hacer luz; o exactamente a suscitar «la luz que lleva en sí todohombre que viene a este mundo»
Pues… eso. Lo que va en negrita, sobre todo. Luz para mí mismo, también. Aunque los sitios católicos mayoritarios parezcan atenerse más bien al «more heat than light». Y no es que el «heat» me sea ajeno. Al contrario, los acaloramientos del inquisidor me son muy familiares, son parte mía -aunque sean más parte de mi pasado que de mi presente. Yo he reaccionado en forma muy parecida.
El «inquisidor anónimo» en los comentarios de este post es un ejemplo muy ilustrativo. Ejemplo: este juzga una burrada (y como se evidencia en su andanada de sarcasmos adolescentes, le causa auténtica irritación) que Abel se atreva a …
Y después:
¿Qué quiere decir, como dice Abel que los Padres «no hicieron sino interpretar con los medios de los que disponían en su momento»? ¿Eran minusválidos?…
Querrá decir, digo yo… lo que dice: «interpretar con los medios de los que disponían en su momento»; y que hoy tenemos más medios. Es una verdad de Perogrullo -y que no les mueve un pelo si el que lo dice es Castellani. Pero hay acá una irritación de entrada que condiciona todo, una ofuscación que estorba la lectura, la reflexión y la expresión. A mí me interesa por lo pronto más esa ofuscación que las particularidades del caso -no me detendré a responder semejante montón de tonterías (digamos al pasar, y en letra chiquita, que el «método histórico-crítico» no es para el magisterio católico la abominación que este sujeto parece dar por sentado, de hecho ha sido taxativamente reconocido como válido y aun -en su medida y lugar- imprescindible – por otro lado, Abel no lo favorece especialmente, con leer sus mensaje poco debería bastar para comprobarlo.)
¿De donde proviene esa ofuscación? En primera aproximación: es el instinto conservador, naturalmente. Cuando este instinto prima, el cristianismo se mira (sí, señor, es una cuestión de mirada) como una ciudad a defender de los ataques del mundo. Y todo se evalúa según esa concepción: la de la cristiandad asediada: ¿en qué bando milita este? ¿a quién ayuda? ¿es de los que nos atacan? ¿o es de los nuestros?
Así, puestos frente a un teólogo, evaluaremos antes que nada para qué lado tira: su calidad no se medirá en primer lugar por su inteligencia, erudición, sensatez y libertad de espíritu; todo esto es un plus deseable, pero lo importante es que sea «de buena línea». Ortodoxia y tradición, entendidas estas palabras en su más pobres sentidos. Como pontificaba el editor de un lamentable sitio católico:
Según esto, entonces, lo que importa es tener claro este ranking, clasificar malos y buenos teólogos en esa escala. ¿Cómo calificamos? En gran medida, por mero contagio: si el teólogo X cita a un teólogo malo sin repudiarlo, pierde un punto; si lo encomia, pierde dos; y así. Después, aunque los que peleamos en las trincheras por ahí no tenemos mucho tiempo de estudiar, sabemos a bulto qué cosas vienen a socavar los enemigos desmitologizadores con sus novedades: esas creencias antiguas que no formarán parte de la fe pero sí de la tradición, aunque sea con minúscula. Y poner en duda todo eso que creyeron nuestros abuelos es sembrar escándalo en nuestra fe (sobre todo la de los débiles… que están a nuestro cuidado). Si tal creencia fue lo suficientemente buena para San Agustín —o para San Alfonso María de Ligorio— debe ser suficiente para nosotros; otra cosa sería presunción.
De aquí surgen criterios fáciles y seguros: ¿tal escriturista dice que tal evangelio fue escrito en año N? tendrá mejor calificación cuanto más pequeño sea N. ¿Identifica en una sola persona al «discípulo amado», al autor del cuarto evangelio, el de las cartas joánicas, y el apocalipsis? Es de los nuestros. ¿Dice que pueden ser dos? Es sospechoso. ¿Afirma que son dos o más? Malo, caca. Lo mismo con las Marías, los Isaías, etc. Después, sí, entre los buenos preferiremos a los más eruditos, inteligentes o productivos (y, simétricamente, de entre los malos, odiaremos especialmente a los más potentes). Pero… después.
Nótese que aquí, en las trincheras, la calificación del teólogo (malo o bueno) no apunta a la simple calidad en cuanto teólogo (bondad intelectual, etc; como se dice que un matemático «es bueno» o una guitarra «es buena»). Aquí la maldad del «teólogo malo» es moral, es una culpa deliberada. Merece nuestra hostilidad. Odium theologicum.
Trato de describir, a mi modo pesado, repetitivo y previsible (y en gran parte, por experiencia propia) una tipología y unos mecanismos. Que son los que se disparan en muchos católicos cuando caen a leer un teólogo medianamente inteligente y libre de ataduras facciosas —como este Abel— y les hacen encender luces rojas y sirenas de alarma. Pero es claro que estos mecanismos son automáticos y casi imperceptibles. Después vienen las justificaciones y los alegatos. Pero, en nuestro interior, la sentencia ya fue dictada: las palabras del abogado sólo sirven para… propaganda.
—¿Y qué esperás lograr al describir estos mecanismos?
—Supongo que ponerlos más a la luz, para relativizarlos y —si en buena conciencia así lo juzgamos— rechazarlos.
—¿Qué podríamos ganar con eso?
—En general, dejar respirar la inteligencia (propia y ajena), aventar suspicacias y miedos que envenenan el ambiente. En particular, tener una teología viva -y tener católicos que se dediquen más a rumiar la palabra de Dios que al chisme clerical y la militancia facciosa.
—¿Pero te parece que ese catolicismo conservador está contra la inteligencia? Esos defienden la escolástica, el primado del intelecto, rechazan el fideísmo… ¿No?
—Sí… es parte del problema… y, quiero esperar, parte del remedio.
A seguir otro día.