«… Y mañana, cuando seas descolao mueble viejo
y no tengas esperanzas en tu pobre corazón…»
(Celedonio Flores – Mano a mano)
«Lo bueno de ser viejo es que no tienes mucho que perder»
(Sophie – Howl )
Es bastante
fácil acusar a la civilización moderna de ignorar la vejez:
un olvido y un temor que correrían parejos —en intensidad y significación—con otros: la muerte, la pobreza, el sufrimiento físico…
y no tengas esperanzas en tu pobre corazón…»
(Celedonio Flores – Mano a mano)
«Lo bueno de ser viejo es que no tienes mucho que perder»
(Sophie – Howl )
La casi inexistencia de ancianos en los medios, en la TV para empezar. El sentido casi exclusivamente peyorativo de la palabra viejo. La frase «Fulano está muy bien» para significar que alguien parece más joven de lo que es. Sobre todo, la lamentable escasez de caras viejas —esa reconfortante dignidad de las canas, de esas arrugas que dan, paradójicamente, idea de fuerza— no sólo en los medios sino también en la calle, en el colectivo.
Es fácil atacar al hombre moderno por este lado, burlarse de su incomodidad ante la ancianidad, y el miedo con que entrevé las miserias de la propia vejez futura… y hasta la visión simpática que está elaborando (sin prisa y sin pausa) hacia la eutanasia.
Y es fácil contraponer esto a lo que sería la visión tradicional: la vejez como última dignidad, el anciano respetado en la tribu, sabiduría y vejez a la par… etc.
Es fácil, probablemente frívolo, y acaso poco honesto. Porque (yendo de lo particular a lo general) uno no sabe —por experiencia— nada o casi nada del tema; porque no es muy claro cuán fuera puede uno situarse de esa modernidad criticada; y porque, al fin, la realidad siempre es más compleja que esos esquemas. Por suerte.
Recuerdo ahora la balada de Narayama, esa película sobre una tribu japonesa primitiva. Donde el alimento es la principal preocupación, el anciano es ante todo una boca inútil. En todo caso, la muestra de sabiduría que puede dar el viejo es reconocerlo y aceptar el viaje final, una especie de geriátrico natural (eutanasia incluida) que provee el mito tribal. Es lo que hace de buen grado la protagonista (avergonzada incluso de tener dentadura demasiada buena para su edad), librando a la tribu de la carga. Sus sabidurías, que se reducen al conocimiento de un remanso del río donde atrapar peces con la mano, las pasa antes a su nuera. Y ya está.
La crueldad de lo primitivo, diría uno, así de lejos. Tal vez la belleza. También podría decir alguno que ese primitivismo no representa lo que uno entiende por la «sociedad tradicional», sino que, al contrario: es de esas tinieblas que la civilización ha logrado salir, y que es a esas tinieblas donde la sociedad tecnológica moderna nos está llevando a recaer, bien que con otras máscaras míticas.
Yo no sé.
Entonces uno abre la Biblia, y se topa con esto:
Acuérdate de tu Creador en tus días mozos, mientras no vengan los días malos, y se echen encima años en que dirás: «No me agradan»
Ecl 12, 1
Caramba… como mirada de la vejez, no parece muy optimista que digamos.
Ecl 12, 1
(Y ya sé que podríamos encontrar otras, en el otro sentido. Pero ahora me gusta quedarme con esta, precisamente por lo que tiene de chocante.)
¿Qué diremos? En primer lugar, lo obvio: que la escritura acá no contradice el sentir del hombre común (no sólo moderno, pues), que mira a la vejez, en primer lugar, por su lado penoso. Todas las excelencias que puedan cantarse de la ancianidad tendrán su lugar, pero no es este. Estamos en el Eclesiastés, vamos.
¿Tenés miedo de que tu vejez vaya a ser desagrable? Pues… sí, muy probablemente lo será. No esperes consuelos mentidos por acá. Más bien ocupate de «acordarte de tu Creador», ahora, cuando sos joven y la estás pasando —relativamente— bien.
Ahora… ¿por qué? ¿Cuál es la lógica? ¿Es que cuando me lleguen los días malos de la vejez me será más difícil? ¿O porque entonces tendrá poco o ningún mérito? ¿O qué?
No resulta muy fácil explicarlo; aunque —dado que al leer este versículo uno cree entenderlo y asentir— el sentido debe ser más difícil de pasar en limpio que de intuir.
¿En la vejez es más difícil acercarse a Dios? Eso parece venir desmentido por las historias de conversiones tardías, o al menos de ablandamientos… «Cuando el diablo llega a viejo, se hace ermitaño», era un dicho para el caso, sarcasmo contra los arrestos espirituales de los que se veían con un pie del otro lado… sarcasmo fácil (del lado anticlerical, sobre todo), considerando que el convertido no tenía mucho que sacrificar: como comprar un seguro (¿contra el infierno?) a muy bajo precio. Y aunque estos sarcasmos son por lo general groseramente superficiales, algo de eso había, al parecer (hablo en pasado porque no estoy seguro de que el lugar común tenga vigencia; tal vez menos temor al infierno). Y puede tener que ver. O tal vez las conversiones tardías sean en verdad raras, acaso la vejez abunde más bien en el endurecimiento y la inercia espiritual. Y aun cuando la conversión tardía sea profunda y sincera, es de suponer que vendrá empañada por el hecho de no tener mucho que dar…
Considerando que la Escritura está hablando acá al joven, podría ser que el mensaje venga por este lado: no uses de tus años buenos como un capital a gastar, no imagines que basta con una adhesión teórica a Dios, como si pudieras al mismo tiempo creerte de su lado y usar de sus dones sólo para tu comodidad (o no usarlos). Hay un tiempo (y es este) para trabajar con los bienes de Dios como capital; y hay un tiempo (y será quizás aquel) para trabajar soportando los males y aprendiendo a morir. No te hagas ilusiones, no creas que podrás afrontar el otro tiempo si no haces lo tuyo en este. Sabemos que hay que invertir los talentos para incrementar los bienes; ahora, que el tesoro de que se habla no está en la tierra sino en los cielos, no significa que ese tesoro no lo necesites también para tu vida futura de acá. Aportes jubilatorios, en cierta manera.
Lo que sigue en el capítulo del Eclesiastés tiene una rara fuerza poética, a mi ver (a mi ver, digo, porque no frecuento demasiado el antiguo testamento). Y la pintura de los bienes terrestres frágiles, que se derrumban en la insignificancia y la vanidad, no me parece que pegue mal con lo anterior:
Acuérdate de tu Creador en tus días mozos, mientras no vengan los días malos, y se echen encima años en que dirás: «No me agradan»;
mientras no se nublen el sol y la luz, la luna y las estrellas, y retornen las nubles tras la lluvia;
cuando tiemblen los guardas de palacio y se doblen los guerreros, se paren las moledoras, por quedar pocas, se queden a oscuras las que miran por las ventanas,
y se cierren las puertas de la calle, ahogándose el son del molino; cundo uno se levante al canto del pájaro, y se enmudezcan todas las canciones.
También la altura da recelo, y hay sustos en el camino, florece el almendro, está grávida la langosta, y pierde su sabor la alcaparra; y es que el hombre se va a su eterna morada, y circulan por la calle los del duelo; mientras no se quiebre la hebra de plata, se rompa la bolita de oro, se haga añicos el cántaro contra la fuente, se caiga la polea dentro del pozo, vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio.
¡Vanidad de vanidades! —dice Cohélet—: ¡todo vanidad!
También la altura da recelo, y hay sustos en el camino, florece el almendro, está grávida la langosta, y pierde su sabor la alcaparra; y es que el hombre se va a su eterna morada, y circulan por la calle los del duelo; mientras no se quiebre la hebra de plata, se rompa la bolita de oro, se haga añicos el cántaro contra la fuente, se caiga la polea dentro del pozo, vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio.
¡Vanidad de vanidades! —dice Cohélet—: ¡todo vanidad!