A causa de tu beatitud, Dios mío, puedo decir que nada me falta, puedo decir que estoy en el cielo,
que, suceda lo que suceda, soy siempre feliz.
Resolución: Cuando estemos tristes, cuando nos sentimos desanimados, a causa de nosotros mismo, de los demás y de las cosas, pensemos que Jesús está en la gloria del Padre, sentado a su derecha. Pensemos que es bienaventurado para siempre, y que si lo amamos conforme a su precepto, la felicidad del Ser infinito debe superar infinitamente en nuestras almas la tristeza de la criatura finita. Así, considerada la felicidad de nuestro Dios, nuestra alma debe ser poseída por el júbilo, y las penas han de ser disueltas como las nubes delante del sol.
Alegrémonos con la felicidad de nuestro Dios, alegrémonos sin intermisión, porque todos los males de las criaturas son un átomo al lado de la bienaventuranza del Creador. Nunca faltarán tristezas en nuestra vida, y así debe ser, a causa del amor que nos debemos a nosotros mismos y a nuestro prójimo; a causa del amor que tenemos a Jesús y el recuerdo de sus dolores; a causa de nuestra sed de justicia, es decir, el ansia de la gloria de Dios, y por la aflicción que nos ocasiona el ver a Dios y a su justicia injuriados. Pero estos dolores, por justos que sean, no deben ser perdurables, sino pasajeros; lo perdurable, lo que debe constituir nuestro estado ordinario, es la alegría de la gloria de Dios, el gozo de saber que Jesús no sufre más y que nunca más ha de sufrir, la alegría de conocer que es feliz para siempre a la diestra de Dios Padre.
De los escritos de Charles de Foucald. Resolución: Cuando estemos tristes, cuando nos sentimos desanimados, a causa de nosotros mismo, de los demás y de las cosas, pensemos que Jesús está en la gloria del Padre, sentado a su derecha. Pensemos que es bienaventurado para siempre, y que si lo amamos conforme a su precepto, la felicidad del Ser infinito debe superar infinitamente en nuestras almas la tristeza de la criatura finita. Así, considerada la felicidad de nuestro Dios, nuestra alma debe ser poseída por el júbilo, y las penas han de ser disueltas como las nubes delante del sol.
Alegrémonos con la felicidad de nuestro Dios, alegrémonos sin intermisión, porque todos los males de las criaturas son un átomo al lado de la bienaventuranza del Creador. Nunca faltarán tristezas en nuestra vida, y así debe ser, a causa del amor que nos debemos a nosotros mismos y a nuestro prójimo; a causa del amor que tenemos a Jesús y el recuerdo de sus dolores; a causa de nuestra sed de justicia, es decir, el ansia de la gloria de Dios, y por la aflicción que nos ocasiona el ver a Dios y a su justicia injuriados. Pero estos dolores, por justos que sean, no deben ser perdurables, sino pasajeros; lo perdurable, lo que debe constituir nuestro estado ordinario, es la alegría de la gloria de Dios, el gozo de saber que Jesús no sufre más y que nunca más ha de sufrir, la alegría de conocer que es feliz para siempre a la diestra de Dios Padre.
No es un punto de vista muy frecuentado por la espiritualidad católica contemporánea, (libros o sermones) tengo la impresión; no es la manera habitual de poner frente a frente los dos hechos: «yo estoy triste» y «Dios es». Generalmente se trae lo segundo como remedio de lo primero, recordando el amor de Dios. «Sonríe: Dios te ama». Y no es poco consuelo. Pero no deja de ser un consuelo algo egoísta. Si uno lo piensa un poco, el otro punto de vista, casi simétrico («Sonríe; porque Dios -el que amas- es feliz») parece más justo y más eficaz. Y lo podemos ver haciendo la analogía -también simétrica- con el amor a un hijo.
Simone Weil, por su parte, dice algo parecido… a mi ver, al menos.
Alegría en Dios. Hay realmente alegría perfecta e infinita en Dios. Mi participación no puede agregar nada; y mi no participación no puede quitar nada a esa alegría perfecta e infinita. Por tanto ¿qué importa que participe o no? Absolutamente nada.
Y también
¿Por qué preocuparme?
No es asunto mío pensar en mí; yo debo ocuparme de pensar en Dios.
Es El quien se ocupa de pensar en mí.