Uno a veces quisiera (sobre todo en días como el de hoy)
ser más patriota (no digamos nacionalista); dar más lugar a los sentimientos tribales y las virtudes
militares (en sentido amplio y restringido); hacer más justicia
a la valentía y el honor, aun cuando no vengan incontaminados;
saber deletrear mejor el idioma de la guerra que «nos lava de pavor y nos peina de fuego»
y pregustar la dicha de «cabalgar —varones hijos de varón— bajo el perfil sabroso
de la muerte» (Marechal).
Pero también a veces uno (y sobre todo en días como el de hoy)
se topa con una arenga de Caponetto, y se le mueren todas las ganas.
Simone Weil encontraba rídiculo el desconcierto (y
la mudez) de los marxistas ante la cuestión de la guerra. Y no meramente ridículo,
sino signo de una falla intelectual y una ignorancia culpable.
A estos otros, por el contrario, el tema guerrero (la mística de las espadas) los transporta a cumbres de entusiasmo y locuacidad.
A mí, la verdad, no me suenan menos ridículos, ni menos culpables.