A Chesterton no le hacía ninguna gracia aquella recomendación
-si no prohibición- para la charlas de sociedad: de religión
y política, mejor no hablar. (¿De qué otra cosa se puede hablar?, replicaba él). Preocupación por mantener las aguas
calmas, se entiende; un poco pacata y frívola, como suelen
ser estas preocupaciones, y estas prohibiciones.
Si no recuerdo mal, también C. S. Lewis lamentaba esa moda,
y me parece que tendía a culpar a las mujeres (bueno… a ciertas
mujeres) que pretendían organizar las reuniones
según unas nociones bastante estrechas de lo que son la concordia
y el intercambio social; demasiado miedo de las asperezas y las agresiones (que al fin y al cabo pueden ser la sal de la comunicación
humana, deporte sano y tonificante en su rudeza, al menos entre hombres).
Yo simpatizo con Chesteron y con Lewis, naturalmente. En general y en este particular. Y sin embargo… en ciertas épocas, después de haber visitado demasiados blogs, foros, diarios, después de haber leído tantas cosas tan poco sanas y tonificantes (y dudosamente viriles)… a veces uno se siente tentado a darle la razón a aquellas damas.
Hay un aire viciado, sin dudas, algo que apesta en esas «discusiones de política».
No sé si es problema del acá o del ahora; acaso también sea que esas batallas no pueden emprenderse blandiendo un teclado de computadora, que esa falta de contacto personal «real» mata lo bueno y deja lo malo.
Como sea, me hago el propósito de hablar lo menos posible de política. A lo sumo, hablaremos de «hablar de política», (ya lo estamos haciendo) que es distinto.
Y de religión… según y conforme.