Cuando era joven, me interesaba muchísimo conocer la opinión de la gente sobre mí y sobre mis obras; hoy
sólo me importa evitar conocerla. En aquellos días,
si alguien me decía que habían escrito dos palabras sobre mí en un periódico, era capaz de recorrer toda Londres para conseguir la publicación. Ahora, apenas veo mi nombre en el copete de un artículo, me apresuro a cerrar el diario y apartarlo de mí; a la natural curiosidad por leerlo me contesto: «¿Para qué? Sólo te amargará el día.»
En aquel tiempo, yo tenía un amigo. Después he tenido otros —amigos queridos y leales— pero ninguno llegó a ser lo que fue aquel. Porque se trataba de mi primer amigo, y los dos vivíamos en un mundo mucho más grande que este, más lleno de alegría y de dolor; y en aquel mundo uno amaba y odiaba con mayor intensidad que en este pequeño mundo que desde entonces me ha tocado habitar.
El también tenía esa ansiedad de los jóvenes por escuchar críticas, y nos obligábamos mutuamente a hacerlo. No conocíamos entonces nuestros corazones, no veíamos que cuando solicitábamos «crìticas» en realidad estábamos pidiendo aliento. Nos creíamos fuertes (así sucede en los comienzos de la batalla), capaces de afrontar la verdad.
Así, cada uno se ocupaba en señalar los errores del otro; tan ocupados en eso estábamos, que nunca tuvimos tiempos de dedicarnos un elogio. Y estoy convencido que cada uno tenía buena opinión de la calidad del otro; pero teníamos la cabeza llena de sentencias imbéciles: «Hay muchos que te elogiarán; sólo un amigo de verdad te dirá tus faltas»… «Nadie ve sus propios defectos; es digno de gratitud el que te los señala, por que sólo así lograrás corregirlos.»
Después conocimos mejor el mundo, y las falacias de estas frases. Pero demasiado tarde.
Uno de nosotros escribía algo, lo leía al otro y al fin le pedía: «Dime lo que piensas; pero sinceramente, como un amigo.»
Estas eran sus palabras. Pero sus pensamientos (ignorados incluso por él mismo) eran: «Dime que es inteligente y está bien escrito, amigo mío. El mundo es cruel, sobre todo para los que no lo hemos conquistado, y, por más que afectemos impavidez, nuestros corazones jóvenes están surcados de arrugas. A menudo nos sentimos cansados y desalentados. ¿No es así, amigo mío? Nada tiene fe en nosotros, y en esas horas oscuras nosotrs mismos dudamos… Tú eres mi camarada. Sabes cuánto he puesto de mí mismo en esta pequeña cosa, que para otros no será más que una lectura pasajera de un rato de ocio. Dime que es bueno, amigo mío. Pon algo de sangre en mi corazón, te lo ruego.»
Y el otro, lleno del celo de la crítica —que es el sucedáneo civilizado de la crueldad— respondía con más espíritu de franqueza que de amistad. Seguían luego acoloramientos y palabras duras… […]
Desde entonces, siempre me he preguntado si el Arte (aun con A mayúscula) vale toda la pena que es debida a su causa; si es que a ella y a nosotros nos ha ido mejor, contando todos los sarcasmos y los ataques, toda la envidia y el odio que hay que anotar a su nombre…
Yo tampoco estoy seguro de la respuesta.En aquel tiempo, yo tenía un amigo. Después he tenido otros —amigos queridos y leales— pero ninguno llegó a ser lo que fue aquel. Porque se trataba de mi primer amigo, y los dos vivíamos en un mundo mucho más grande que este, más lleno de alegría y de dolor; y en aquel mundo uno amaba y odiaba con mayor intensidad que en este pequeño mundo que desde entonces me ha tocado habitar.
El también tenía esa ansiedad de los jóvenes por escuchar críticas, y nos obligábamos mutuamente a hacerlo. No conocíamos entonces nuestros corazones, no veíamos que cuando solicitábamos «crìticas» en realidad estábamos pidiendo aliento. Nos creíamos fuertes (así sucede en los comienzos de la batalla), capaces de afrontar la verdad.
Así, cada uno se ocupaba en señalar los errores del otro; tan ocupados en eso estábamos, que nunca tuvimos tiempos de dedicarnos un elogio. Y estoy convencido que cada uno tenía buena opinión de la calidad del otro; pero teníamos la cabeza llena de sentencias imbéciles: «Hay muchos que te elogiarán; sólo un amigo de verdad te dirá tus faltas»… «Nadie ve sus propios defectos; es digno de gratitud el que te los señala, por que sólo así lograrás corregirlos.»
Después conocimos mejor el mundo, y las falacias de estas frases. Pero demasiado tarde.
Uno de nosotros escribía algo, lo leía al otro y al fin le pedía: «Dime lo que piensas; pero sinceramente, como un amigo.»
Estas eran sus palabras. Pero sus pensamientos (ignorados incluso por él mismo) eran: «Dime que es inteligente y está bien escrito, amigo mío. El mundo es cruel, sobre todo para los que no lo hemos conquistado, y, por más que afectemos impavidez, nuestros corazones jóvenes están surcados de arrugas. A menudo nos sentimos cansados y desalentados. ¿No es así, amigo mío? Nada tiene fe en nosotros, y en esas horas oscuras nosotrs mismos dudamos… Tú eres mi camarada. Sabes cuánto he puesto de mí mismo en esta pequeña cosa, que para otros no será más que una lectura pasajera de un rato de ocio. Dime que es bueno, amigo mío. Pon algo de sangre en mi corazón, te lo ruego.»
Y el otro, lleno del celo de la crítica —que es el sucedáneo civilizado de la crueldad— respondía con más espíritu de franqueza que de amistad. Seguían luego acoloramientos y palabras duras… […]
Desde entonces, siempre me he preguntado si el Arte (aun con A mayúscula) vale toda la pena que es debida a su causa; si es que a ella y a nosotros nos ha ido mejor, contando todos los sarcasmos y los ataques, toda la envidia y el odio que hay que anotar a su nombre…
Y no me importaría tanto responderla si sólo se tratara de arte (con o sin mayúscula).